La belleza será convulsiva o no será
Creer en la vida, pero más aún creer en la muerte. La existencia es un proceso gradual de decadencia teatral, dramática, sobrevalorada por los desesperados. Aun así, hay una incuestionable belleza arraigada en la existencia, a veces en su extremo enfermizamente mortuorio, y ésta debe ser siempre retenida a fin de destruirla y hallar la capa subyacente de verdad. Creer en la belleza. Creerla como se cree en un dios, un átomo, un viento; tanto como se cree en la existencia misma. Porque, en el fondo, ¿qué nos queda, sino la belleza irrevocable de la vida, incluso cuando la vida yace mutilada, en pie sobre sus dos muñones, mirándonos el alma? Por extensión a ese impulso de acecho, caza y taxidermia, el cine actúa como un ojo hábil capaz de congelar la cinemática de lo bello, su inconstante y punzante fluctuación, para después clavarnos en la cara su subjetivo magnetismo.
¿Qué ocurre, sin embargo, cuando la belleza no obedece al canon de la estética, cuando la obligación de la mirada nace de la repulsión y el morbo y no del gusto y el placer?
La transgresión de la belleza, entendida como una tendencia natural a la armonía visual, es y ha sido en cine una táctica de muy distintas motivaciones. Desde La parada de los monstruos (Freaks; Tod Browning, 1932) hasta Pieles (Eduardo Casanova, 2017), la exhibición de lo feo y monstruoso ha buscado, en dos pilares resumidos, resaltar la belleza moral ulterior al estado físico o burlarse y generar una justificable atracción morbosa por lo extraño con tintes efectistas. Ya al inicio de La parada de los monstruos aparece un texto introductorio que reza lo siguiente en un fragmento:
«El amor por la belleza es un sentimiento profundamente arraigado que se remonta al principio de la civilización. La repulsión que nos causan los anormales y los mutilados es el resultado del largo condicionamiento de nuestros antepasados. La mayoría de los monstruos tienen pensamientos y emociones normales. Su vida es verdaderamente trágica».
Con ese texto, al completo, Browning trata de crear una conciencia en el espectador, contextualizando históricamente a estos monstruos, compadeciéndolos. Sin embargo, la estigmatización del monstruo aparece justo después del pasaje, en el título del filme, con una mano uñada desgarrando el cartel del mismo. A pesar de todo, cabe decir a favor de la película que la humanización de los integrantes freaks del circo es patente. Son los trabajadores “corrientes” quienes causan problemas y se asechan entre ellos, a diferencia de los monstruos, quienes permanecen unidos bajo toda circunstancia, acuñando entre líneas el concepto de “los verdaderos monstruos son los demás”. Pero si bien Browning nos muestra la humanidad de éstos, tampoco se exime de plasmar su lado oscuro, su código accionarial, más o menos semejante a la malicia de la “gente corriente”.
El influjo de lo hermoso en La parada de los monstruos subyace bajo una perspectiva exhibicionista, aunque la contemplación siempre permite lecturas mucho más dinámicas, transgrediendo el leitmotiv de la aversión antecedente y el enternecimiento posterior. La «reivindicación de una hermosura», que diría el poeta Leopoldo María Panero, es aquí la subversión cinematográfica de la fealdad. Es la perspectiva fílmica la que subvierte el horror y lo inunda de poética mediante «la frontera entre el documento y el misterio» que es el cine según Val del Omar. No nos horroriza la apreciación de la deformidad exacerbada en la pantalla porque ésta es un espacio irreal o “surreal”, una mirada indirecta al abismo ajeno. Y si acaso nos reflejamos en ella es tan sólo por el morbo y la belleza que radica en la caricia de lo insólito.
En cuanto al primer pilar expositivo de la fealdad, y fuertemente ligado a la sempiterna belleza de la agonía, debe mencionarse el documental iraní La casa es negra (Khaneh siah ast; Forugh Farrokhzad, 1963). En este caso, y con una poética tremenda, la poeta y directora del filme lleva a cabo una cuidada aproximación al misticismo elegíaco de los internos de una leprosería, mezclando como voces narrativas la oración religiosa, en boca de los protagonistas, y algunos poemas de la propia Farrokhzad. Lejos de la narrativa más directa, el flujo visual de La casa es negra es un puñetazo en la boca del estómago. Una incesante oscilación entre el onirismo de lo grotesco y el cruel poema fisiológico de la lepra, que podría introducir perfectamente un fragmento del poema Casa de misericordia, de Joan Margarit:
«La verdadera caridad da miedo.
Es como la poesía: un buen poema,
por bello que sea, debe ser cruel.
No hay nada más. La poesía es ahora
la última casa de misericordia.»
La belleza se transmuta en lamento y vibra, cruje, rasga. La fealdad se metamorfosea y sobrepasa las lindes físicas hacia la metafísica, esa indefinición que deviene hermosa por su incomprensión y su efecto hipnótico sólo para la sensibilidad más íntegra. Este documental requiere de ciertas aptitudes porque, en palabras de Nietzsche, «la voz de la belleza habla suave: penetra deslizándose sólo en las almas más despiertas»; y esa plena lucidez es la que exige La casa es negra, una resistencia brutal para no apartar la vista y un alma capaz de recoger de cada toma la belleza inclementemente. De ahí que muchos de los planos sean frenéticos, apenas dejando espacio para digerir lo visto, haciendo de la imagen una ráfaga de artillería pesada que agujerea la coraza de la sensibilidad poética para que la luz irrumpa.
Farrokhzad, a pesar de dirigir esta película por encargo de la Sociedad de Ayuda a los Leprosos en Irán, consigue huir de la caída en el sensacionalismo y se limita a poetizar, más que documentar, fragmentos de vida enferma a través de la narración y de la imagen. Todo el metraje es un lamento en los labios de la poeta («Ya no estaré allí en la primavera pero las palabras quedarán. El destino me trajo aquí. Mi corazón está lleno de dolor») y un agradecimiento en la oración religiosa («oh, Dios generoso, tú otorgas tus beneficios ante nuestras súplicas»), pero siempre desde el desarraigo, provocado por la injusticia y la mortalidad carnal en Farrokhzad y por la desubicación social de los leprosos, quienes buscan y saben en Dios el único hogar. Este juego de contrastes narrativos también sucede en la plasmación poética de la demacración, sugiriendo imágenes precisamente hermosas, de gran significación compositiva, que hacen del filme una experiencia emocional y visual delirantemente bella.
A diferencia de La parada de los monstruos, La casa es negra no facilita ningún tipo de humanización ficticia, carece de una historia tras de sí salvo por la dislocación entre el espectador, hipotéticamente sano, y los leprosos, los enfermos. El prejuicio se resquebraja y da lugar a la sensibilización. Las situaciones cotidianas nos son extraordinariamente horribles, aunque los sujetos las vivan con total normalidad. Para acrecentar el aguijonazo de lo terrible, Farrokhzad hace uso del “sonido de lo atroz”: aumentar el volumen en ciertas tomas para causar un impacto sensorial muy sugerente. Dignas de mención son las escenas de unas tijeras arrancando la piel muerta de unos pies gangrenados, supurantes, o el repiqueteo de las muletas de un tullido entrando en casa.
Tanto la belleza y la poética sublimes de La casa es negra como la humanización y el paroxismo exhibicionista de La parada de los monstruos, en conjunto, consagran la relatividad y el perspectivismo de la belleza para con el cine y la realidad. La evolución de la belleza es correlativa al tiempo, no tan sólo en sí misma sino también en su recepción y apreciación externas. Con treinta años de diferencia, las películas de Tod Browning y de Forugh Farrokhzad conciben la belleza de forma muy opuesta, tanto en la visión como en la producción y proyección de ésta; del mismo modo en que lo hace Pieles este año, intento de dignificación de la fealdad, llevada a su extremo más ridículo, que termina en un mero espectáculo de superficialidad insustancial, más cerca del compromiso del impacto visual que de la renovación temática. Sin embargo, y parafraseando al escritor surrealista André Breton, tan sólo una cosa es clara: «la belleza será convulsiva o no será».