Todas las canciones hablan de Baby
Pista 1. Hola al lenguaje – Harlem Shuffle (Bob & Earl)
Baby baila. Baby camina por la calle al ritmo de Bob & Earl. Baby se marca un playback con la canción. Baby es la canción, y cuando nos queremos dar cuenta nosotros somos Baby. Porque el protagonista de esta historia no está acompañado por la música, es la música, vive dentro de ella y es su extensión natural. Y las imágenes que componen su relato son las notas que forman sucesiones melódicas imparables, que se funden sin previo aviso con el siguiente temazo de la playlist. La narrativa de Baby Driver se basa en la máxima de música y movimiento, hasta el punto de que su protagonista (Ansel Elgort) no arrancará el coche en la última persecución hasta encontrar en la radio la canción adecuada para ese momento. A Edgar Wright le bastan unos pocos minutos —las dos primeras escenas— para demostrar que desde el corazón mismo de esa conjunción poderosa es capaz de releer las formas del cine de acción y el musical con una creatividad apabullante. En la primera de ellas, el tema Bellbottoms de Jon Spencer Blues Explosion es el que marca los tiempos: funciona como explosivo vehículo de presentación del personaje para acto seguido, en su parte más frenética, poner el compás a una persecución prodigiosa. Un estallido de colorismo, trucos asombrosos sobre ruedas y vertiginosas impresiones pop que todo lo impregnan. Poco después, es Harlem Shuffle de Bob & Earl el que se propone reinterpretar el género musical a su manera. Un plano secuencia sigue a Baby por la calle mientras hace su ruta habitual. Evita el cruce de miradas con policías, compra cafés, ejecuta sutiles movimientos de baile. En su recorrido, el musical es reinterpretado no desde la inmersión emocional a la que daban pie las formas-homenaje de la reciente La La Land (Damien Chazelle, 2016), sino como vindicación de un lenguaje mutante, que admite la improvisación, las complicidades y las rimas como materia expresiva elemental. Esta es una obra obsesionada con el lenguaje, hasta el punto de que ese ambiguo maestro de ceremonias al que interpreta Kevin Spacey dicta la planificación de cada atraco a golpe de verso. Las imágenes en definitiva, están constituidas por una musicalidad siempre dispuesta a sabotear desde dentro la pose ruda del género criminal.
Pista 2. Todas las canciones hablan de Baby (pero casi ninguna habla de Debora) – B-A-B-Y (Carla Thomas) y Debora (T.Rex)
Las gradaciones seductoras de la voz de Serge Gainsbourg y las sensuales de Brigitte Bardot comparten éxtasis musical para relatar las hazañas criminales de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Bonnie & Clyde encuentra sus sonidos lejos de las tonalidades musicales de la Gran Depresión, pero por alguna extraña razón acaba siendo la canción perfecta para apuntalar el mito de sus dos protagonistas. Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek) también tienen una canción para ellos, aunque en Love is Strange Mickey y Silvia nunca mencionen los nombres de los fugitivos de Malas tierras (Badlands, Terrence Malick, 1973). En su Edén particular, los amantes bailan con movimientos aletargados, como si fueran conscientes de que ese instante encierra toda la felicidad que el futuro les negará. Baby y Debora (Lily James) anhelan la llegada de ese momento mientras permanecen respectivamente atrapados en un círculo criminal y el trabajo de camarera en un diner. Como Kit y Holly o Bonnie y Clyde, quisieran lanzarse a la carretera con su propia banda sonora y un mal plan. Pero primero deben hallar esa canción en la que sus rumbos queden sincronizados. En la lavandería, ese encuentro deseado encuentra su anticipación en una hermosa traducción visual: en el interior de las lavadoras telas monocromáticas dan vueltas sin parar, constituyendo dinámicas simétricas y coloristas que determinan el signo emocional del plano: la futura pareja flirtea, juguetea con las miradas y se mueve por el local en un sutil baile para el que buscan una melodía en el iPod de Baby. Casi todas las canciones hablan de Baby, pero casi ninguna canta a Debora. La Debra de Beck no es exactamente lo que están buscando, pero quizá sí lo es el despreocupado y deliciosamente absurdo tema de T.Rex, Debora («O Debora, always look like a zebora»). Como en Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim versus the World, Edgar Wright, 2010), la odisea sentimental necesita de su itinerario pop errante, en constante búsqueda de esa canción precisa que sea la perfecta cristalización de la pasión del director y el amor infinito por sus personajes. Ese cariño se hace nítido en la agridulce conclusión de su carrera hacia la libertad. Baby podrá ser un héroe a la medida de las formas más libres de la cultura popular, pero en última instancia también revela lo mucho que tiene de clásico. Él rechaza el acceso al mito en favor del amor por Debora, y Wright sería incapaz de reservar para ellos el mismo aciago final que a los legendarios amantes arriba mencionados. Lo importante, al fin y al cabo, es que la música siga sonando mientras pueda sonar.
Pista 3. Una canción terrorífica antes del golpe. Brighton Rock (Queen)
Buddy (Jon Hamm) pide a Baby una canción terrorífica. Hamm es aquí un galán chusco, un Clyde Barrow reconvertido en secundario de novela pulp, adicto a la adrenalina y a su pareja de baile, Darling (Eiza González). La elección de Baby es Brighton Rock, de Queen. Comparten auriculares y durante un momento parece brotar una tímida complicidad entre ambos. Hacia el final, una variación sobre la misma imagen cobrará un sentido bien diferente. Buddy se ha convertido en un intimidatorio villano de cómic, y en la cafetería en la que Debora espera su fuga con Baby, el taciturno héroe y su iracundo antagonista comparten de nuevo música antes de batirse en un duelo a muerte. En el universo de Baby Driver, los personajes se manifiestan como prototipos reinterpretados al son de nuevas melodías. Forajidos y strippers, criminales fuera de control, dulces camareras de diner, jefazos en los que no puedes confiar. Todo está ahí de manera orgánica, en una historia que conocemos ya, y que sin embargo se presenta ante nuestros ojos como una novedad intensa e irreverente. Wright somete los géneros con una fuerza de la que pocos cineastas pueden presumir. Sus dominios son los de la amalgama, el festival de filias y el humor que emerge en el espacio que queda entre ellas. Con tanta intensidad se entrega el director a ese espectáculo personalísimo que aquí acaba siendo víctima de su propio entusiasmo. Pisar el acelerador a fondo desde el inicio, no hacer prisioneros es una loable intención que aquí acaba mostrando signos de desfallecimiento a medida el relato avanza. Es en esos momentos en los que la presencia de Simon Pegg se echa más de menos, identidad carismática que como actor —y con Nick Frost como réplica— aniquila cualquier tiempo muerto y como guionista aporta brutal efectividad al chiste, tal y como quedara patente en la trilogía Cornetto. Sin Pegg en sus filas, la balanza se decanta del lado más indiscriminado de la ficción sin frenos, pero también sin el contrapeso que sirvió para equilibrar una obra descomunal como Arma fatal (Hot Fuzz, Wright, 2007). Sin Pegg, el protagonista de sus ficciones es heroico, pero también un depositario más explícito de las inclinaciones del realizador. En su trasvase de las viñetas de Bryan Lee O’Malley a la pantalla, Scott Pilgrim (Michael Cera) se erigió como trasunto teen de la personalidad torrencial de Wright. Baby, si acaso, es más taciturno y menos cortado por un patrón posmoderno —el sacrificio que acomete al final—, pero sigue siendo el estandarte de una épica nacida en las profundidades del hedonismo pop.
Pista 4 (y última). Una canción que nunca acaba (y que no tiene por qué acabar). Hocus Pocus (Focus)
Un canto tirolés que dialoga con el rugido de una guitarra. El largo vértigo sonoro de Hocus Pocus, del grupo holandés Focus, lleva en volandas la huida de Baby a través de una Atlanta laberíntica de cafés, terrazas, parkings y centros comerciales. En ese clímax la película resulta más arrolladora que nunca en su frenesí visual, y Baby corre contra el tiempo y contra el destino fatal que derivas más conservadoras y menos imaginativas del género le podrían deparar. Para cuando esa carrera tiene lugar, la intuición nos dice que ese universo de colores chicle, música sin fin y coches que quitan el aliento ya no puede escapar de la hermosa, vibrante fantasía que ha construido. La cinta de Wright abraza la corrección heroica en sus últimos minutos sin aparcar nunca su creatividad indomable. Pero lo que nos está diciendo en realidad es que ese movimiento bien podría ser perpetuo, y que sus formas podrían seguir mutando indefinidamente para nuestro disfrute. Y hacerlo, además, bajo similares condiciones utópicas que las que propone el cine musical. Como en aquel, el suyo es un reino donde los deseos se hacen posibles de un instante a otro, en una canción que se desliza en el interior de otra, con la misma flexibilidad que los sueños circulan en la playlist de nuestro reproductor. La vida ya no es lo que sucede en la espera entre canción y canción, sino el éxtasis continuo que nos induce nuestro track favorito.