El otro universo Marvel
El hit como respuesta emocional a un estado de las cosas. La aventura intergaláctica, la ópera espacial recuperando su capacidad de despertar el sense of wonder. En los últimos tiempos, el blockbuster ha continuado creciendo en la envergadura de sus presupuestos y ambiciones, pero también sujeto proporcionalmente a la seguridad de unas fórmulas que en esencia siguen inalterables pese a flamantes nuevos empacados. Así, la franquicia, salvo honrosas excepciones, se ha convertido en lugar de anquilosamiento narrativo, respeto a las normas y reciclaje que funciona como motor de un Hollywood que aspira a mantener su talla gigantesca. El Marvel Cinematic Universe con Kevin Feige a la cabeza ha constituido, en ese contexto, todo un paradigma, un proyecto brillantemente ensamblado y estructurado a largo plazo que asegura la pervivencia de su modelo pero que a cambio impone unas pautas y una dependencia creativa que condicionan el carácter propio de cada obra. En medio de esa maquinaria recicladora de mitologías preexistentes son pocos los títulos y los autores que han escapado a ese emborronamiento de la identidad al servicio de una causa superior. Si acaso Doctor Extraño (Doctor Strange, Scott Derrickson, 2016), rincón del MCU abierto a la experimentación visual y al desafío de lo real en el que se adivina la fuerte personalidad de Scott Derrickson, y especialmente la saga Guardianes de la galaxia. Esta última ha alcanzado un estatus ciertamente sorprendente: el de alternativa integrada, pero alternativa al fin y al cabo, en un universo que ofrecía escasa flexibilidad, pero que ha encontrado en su consentida salida de tiesto los beneficios de un cine más libre y despreocupado.
Pero hablábamos, con demasiada ligereza, del hit. Habría que identificar como mínimo dos tipos de hit. Está aquel reproduce pautas de manera automática, que sabe que encontrará a su público por más que repita constantes o temas. Pero también está aquel que se abre paso desde una rebelde sinceridad, que se extiende en el boca-oreja y encuentra complicidades en su camino. Al igual que su precedente, Guardianes de la galaxia, Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, James Gunn, 2017) pertenece a la segunda clase, a esa raza de hits que se niega a ser otra cosa que un espontáneo ramalazo de creatividad y emociones encontradas. Gunn ha hallado en los personajes de Dan Abnet y Andy Lanning una fuente de inspiración para entender el cine superheroico como una dimensión paralela y lejana de la visión severa a la que se abocan los Vengadores de la mano de los hermanos Russo. Antes al contrario, la saga galáctica es el único espacio en el que Marvel puede aún divertirse sin complejos o pintar en abstracto, abandonar la acción a un segundo plano mientras Baby Groot baila Mr. Blue Sky o sumergirse en un abismo de colores y explosiones que amenazan con descomponer un planeta, reírse del clímax de una batalla o entregarse al sentimentalismo paterno-filial sin sonrojarse. Aquí el cielo cósmico es interpretado no como el escenario de un relato que cumpla las expectativas de un fandom alimentado de nostalgia y deseoso de repetir menú, sino como una hoja en blanco junto a la que han dejado una caja de colores prestos a ser utilizados libremente. ¿Y por qué habría de ser de otra manera? ¿Por qué habría de incurrir en rutas narrativas previstas o arrojar más oscuridad sobre los personajes? Los Guardianes, entendidos por Gunn, solo pueden seguir funcionando en tanto que héroes inadaptados, y su película es en consecuencia la expresión coral y rotunda de esa incapacidad de aceptar sin reservas los cánones. No hay redención ni cismas de aura trágica, solo relaciones en crisis y carencias afectivas que acaban resolviéndose a golpe de temas de los ochenta, chistes de incorrección variable y saltos cuánticos.
Pero aceptar el pacto que propone Guardianes de la galaxia, vol. 2 no es, simplemente, abandonarse al blockbuster epidérmico. Es, también, abrazar su carácter de celebración de la cultura pop, allí donde Pacman y las canciones de David Hasselhoff son parte orgánica de una manera de entender la vida, y sin ninguna condescendencia: cuando Peter Quill / Starlord (Chris Pratt) habla de coches fantásticos y actores-cantantes de voz angelical que sustituyen en las tardes a padres ausentes, no se trata de un mero chiste, sino de una llamada a sobrevivir emocionalmente en un mundo cargado de decepciones. Cuando suenan George Harrison o los Raspberries en cualquiera de las entregas de la saga, hay un compromiso no con una mirada nostálgica al pasado, sino con una esencia de lo humano que nunca abandona a los personajes en su periplo espacial. Por ello quizá debamos congratularnos de que James Gunn y los responsables del MCU hayan optado por retrasar el cruce con otras líneas narrativas del universo Marvel, tal vez conscientes de que incluso en las viñetas el reciente cross-over de los Guardianes con los X-Men en la saga del Black Vortex dio con resultados poco memorables. La independencia que mantienen en la pantalla las criaturas de Abnett y Lanning —más allá de la lógica y respetuosa cita a la anterior generación de Guardianes— son la mejor garantía de una personalidad arrolladora que rechaza contaminaciones trascendentales y que aún le permite conjugar su declarada desvergüenza con una irreverencia que eleva el tono del chiste con escatología y mutilaciones, allí donde el ejecutivo de Disney empieza a removerse en su sillón. Son, en fin, el efectivo refugio de un cine superheroico predefinido y de una ciencia-ficción despojada de alma. El anárquico patio de juegos por el que podemos campar alegremente sin esperar lo que viene después de cada paso.