Las otras Hiroshimas
Los últimos meses, en el frente del Pacífico, la agonía se adivinaba infinita. Fidelidades inquebrantables al margen hacia el —todavía por entonces— divino Emperador, la junta militar tampoco estaba por la labor de reconocer lo evidente (la derrota absoluta). El dominio aéreo de la aviación aliada era total y en ese epílogo de rencor y venganza se cometieron algunas de las acciones más injustificables del conflicto.
Ya conocíamos de los raids con bombas incendiarias en Tokio a través de La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988), posiblemente la película de anime canónica sobre el sufrimiento y el desespero del pueblo japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Unos japoneses que, ya lo sabemos, siempre han sido muy amigos de sublimar la crueldad enemiga, salpicando su versión de la historia de inquietantes lagunas y convenientes olvidos.
En este rincón del mundo, adaptación del manga homónimo de Fumiyo Kôno, posee un original punto de vista. El de Suzu Urano, una chica ingenua, de hecho casi una niña, obligada a mudarse de su Hiroshima natal a consecuencia de un matrimonio pactado. Todo para ella es nuevo (incluidas las agotadoras faenas que se ve obligada a realizar en sustitución de la suegra), todo para ella resulta excitante. Incluso —o quizás, sobretodo— los tiempos de guerra.
La casa de su marido se halla situada en Kure, donde acabaron amarrados los últimos vestigios de la otrora invencible Flota Imperial Japonesa. A finales de julio de 1945 Kure fue bombardeada en incesantes oleadas de B-29s. Desapareció la mitad de la ciudad y se echaron a pique los últimos portaviones, acorazados y cruceros pesados. A partir de este punto, a Japón sólo le quedaba el ejército de tierra.
¿Es de recibo abordar este escenario de horror y destrucción con una mirada protagónica inocente, tan alejada de la conocida cara del militarismo japonés? ¿Se puede compaginar el costumbrismo y el descubrimiento del amor (por alguien del que, al principio, ni se conoce el nombre) con el hambre, las amputaciones y las niñas muertas? ¿No se depende en exceso de la sensibilidad del espectador, de su conocimiento —directo, en el caso del público al que originalmente va dirigido el filme— del padecimiento, la abnegación y el fanatismo institucionalizado?
Los japoneses son únicos aunando lo apolíneo (aunque para ellos tenga una connotación tristona, ya sea a través del mono no aware o del wabi-sabi) con el Tánatos puro y duro. La celebración de la vida y la muerte más cruel pueden convivir en dos escenas concatenadas, obteniéndose un resultado chocante, a menudo impactante para el público Occidental. Eso no significa que trivialicen el dolor ni que relativicen la pérdida. Más bien lo contrario.
El marco casi idílico en el que se desarrolla la vida de Suzu no debe de interpretarse como una muestra de autismo emocional o un intento de relectura histórica. La sociedad japonesa de mediados del siglo XX no era precisamente feminista (dista mucho, a día de hoy, de ser siquiera igualitaria) y sí, en determinadas zonas del país la única dedicación de sus habitantes consistió en contribuir activamente al esfuerzo de guerra. Auténticos funcionarios de la refriega (de mayor o menor rango) que iban y venían a sus puestos de trabajo (en este caso, una base naval) con la naturalidad del que no ha conocido otra cosa —a este respecto viene a mi memoria el episodio Carne de cañón firmado por Katsuhiro Otomo para Memories (1995)—. No se evoca con “nostalgia”, se rememora con espíritu realista. Por políticamente incorrecto que nos pueda parecer.
A este respecto, dos salvedades. El encuentro con la prostituta Lin en el barrio rojo de Hiroshima. Claramente se trata de una mujer de consuelo de ascendencia china; mujeres que fueron secuestradas y forzadas a mantener relaciones sexuales con militares japoneses (tras uno de los fatídicos bombardeos, dos de ellos se lamentan de la desaparición del barrio de las prostitutas, como si esa hubiese sido la desgracia más remarcable del ataque). Nuevamente, la inocencia de Suzu idealiza la feminidad de esta esclava sexual, sin que tengamos siquiera un apunte de sus miserables condiciones de vida. La duda es razonable: ¿se escuda el director en su enfoque naif para pasar por alto —una vez más, por cierto, en la cinematografía japonesa— las tropelías de sus paisanos?
Una segunda apostilla sobre el peligro de situar historias de amor en tiempos de oprobio. Pienso en la última película de Hayao Miyazaki, El viento se levanta (2013). Básicamente, un homenaje a la vida (y quizás, hasta a la obra) de Jiro Horikoshi, el ingeniero responsable del caza más mortífero del ejército japonés. ¿Se puede separar la hermosa factura de este anime del uso que acabarán teniendo esos tanques voladores idealizados? A mí, personalmente, me costó. (¿Nos mostraríamos igual de tolerantes si los rusos se hubiesen marcado una ópera rock alrededor de la vida de Mijail Kaláshnikov?).
Pero por otro lado, ¿qué sentido tenía hacer otra Lluvia negra (Shohei Imamura, 1990)? ¿Cuántas veces hemos visto ya representados los terribles efectos de las dos bombas nucleares lanzadas sobre —jamás lo olvidemos— población civil? El gran acierto del realizador consiste en desplazar la acción unos cuántos kilómetros, alejarnos del foco principal del dolor. Pero recordarnos que fueron decenas las ciudades japonesas arrasadas por motivos no siempre estratégicos.
Sunao Katabuchi, director y guionista, sale airoso de esta potente apuesta, entregándole a su productor (el todopoderoso Masao Maruyama, fundador de Madhouse y cabeza visible del relativamente nuevo estudio de animación MAPPA) eso que dice en todas las entrevistas buscar desesperadamente: “un clásico atemporal”. Una película adulta que pueda conectar con la sensibilidad infantil. Aunque ese mismo adulto se felicite por no haber traído a su sobrino a verla.
Katabuchi no ha hecho sino fusionar aquél cuento cruel que era Princesa Arete (2001) con la brutalidad peckinpaniana de Black Lagoon (2006). Así pues, nos podemos deleitar con la imaginación de Suzu para obtener condimentos culinarios en tiempos de guerra para, acto seguido, asistir a una agobiante relación de ataques aéreos que afecta, directamente, al equilibrio mental de las víctimas. Sólo así se explica la crueldad mental de Keiko o la determinación masoquista de Suzu.
Y sobretodo, apelar una vez más al peso específico de los detalles. No estamos ante un filme de subrayados —ni en la alegría ni en la desgracia—. La afición a la pintura de la protagonista nos regala los momentos visualmente más potentes, pero el espectador atento disfrutará con flashes que dejan bien claro, sin ningún género de dudas, el posicionamiento del autor. Me refiero a ese sucederse de urnas funerarias (primorosamente envueltas para su transporte en el tradicional pañuelo furoshiki), la patética despedida de los soldados de la última leva mientras suena una nueva alarma de ataque aéreo, la excursión al mercado negro de la ciudad o la aparición de la policía militar en el paraíso perdido de Suzu.
Una última recomendación para los que os hayáis quedado con ganas de más. Si lo que os gusta es sufrir, existe un manga definitivo sobre el horror nuclear firmado por Keiji Nakazawa: Pies descalzos. Una historia de Hiroshima. Aquí la aparente simpleza de su dibujo contrasta con la crudeza descarnada de lo que se cuenta. Después de leerlo, quizás hasta agradezcáis el aparente positivismo de En este rincón del mundo.
Porque tres cuartos de siglo después, el trauma ya puede abordarse desde múltiples perspectivas… sin faltar ninguna de ellas a la verdad.