Delmer Daves: La senda tenebrosa (1947)

En nuestro anterior texto a propósito de la filmografía de Delmer Daves, nos detuvimos en el umbral mismo de la mirada. Es un buen pórtico para reflexionar, aunque sea muy brevemente, sobre la importancia capital que una película como La senda tenebrosa (Dark Passage) sigue jugando en nuestra actual concepción del cinematógrafo.

Como ya apuntamos de soslayo, esa especie de gran investigación sobre el acto de mirar que supuso la cinta que hoy nos convoca, no hubiera podido tener lugar si Daves no hubiera realizado una previa exploración sobre las fisuras del Modo de Representación Institucional en El orgullo de los marines (Pride of the Marines, 1945). Aquella película demostró que había una manera, una suerte de estrategia por explorar, en la que se podía establecer un diálogo entre punto de vista, huella de estilo, marca iniciativa, y contexto ficcional marcado por el personaje. Expliquemos esto detenidamente: en su película anterior, el director había realizado una investigación, quizá algo ingenua y epidérmica, sobre la manera concreta en la que lo cinematográfico podía responder del orden de la ceguera. Apenas tres años después, el propio Ingmar Berman retomaría este mismo tema, también con desigual resultado, en la casi olvidada Música en la oscuridad (Musik i mörker, 1948). Ambas películas situaban la cuestión de la visión con una suerte de movimiento externo en torno a la presentación visual del propio personaje: ciertamente, frente a la imposibilidad de mirar, lo más sensato —y lo más trillado— correspondía necesariamente a utilizar el desenfocado o la pura mostración del negro cinematográfico. Desde ahí, resultaba poco probable realizar una exploración de cierta complejidad que permitiera el público empatizar con mayor rigor al trauma visual del protagonista. Si Bergman optó por aprovechar las normas melodramáticas que había aprendido en su estudio compulsivo del realismo poético francés, la respuesta de Daves fue mucho más interesante: realizar una primera exploración por aquellos recursos que quedaban «más allá de las normas del Hollywood clásico».

Únicamente a partir de este movimiento se puede entender esa genial operación de focalización en primera persona que domina todo el arranque de La senda tenebrosa. Más allá de lo que sin duda es un thriller absolutamente inspirado, con una apasionante tramoya de seducciones y descubrimientos varios, la película es una obra maestra por su capacidad para prescindir del icono (Humphrey Bogart) y, por el camino, aguantar un pulso con el propio dispositivo cinematográfico de más de 20 minutos seguidos sin interrupción de pura huella enunciativa.

Como es bien sabido, siguiendo los célebres textos sobre las relaciones entre espectador y enunciación de Francesco Casetti, la mirada a cámara puede ser leída como un movimiento agresivo que genera una rasgadura tanto en el ámbito del enunciador como en el ámbito del enunciatario. Introducir esa mirada ahora mismo, una vez que ya hemos atravesado las procelosas experiencias de la modernidad, resulta poco menos que un mecanismo ingenuo. Sin embargo, no hay que perder de vista que La senda tenebrosa emerge en un momento estilístico en el que precisamente cualquier intromisión del autor se castigaba directamente con la exclusión y la condena a la indigencia cinematográfica —recuérdense, como simple ejemplo, los casos de Charles Laughton y del propio Orson Welles.

A raíz de este gesto de Daves, también podemos esbozar una hipótesis sobre ese desprecio que los autores de la Nouvelle Vague proyectaron sobre su obra en los años sesenta. El propio libro de Casetti, como tantos otros, sitúa la mirada a cámara como uno de los grandes triunfos de la enunciación moderna, generalmente vinculado a las propuestas de vanguardia de Jean-Luc Godard.  Sin embargo, asumir que eso estaba escrito antes en Delmer Daves —y lo que es todavía más importante, asumir que ese gesto era absolutamente compatible con los mecanismos del relato clásico— hubiera supuesto desactivar lo que, por así decirlo, se convertiría en una de las marcas privilegiadas de los apóstoles de lo moderno, una de las joyas de la corona de ese nuevo cine comprometido y emancipador de lo real.

Sin embargo, en La senda tenebrosa también aprendimos que la posición de cámara, en su diálogo constante con lo que esperamos de las relaciones entre personajes y el espectador, puede poner de manifiesto lo mucho que nos queda todavía por pensar la imagen. Esbocemos algunas ideas generales. En primer lugar, cuando Daves sitúa a Bogart en esa posición excéntrica con respecto a la posición de cámara (una situación de exterioridad, de dislocación entre la voz que escuchamos y la mirada que habitamos) está atacando al corazón del funcionamiento del star system. Después de todo, el nombre del protagonista en el cartel exige una cierta posición en el encuadre, la tranquilidad de que su rostro —conocido, deseado— es el que nos representa en los márgenes de la representación. Cuando Hitchcock hace desaparecer a Marion (Janet Leigh) en la primera mitad de Psicosis (Psycho, 1960), en realidad propone un movimiento a la contra del de Daves, que hace aparecer a Bogart —el rostro de Bogart— al final del primer acto.

La aparición del cuerpo tiene lugar, además, con la escritura de un rostro en un espejo. Un rostro desconocido para el protagonista pero conocido para el espectador. Un rostro que es, como hemos dicho, el portador del deseo y su garantía. El hecho de que la cámara se encarne en lo que podríamos llamar un rostro-sin-cuerpo genera una fluctuación ciertamente interesante sobre los flujos emocionales que se conjuran en la pantalla: podemos estar-ahí, recibir o descargar los golpes, podemos amar y ser protegidos, pero a la vez, también somos agredidos por la operación quirúrgica del espectador. Incluso las pesadillas del protagonista se deslizan en esta misma focalización, tan hermosa, tan potente.

Muchos años después, Daves vuelve a rodar esa imagen obsesiva de su cine (el ciego, el herido que se arranca las vendas para acceder a un nuevo mundo) en El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, 1959), aunque en esta ocasión será la actriz Maria Schell la que tenga que atravesar el umbral de la oscuridad. En el western, el juego de focalización ha sido olvidado para situar, en su lugar, el peso mismo de la naturaleza y su escritura. Cuando la Schell vuelve a recuperar la vista —estoy pensando, concretamente, en ese hermosísimo conjunto de planos en los que Gary Cooper y ella se encuentran localizados en la cima de la montaña—, lo que emerge no es tanto la identidad sino la potencia misma de la escritura cinematográfica, la exuberancia de esa fotografía impresionante de Ted McCord, con los amarillos, los verdes y los azules dominando las líneas horizontales del encuadre y explorando la materia —la hierba, la arena, la tierra, las cortezas de los árboles. El espectador no se arroja contra sí mismo, sino contra el mundo. Recortándose entre ambas películas, la historia (¿carcajada edípica?) de ese hombre mayor y esa mujer joven que se regalan la mirada, el rostro, y finalmente, el cuerpo.

Ese es el corazón del gesto de Daves: Saber mirar el cuerpo del otro y el mundo que se comparte en común. Toda una declaración de intenciones.