Maternidad, y culpa
Lady Macbeth quiere, para el compañero que ha escogido, lo que siempre ha deseado para ella misma: estatus, poder… y libertad.
Será capaz de convencer a su entorno, a través del amor, o del miedo, para perpetrar cualquier necesaria atrocidad con el fin de conseguir su ascenso.
Y destruirá a quien ose interponerse en su camino.
Pero, Lady Macbeth… también llora cuando no la observan. ¿Está fingiendo, practicando? ¿O acaso se siente culpable?
¿Acaso ha puesto todos sus esfuerzos en alcanzar una felicidad que no era la que realmente quería?
Lady Macbeth se recoge el vientre con las manos, protegiendo el fruto más preciado de sus estrategias…
… el fruto que ha dejado de lado. El fruto que ha ocultado a los demás, y a ella misma. El fruto que le recordará, para siempre, lo mejor y peor de ella misma.
Con un tempo y distribución del espacio (tanto dentro como fuera de campo, una de las grandes bazas con las que juega constantemente el director) y silencios que nos recuerda mucho (aunque el director lo niegue) al estilo de Andrea Arnold en la también libre adaptación de Cumbres Borrascosas (Wuthering Heights, 2011), William Oldroyd adapta la novela de Nikolai Leskov, basada a su vez en la obra maestra que es la ‘Macbeth’ de Shakespeare, y transforma el desesperado final de la protagonista en un actualizado relato sobre la culpabilidad, vehiculándolo a través del sentimiento maternal. No es esta una decisión baladí: lejos de la moralidad que puede plantear la novela del ruso (más conservadora, incluso, en cuanto al papel de la mujer en la sociedad, que el planteamiento del inglés), el director destila uno de los temas tratados por Shakespeare, la dicotómica evolución de la personalidad de una protagonista tildada, en negativo, de “hombruna”, para elevarlo a la categoría de pieza central.
Y es que recordemos que Lady Macbeth es fuerte y manipuladora, es la Eva de Adán, la que empuja al marido a superar sus miedos para que se cumpla la profecía de las brujas. Aquí, Katherine no necesita de augurios: mujer moderna para la época, angustiada en un encierro mental y social tan bien representado por la perfección de sus moños y pliegues de vestido, por la inexpresividad de su rostro cuando se presenta en sociedad y por la simetría de la disposición de los toscos objetos que la rodean (una simetría de encuadres, también, que resalta la falsedad de una época… que es la nuestra), encuentra en el viaje de su marido y suegro la oportunidad para ser ella misma. La penumbra del interior da paso a paisajes abiertos (y nublados); los recogidos, a un hermoso cabello suelto movido por un esperanzador viento… y la insatisfacción sexual mostrada a través de la quietud de las imágenes de la alcoba, a desenfrenadas escenas en las que la pasión domina cada plano.
Es entonces cuando conocemos al particular Lord Macbeth, aquí transformado en mozo de cuadra. No nos engañemos: el patrón de personalidad es el mismo que el del original.
Porque el compañero de Katherine es el perfecto Lord Macbeth, sí: aparentemente bravucón, pero con los mismos dilemas morales que asaltan sus actos. Y, de nuevo, encontramos a Adán (al contrario que el personaje creado por Shakespeare, más consecuente con la aceptación de sus actos), que culpa a su Eva para salvarse, cuando él también ha sido cómplice de todas las fechorías.
Katherine convertirá al mozo en su alter ego. No hay amor aquí, en el film (a diferencia del cuento de Leskov), aunque pueda parecerlo. Lo que rezuma la adaptación de Oldroyd es egoísmo extremo, representado en las altivas miradas de Katherine, y en los falsos abrazos de Sebastian. De hecho, hay necesidad de complicidad para reafirmar, mutuamente, que ir a contracorriente es posible en una época que sí permitía potenciar la victoria de los hombres más débiles frente a mujeres con carácter (marido y suegro se convierten aquí en “peleles”, igual que lo es Sebastian, con el poder de sentirse dueños y amos que les otorga la sociedad por el simple hecho de su género masculino).
Así que, ¿cómo no va a querer luchar ella por su recién conocida nueva vida, con toda la virulencia de la que sea capaz, al verse de nuevo encerrada? ¿No haría lo mismo un hombre?
La Lady Macbeth de Shakespeare es la que finalmente se derrumba, la que acaba cometiendo suicidio, la que demuestra su “lado femenino”. La de Leskov, además, la que obtiene penal castigo por sus actos. La de Oldroyd, muy al contrario, no terminará así sus días: en su adaptación retomará la idea de la bondad subyacente que existe en una persona que ansía una libertad prohibida pero conocida, y transformará las palabras de la verdadera Lady Macbeth, que ofrecía no ser madre y sí asesina, en remordimientos sin palabras, en el mismo momento que es consciente de su embarazo. Unos remordimientos inconfesables (ni tan siquiera a ella misma) que acompañará, de nuevo, con un perfecto disfraz: moño y vestido, espalda recta y preparada estancia para recibir unas imposibles ya visitas de cortesía.
De esta forma, Oldroyd se aferra la idea de que la salvación de Katherine podría haberse encontrado precisamente en lo que más y mejor representa la diferencia entre hombre y mujer, y que había sido no sólo eliminado, sino prohibido, por Shakespeare [1]. Tanto es así que la cámara se fija en varias ocasiones en esa parte del cuerpo de la actriz, su vientre y caderas, fomentando la idea de que el ser madre le hace cuestionar sus retos, y convirtiendo la maternidad en el cimiento de sus dudas. La aparición, clave en el film, del posible hijo bastardo de un esposo que se deja intuir homosexual, potenciará en la mente del espectador esta propuesta. Pero, llegados a este punto, a esta conclusión… no podemos más que cerrar con una pregunta: ¿existe, entonces, también, un mensaje moralista en la adaptación de Oldroyd, que se refiere a que la mujer se debe a su destino fértil, o al menos debe escucharlo para ser mejor persona? No, no consideramos esta sea la intención. Más bien, el director recrea el papel de la mujer condenada a su propia condición, desde el inicio de su existencia hasta nuestros días.
[1] Interesante reflexión aquí: la excelente Macbeth de Justin Kurzel (íd., 2015) abre con el entierro de un bebé, hijo del matrimonio, inexistente en el relato original. ¿Se trata, por tanto, de una búsqueda de justificación a la posterior barbarie acometida por una Lady Macbeth llena de ira y rabia? ¿De una Lady Macbeth desprovista para siempre de una maternidad que podría haber calmado sus ansias de poder (e, incluso, no despertarlas)? Esta teoría encajaría completamente con la adaptación de Oldroyd, permitiendo éste, al contrario, plantear la pregunta no tanto como excusa a los actos sino como respuesta a su erradicación.