Era difícil para Pablo Berger llevar a cabo un retorno a la dirección que pudiera siquiera igualar su film anterior, la obra maestra Blancanieves (Pablo Berger, 2012), y por eso parece recomendable visionar todo aquello que el realizador pueda ofrecernos de aquí a la eternidad dejando de lado cualquier comparación con su película de 2012. Sin embargo, y aunque, en efecto, Abracadabra (Pablo Berger, 2017) sea una obra menor, el film posee la sensibilidad y la originalidad de su anterior película y comparte muchos elementos con ella que perfilan un cierto leitmotiv autoral, obsesiones constantes y talento creativo.
Blancanieves situaba el cuento de los hermanos Grimm en la España castiza de los años 20 y seguía los parámetros del cine de la época: era muda y en blanco y negro. Se trataba de una propuesta discreta en su planteamiento pero descomunal en su calidad artística y en su capacidad para emocionar. Abracadabra es una disparatada comedia negra que mezcla situaciones cotidianas con una premisa sobrenatural: un espíritu con intenciones poco claras posee el cuerpo de Carlos (Antonio de la Torre) y trastoca su vida y la de su esposa Carmen (Maribel Verdú). La fotografía de claroscuros y contrastes ensalzan lo cutre y lo esperpéntico de la vida de Carmen, que vive con resignación un matrimonio codependiente, aburrido y tradicional. La parasitación del espíritu en el cerebro retrógrado de su marido le proporcionará a la mujer la chispa de una llama que le hará replantearse su mundo y su propia mente. Así, la película se desarrolla como una búsqueda del tesoro para liberar al marido de Carmen del fantasma que lo aprisiona. La trama coquetea con el terror maternofilial al más puro estilo de Hitchcock y su Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y termina con un final con visión de género. Si este año otra película española, Colossal, (Nacho Vigalondo, 2017) destronaba al patriarcado a lo grande, con una metáfora con lagartos gigantes, Berger lo hace a pequeña escala, usando el interior de la mente y el hipnotismo para liberar a Carmen. En ambos casos, sin embargo, el mensaje feminista es más un gesto bonito a pie de página que una idea contundente que recorra el metraje.
Lo interesante de la película es otra cosa: Berger toma el lenguaje y los tópicos del cine paranormal y los aplica a la España más cañí. Así, muchas de las escenas, vistas antes en películas yanquis con presupuestos astronómicos, toman en la película una dimensión nueva que navega por derroteros de lo imposible. Las presencias malignas en el lujoso hotel de El resplandor (The Shinning, Stanley Kubrick, 1980) se pasean aquí por bodas horteras de clase media llenas de lentejuelas y papel maché; los ritos de hipnosis maquiavélicos de El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) los realiza el primo pesado de la familia de la novia; la casa donde sucedieron horribles asesinatos en el pasado parece sacada de la primera temporada de Cuéntame cómo pasó (varios directores, 2001-actualidad); y el romanticismo entre Nueva York y el más allá de Ghost (íd., Jerry Zucker, 1990) sucede aquí en un bloque de pisos del extrarradio madrileño.
Esta voluntad “local” del realizador a la hora de hacer cine está presente también en su ópera prima Torremolinos 73 (Pablo Berger, 2003) y es la misma que le llevó a cubrir con una mantilla negra a la madrastra malvada de Blancanieves y a hacer de la princesa una aspirante a torero. El realizador introduce estos elementos no con intención irónica ni tampoco para reírse de su visión de la España profunda, sino con una voluntad reivindicativa que transporta ficciones increíbles al lenguaje más corriente que uno pueda imaginar: el de su propia casa. Se relaja así el misterio y se rompe la idealización de la realidad: el espectador puede mirar de igual a igual a una bruja, un fantasma o a un hipnotista.
Con esta misma idea situó Pedro Almodóvar en su Castilla natal la conmovedora fábula de espíritus y redención Volver (2006) o su drama sobre científicos chiflados y Frankensteins sexualizados, La piel que habito (2011). Por esta línea fue también el último film español en ganar la Concha de Oro en San Sebastián, Magical Girl (Carlos Vermut, 2014), que jugaba con el western moderno y el thriller más descarnado sin perder de vista al fondo el gotelé de bar de pueblo. Otro director aclamado así lo ha hecho siempre, aunque al otro lado del atlántico: si Quentin Tarantino se hizo un nombre tras su debut Reservoir Dogs (íd., 1992) fue porque supo deconstruir con acierto el concepto de violencia sexy que reina en EE.UU., mediante una banda de sicarios chapuceros que discutían, con acento sureño, sobre el significado de la letra de una canción de Madonna desayunando bollos en un bar de carretera. La idealización muere, nace un realismo patético, y de momento Pablo Berger parece estar más que dispuesto a aplicar el cuento al cine español.