Verano sin fin. El cine sobre una ola

«Y yo ya no soñaba con ganar competiciones de surf, igual que antes había soñado con ser lanzador de los Dodgers. El ideal que se estaba imponiendo era la soledad, la pureza, las olas perfectas que uno pillaba muy lejos de la civilización: Robinson Crusoe, el documental «Endless Summer». Y esa era una senda que te alejaba de la vida urbana como ciudadano, en el antiguo sentido de la palabra, y te llevaba a una vida al otro lado de la frontera en la que tendríamos que sobrevivir como si fuésemos bárbaros contemporáneos. Y no se trataba del sueño indolente de ser un vagabundo feliz; era algo mucho más complejo. Pillar olas de forma obsesiva era una cosa a la vez profundamente egoísta y desinteresada, dinámica a la par que ascética, y muy radical por su rechazo de todos los valores asociados al deber y a los éxitos de la vida convencional»

William Finnegan en Años salvajes

Verano sin fin es una expresión paradójica, que contiene a la vez una mentira y una verdad esencial sobre el surf. Cualquier surfista confirmará que las mejores llegan en invierno, cuando tormentas lejanas envían su agitado rastro a cientos de kilómetros de distancia. El verano es por lo general para los bañistas, no para cazar olas. Y sin embargo, hablar de verano sin fin es referirse al estado de ánimo en el que se instaló el imaginario del surf. Sol, bikinis, fiestas en la playa, canciones de Dick Dale, promiscuidad y diversión sin el acecho de la responsabilidad. La libertad asociada a la práctica del surf incorporó hace tiempo una serie de clichés que perduran ya débilmente, en parte por el decaimiento del cine consagrado a retratar este deporte, en parte por el incremento exponencial de gente que sube a una tabla por primera vez. En realidad, la misma imagen convertida en postal y deteriorada con el paso del tiempo ya había sido refutada desde el mismo medio y por otras vías. Frente al estereotipo enquistado, la respuesta venía de la mano de surfistas que se tornaron cineastas o de cineastas que, ante todo, eran surfistas.

John Milius con el reparto de Big Wednesday (John Milius, 1978)

Las fiestas en la playa de Frankie y Annette

Los 60 daban sus primeros pasos cuando en algún garito de California empezó a sonar Let’s Go Trippin’ de la mano de Dick Dale y sus Deltones. Canción instrumental, pegadiza, con alegres desviaciones, bastó poco tiempo antes de que alguien llamara la atención sobre cómo aquella música evocaba la sensación de volar sobre la cresta de una ola. En un estrecho margen de dos años –generalmente situado entre 1962 y 1964–, la música surf vivió su periodo de mayor popularidad antes de dejar paso a otros sonidos. Mientras tanto, los Beach Boys habían iniciado su carrera triunfal con Surfin y definían los idílicos temas del pop playero de su primera etapa. En el cine, sería la AIP (American International Pictures) la que desarrollaría una imaginería oficial que replicaba esos sonidos. Escándalo en la playa (Beach Party, William Asher, 1963) sería la piedra de toque de un subgénero dirigido a un público teen, películas de fiestas en la playa en las que sus jóvenes protagonistas se rebelaban ante un mundo de adultos que coartaban su libertad y sus hormonas. A este respecto el argumento de la cinta de Asher no podría ser más claro: un profesor de antropología (Bob Cummings) que se dedica a estudiar con su secretaria (Dorothy Malone) los hábitos sexuales de un grupo de adolescentes cuya única preocupación era surfear, cantar y bailar en la playa y tontear con la chica o el chico de turno.

La premisa iba solo un paso más allá de lo que ofrecían las producciones de la Columbia sobre Gidget, personaje de las novelas de Frederick Kohner basado en su hija Kathy y conductor de ficciones castas y frívolas que deslizaron idílicas imágenes de las costas de Malibú y Hawái entre el gran público. Gidget (1959), primera de las adaptaciones, marcó un antes y un después en la popularidad del surf a partir de una premisa elemental: un verano decisivo para su jovencísima protagonista, en el que descubre tanto el amor como el surf. Antes de su estreno el número de aficionados que lo practicaban se contaban por miles. Con su éxito, esa cifra aumentaría hasta alcanzar en torno a los dos millones en 1963. Es de justicia señalar, pues, la influencia determinante que la figura de Gidget tuvo en la posterior expansión tanto de la práctica surfista como de la comedia playera. También la figura de Elvis sería importante a la hora de allanar el territorio en el que se moverían las obras de la AIP. Las caderas del rockero rimaban con el movimiento de las olas y no tanto los inocentes flirteos de Gidget. Al fin y al cabo, buena parte de sus incursiones cinematográficas se significaron como extensiones de su vertiente musical y por tanto se entregaban a un retrato de rebelde que había persistido incluso en títulos de mayor entidad como El barrio contra mí (King Creole, Michael Curtiz, 1958). En Amor en Hawái (Blue Hawaii, Norman Taurog, 1961) Elvis exportaría su imagen a unas islas hawaianas en pleno crecimiento turístico gracias al incremento de las conexiones con el archipiélago de la mano de compañías como la Pan Am. El pinito hawaiano de Elvis es un buen ejemplo de su musical encorsetado, al servicio de sus hits y de un romance no mucho menos inmaculado que los de Gidget. El rey del rock podía permitirse ser travieso, pero a la hora de verdad no escapaba a la llamada del amor verdadero, que aquí tomaba forma en el rostro de Joan Blackman.

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Gidget y los flirteos adolescentes con el amor y el surf

Las películas de la AIP también incorporarían esa estructura musical alrededor de Frankie Avalon y Annette Funicello. Pareja de oro de la AIP, Frankie y Annette encabezarían la mayor parte de la docena de títulos que la productora consagraría a este género y pese a las eventuales sustituciones de alguna de las dos estrellas de la mano de Mickey Rooney, Tommy Kirk o Deborah Walley. El tándem encarnaría el prototipo de romance ligero aderezado de canciones y sexualidad sugerida pero siempre limitada. Aquella playa dibujaba tensiones entre el deseo y la responsabilidad, chicos reticentes al matrimonio que cambian de opinión en cuanto ven peligrar sus chicas, diversión en última instancia acotada por los deberes de la madurez. En el curso de su rápida explotación en apenas un lustro, la fórmula rápidamente dejó a la vista sus limitaciones y se vio obligada a sucesivas modulaciones que trasladaban el escenario a un paisaje nevado, introducían fiestas de pijamas o a secundarios como un Vincent Price haciendo de científico loco o a Buster Keaton desempeñando el papel de jefe indio. ¿Y el surf? Las olas permanecieron al fondo como parte orgánica de esa juventud fugaz, pero apenas superarían la condición de mero elemento accesorio. Por más que ayudaran a propulsar su popularidad, aquellos filmes observaban el surf desde la distancia, a lo lejos de los cuerpos agitándose en primer plano bajo la mirada de una cámara excitada.

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Big Wednesday (John Milius, 1978)

Olas gigantes en la orilla norte

La North Shore de Oahu es una costa de resonancias míticas. Un balcón preferente en el que asomarse a montañas de agua que se elevan majestuosas, listas para disuadir cualquier ambición de imponerse a la naturaleza. En Riding Giants (Stacy Peralta, 2004), el relato alcanza una de sus secciones más emotivas cuando algunos de sus protagonistas recuerdan su peregrinaje en la segunda mitad de los 50 a la orilla norte de la isla hawaiana. Los rostros se reencuentran con una emoción gestada (y guardada para siempre) en un contexto de libertad sin condiciones. Por aquel entonces, la North Shore era un lugar apenas poblado, un paisaje casi salvaje solo habitado por cabañas de playa, campos de piñas y orillas vírgenes frente a un horizonte inagotable de olas. Durante algún tiempo, aquellos pioneros en busca de gigantes vivieron sin dinero, sin ocupaciones, sin necesidades. Exprimían las horas del día surfeando y alimentándose (vagamente) de lo que pescaban o cogían de los campos. Cuando no había olas, esperaban. Y cuando esperaban, se divertían deslizándose por barrizales o aprendiendo a lanzar fuego por la boca. En un momento dado, el testimonio de Matt Warshaw irrumpe para llamar la atención sobre la esencia de aquella vida nómada: un gesto naturalmente contracultural, nacido en los márgenes y con una vocación de ruptura respecto al modo de vida que se esperaba de ellos. Los surfistas no eran la gente guapa, los más populares del instituto o los futuros líderes del mañana. Eran tipos que no querían saber nada de otra cosa que no fuera subirse a una ola tras otra, rebeldes sin necesidad de protestar contra nada, Sal Paradise y Dean Moriarty sobre tablas de surf, manteniéndose de pie hasta que el cuerpo aguante. Lo que sucedió en aquella costa norte de Oahu durante los últimos 50 correspondía a un impulso de exploración, y no a un divertimento transitorio presto a ser explotado para las masas. No es extraño que los protagonistas de Riding Giants abominen de aquella imagen enquistada de la que Hollywood sacaría réditos. Ride the Wild Surf (Don Taylor y Phil Karlson, 1964) es el ejemplo al que aluden y que deja fácilmente al descubierto las vergüenzas de esa comercialización: jóvenes apuestos recitando los peligros de cazar olas gigantes, novias preocupadas en la playa, planos de surfistas sobre un mar calmado al que siguen primeros planos de rostros sorprendidos grabados en estudio y planos lejanos de figuras descendiendo las paredes de agua. La respuesta del documental de Peralta es hermosa por cuanto deja a la imaginación y a la fe en la voz de los testigos. En 1969, Greg Noll cabalgó la ola más grande jamás tomada por un surfista, pero nadie fotografió o filmó aquel instante. Queda, pues, el relato de los que estuvieron allí, que permanece en el terreno de lo mítico, en la intimidad de la primera persona, a miles de kilómetros del Malibú de Gidget y de las fiestas de Frankie y Annette.

The Endless Summer (Bruce Brown, 1966)

En busca de la ola perfecta

A principios de los 50, Bruce Brown comenzaba a flirtear con el surf. Destinado a Pearl Harbor durante su servicio militar, caminaba hasta la playa de Ala Moana en Honolulu para surfear. Al principio hacía fotos y se las mostraba a su madre para explicarle en qué consistía. Luego empezaría a registrar a otros surfistas con una Super 8. Brown no había ido a ninguna escuela de cine y se abriría paso a través de la intuición con su cámara, cuyo objetivo perseguía persistentemente las dinámicas de los cuerpos sobre las olas. En 1958 reunió 5000 dólares para comprarse una 16mm y filmar su primer documental, Slippery When Wet (1958). Con un libro bajo el brazo sobre cómo hacer películas, Brown se embarcó junto a otros cinco surfistas en un avión rumbo a Hawái. Allí, la primera incursión de Brown —por entonces solo tenía 20 años— se encuentra con las seductoras historias que contaban los protagonistas de Riding Giants: en la costa norte surfean durante días enteros, duermen en colchones del Ejército de Salvación, comen habichuelas en lata y juegan a las cartas. También en aquel debut irrumpía el personal estilo de Brown como cineasta, refrendado en el tono desenfadado de su voz relatadora, la fascinación por el surf refrendada en cada plano, una música serpenteante que refuerza el signo libre de las imágenes. Varios documentales después, el joven cineasta había repetido el viaje a Hawái para explorar las playas del archipiélago —en Barefoot Adventure (1960)— y había descendido junto a otro grupo de surfistas por los rincones inexplorados de la costa mexicana —en Surf Crazy (1959)—. En paralelo a las cintas de la AIP y de la creciente fiebre del surf, Brown juntaba proyecto tras proyecto el dinero suficiente para seguir capturando la esencia de aquella forma de vida más allá de las fronteras. El siguiente asalto sería a las remotas aguas de Sudáfrica. Mientras preparaba The Endless Summer (1966), su agente de viajes le hizo saber que dar la vuelta al mundo le costaría 50 dólares menos que el vuelo de Los Ángeles a Ciudad del Cabo. En ese punto, la idea que impulsó la surf movie más importante jamás realizada se vio por completo transformada, y el verano sin fin anunciado por el título devendría la mejor expresión de ese sueño itinerante.

El equipo de The Endless Summer (Bruce Brown, 1966)

Michael Hynson y Robert August saltan desde las playas de Hawái a Senegal, Ghana, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y Tahití mientras la cámara de Brown sigue atenta sus aventuras como una extensión de su descarada jovialidad. Es hermoso recordar que el filme está rodado sin sonido, que tanto los comentarios del director como la música fueron añadidos a posteriori. Sus imágenes, curtidas en textura de 16 mm —convertidas después a 35 mm para su distribución mundial—, desfilan como materia onírica, colores saturados y pieles tostadas que se recortan sobre paisajes indómitos al fondo. Si Riding Giants y otros documentales sobre surf que apuestan por estructuras más convencionales hablaban desde la admiración, cada fotograma de The Endless Summer parece apelar al espectador partiendo de una cercanía íntima, más próxima a los diarios filmados de un Jonas Mekas o David Perlov. Volver a ella hoy despierta una suerte de estremecedora identificación con su euforia y felicidad sin cortapisas. La banda sonora de The Sandals mece esos sentimientos con guitarras sinuosas, relajadas, y la narración añadida por Brown se dirige a nosotros con una complicidad embelesadora, que pareciera fraguada tiempo atrás. Esta describe espontáneamente los distintos estilos de los surfistas en Malibú, dobla los diálogos de los personajes que van encontrando en su camino o deja caer bromas sobre la posibilidad de enfermar de malaria o ser atravesados por la lanza de algún salvaje. Brown elimina cualquier afán de trascendencia en el relato y se constituye como voz espiritual de este, orquestando siempre un ánimo libérrimo en el que la geografía queda diluida: las olas de la Costa Este de Australia se confunden con las de Nueva Zelanda, California o Hawái, y el cineasta salta de un spot a otro sin que la lógica cronológica acabe importando. En medio de ese texto escurridizo, lleno de orgánico entusiasmo, solo un momento parece destacarse sobre los demás. El encuentro con la ola perfecta en Cabo San Francis, Sudáfrica, invoca toda la excitación del descubrimiento, desde el descenso por las dunas que dan acceso a la remota playa a la navegación interminable a lo largo de una ola impecable. Pero incluso ahí, toda aura queda revocada por el tono desmitificador de las palabras de Brown, entregadas a reproducir el regocijo asociado a aquel instante quimérico.

Años después, William Finnegan llegaba a Sudáfrica persiguiendo su propio verano sin fin. Una vez allí y guiado por el mito que había establecido The Endless Summer, se dirigió a Cape Francis: «El pico que salía en la película resultó ser una criatura muy caprichosa, a veces ni siquiera surfeable, pero Jeffreys Bay era una ola buenísima». Si algo se desprende de Años salvajes es el íntimo vínculo que cada persona puede establecer con un recuerdo, esculpido en la memoria para no olvidar la necesidad de ese impulso contra el conformismo, el acomodamiento. La búsqueda de la ola perfecta quizá fuera un objetivo para los veinteañeros Mike, Robert y Bruce en su viaje alrededor del globo. Pero Finnegan, que no dudó en seguir sus pasos, habla ya desde la lejanía que interpone el tiempo para describir su personal relación con cada ola que se topó en su particular travesía, desestimando la idea de perfección y abogando por la intensidad de la experiencia. En ese nuevo espectro, el islote de Tavarua, lleno de serpientes venenosas y afilado coral, se convierte en el epicentro de la utopía exploradora, donde cabe tanto portentosas olas que se aparecen como una revelación religiosa como días de mera supervivencia en los que el mar no cede una sola posibilidad al sur. Cuando Finnegan y su amigo Bryan Di Salvatore conquistaron aquella diminuta ínsula, algunos locales todavía desconocían qué era el alargado objeto que portaban bajo el brazo. Años después, Tavarua se había convertido en un lugar explotado, una ola privatizada por la que surfistas de todo el mundo, arrastrados por su leyenda, pagarían por cabalgar al menos una vez.

Foto de William Finnegan (derecha) incluida en su novela Años salvajes

Contra el tiempo

Cuando ves correr la superficie marina bajo tus pies sabes que has vencido al tiempo. Has doblegado, por unos segundos, las fuerzas de la naturaleza. Es una sensación poderosa pero también frágil, cuyo equilibrio puede ser destruido en milésimas de segundo. La dominación de una ola es un acto que puede significarse en la entrega de los cuerpos a una emancipación absoluta, y por eso el cine realizado por surfistas como Bruce Brown o John Milius alberga una pasión a la que nunca pudieron aspirar las películas de Gidget o las de la AIP. También la destreza técnica que aquellas no se plantearon. En The Endless Summer vemos planos subjetivos en los que la cámara sustituye la mirada del surfista sobre la tabla. El objetivo se empapa de agua y se abre paso desde el interior de la ola. Es la transmisión más directa de esos segundos utópicos que el cine puede ofrecer, una constatación de la voluntad del autor por que el espectador ya no sea eso, uno mero espectador, sino partícipe de un instante irrepetible. Esas imágenes encuentran en Big Wednesday (John Milius, 1978) su equivalente en la ficción: planos detalle de los pies sobre la base misma de la tabla, primeros planos de los surfistas descendiendo la ola con vertiginosa velocidad hacia la cámara, y de nuevo planos subjetivos que miran al pie flirteando con el nose de la tabla.

Big Wednesday (John Milius, 1978)

En el primer tramo del filme, Milius apuesta por una inmersión total en el ejercicio, al tiempo que comienza a perfilar una narrativa a la deriva, construida con la misma anarquía en la que nadan sus personajes. El gran miércoles de Milius es, una vez más, un estado perenne de vida efervescente entre olas aptas para la presunción, fiestas desmadradas en las que canciones de Ray Charles sobrevuelan una monumental pelea, ligues de verano y locas escapadas a México. El primer tercio de Big Wednesday lo podrían haber escrito Greg Noll y los suyos en la salvaje North Shore de los 50. Y sin embargo, la película de John Milius cobija una amarga sombra que se va proyectando a medida los recorridos vitales de sus protagonistas se dispersan en las decepciones, Vietnam y la madurez forzosa. El tiempo, pese a ser derrotado tantas veces sobre la tabla, ejerce una erosión inexorable sobre ese empeño en prolongar ese estío tanto como sea posible. En algún momento de sus vidas, surfear juntos dejó de ser una rutina incuestionable para ser un motivo de celebración y, finalmente, una excusa para la nostalgia. Para cuando los tres amigos se encuentran —presumiblemente por última vez— para afrontar su gran miércoles, Milius dibuja un océano más amenazante que nunca. Tubos diabólicos, violentos revolcones subacuáticos y paredes insalvables de agua toman el encuadre y acaban hundiendo a Matt (Jan-Michael Vincent) como un muñeco de trapo antes de ser sacado a rastras por sus compañeros. En la playa, un surfista más joven hace el ademán de devolverle su tabla, perdida en el fatal wipeout, pero Matt la rechaza invitándole a quedársela y a utilizarla la próxima vez que haya olas grandes. El relevo generacional pone finalmente de manifiesto la finitud largamente denegada por los héroes, mientras el mito de Gerry López emerge en ese preciso momento sobre un enorme muro de agua. Los tres amigos lo observan con una agridulce sonrisa, aceptando su caducidad y satisfechos por el papel que desempeñaron: «¿Marcamos la pauta, no?». Se funden en un abrazo y Jack (William Katt) y Leroy (Gary Busey) se marchan, mientras Matt aguanta unos segundos su mirada sobre el mar antes de desaparecer detrás de las ruinas y dar paso al crepúsculo. Es el final que se escurre del salvaje vitalismo del surf, una consciencia de los límites que aparece dramáticamente en el camino del surfista. El Bodhi (Patrick Swayze) de Le llaman Bodhi (Point Break, Kathryn Bigelow, 1991) no puede vivir subyugado a una vida reglada, y se lanza en los brazos de la muerte encarnada en una gigante que probablemente no podrá dominar, pero que representa un fin que sí puede abrazar. Es en esa dualidad que el subgénero encuentra su punto y final. Una cascada de destellos, de arrebatados instantes que culminan en un éxtasis mortífero de agua y espuma, o bien en un sol que desciende en el horizonte.