Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve

Cuatro preguntas y cuatro hipótesis para pensar Blade Runner 2049

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La primera pregunta: ¿Desde dónde se mira una imagen?

La imagen se mira siempre desde uno mismo y desde su tiempo. Quizá la única crítica posible sobre Blade Runner 2049 —la única que pudiera correr más rápido que su propio recuerdo, que los visionados anteriores de la propia película de Scott— sería aquella imposible experiencia de un espectador virgen, un espectador al que se le permitiera quizá conocer los mitos y los dioses, pero no el texto inicial, ni ninguno de los interminables montajes del director que han ido surgiendo, año tras año, en la cartelera.

La primera hipótesis: Quizá, si escucháramos a este espectador virgen, quedaríamos defraudados.

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La segunda pregunta: ¿Qué significa “pensar una imagen”?

Desde hace unos años, el profesor Josep María Català lleva explorando la posibilidad de “pensar a través de las imágenes”, un paso previo ya esbozado por Deleuze que nos permitiría, por cierto, escapar de los tics de las comparaciones entre cine y lenguaje. Si tomamos la imagen en su pureza, quizá podemos rastrear una cierta idea, un cierto decir sobre el mundo que únicamente puede pensarse en términos de complejidad, de atmósfera, de indefinición. Las imágenes —Daney lo dejó escrito una y mil veces— son siempre plurisignificantes, y por lo tanto, responden de manera sensiblemente diferente a cada uno de los espectadores.

Blade Runner 2049, empecemos por aquí, me impresiona como ese ejercicio de “pensamiento en imágenes”. Tomemos como ejemplo la escena en la que la inteligencia artificial y un cuerpo femenino deben fusionarse en una única entidad para poder hacer el amor. La potencia de esos dos rostros que no terminan de unirse, de esos gestos apasionados que no terminan de encajar, es una formulación extraordinariamente precisa de la naturaleza ajena, inaprehensible, siempre distante, del deseo. Un segundo ejemplo: la manera en la que, durante el prólogo, se disponen los sonidos —el burbujeo de una cacerola, los pasos sobre la madera, cada uno de los golpes propinados— genera una sinfonía deliciosa, una cierta atmósfera propicia a la ensoñación que otorga un perfecto tono para el resto de la cinta. Un tercer ejemplo: la manera en la que la creadora de recuerdos construye, con cuidado y mimo, un cumpleaños nunca vivido en el que cada sombra, cada centelleo de la vela, cada distancia entre los cuerpos infantiles, parece superponer matices riquísimos, de extraordinaria complejidad. Son tres pensamientos, pero en Blade Runner 2049 hay muchos, muchos más.

La segunda hipótesis: Una suma de pensamientos extraordinarios, si no están hilados con coherencia, no tienen por qué desembocar en un discurso emocionante. Lo mismo puede decirse de las imágenes.

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La tercera pregunta: ¿Cómo escribe aquí Denis Villeneuve?

En ciertos foros, su cine ha sido desechado con un gesto de desdén al considerar, de un plumazo, que sus películas eran mercadotecnia barata y efectismo gratuito para epatar a las grandes masas que, a la contra, salían de su cine con una cierta sensación de haber optado a los placeres de la alta cultura. Más allá del clasismo implícito en esta afirmación, lo cierto es que Villeneuve (o su escritura) encarna un cierto gesto contemporáneo del cine que puede superponerse, con matices y muchas diferencias, a los textos que filman en paralelo Nolan, Aronofsky, Fincher y algún otro. Lo que molesta no es el gesto —el gesto hay que pensarlo, y para ello hay que analizar con calma las películas— sino la fascinación de las masas.

El problema de Blade Runner 2049 es que las masas ya venían fascinadas de casa, pero con un cuchillo bien afilado escondido tras la espalda. De ahí que las imágenes respondan a esa fascinación y, muchas veces, intenten sobrepasarla. El tour de force resulta insostenible por una razón muy sencilla: Los más de 150 minutos que dura la película. Cuando llegamos a la conclusión, en la que se pretende una depuración, una variación (no demasiado elaborada) sobre el final anterior de Scott (el agua, las lágrimas en la lluvia, por la nieve), estamos exhaustos de iluminaciones barrocas y composiciones extraordinarias. El gesto final, que podría conmover por su aparente sencillez, queda opacado por el propio peso con el que están compuestos todos los planos anteriores de la película.

Si sobreponemos —quizá no sea muy descabellado— el final de Blade Runner 2049 contra el chispazo abrasivo que cerraba Enemy (2013) o contra ese aullido brutal que nos arrasaba en Incendies (2010), quizá estamos algo más cerca de ver lo que Villeneuve ha perdido en su escritura. Aquí el peso de la dirección de arte es opresiva, moviéndose en una línea tan deslumbrantemente bella que termina por cegar. Tomemos los interiores en esa especie de pirámide de oro y agua (casi) bendita en la que habita Wallace. O los exteriores monstruosos de Las Vegas, con esas terribles mujeres gigantescas congeladas en un gesto de placer desmesurado. Villeneuve sabe cómo encuadrar, sabe cómo componer y cómo mover la cámara para que el espacio nos deslumbre y nos aplaste contra la butaca. La experiencia cinematográfica se impone por la vía de lo sublime. Pero el momento irrepetible del descubrimiento —eso que ocurría con la araña de Enemy, por así decirlo—, aquí parece haberse perdido.

La tercera hipótesis: Lo sublime puede imponerse, y en las manos correctas, puede deslumbrar e incluso resultar inolvidable. La belleza no puede imponerse.

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La cuarta pregunta: ¿Es una buena película?

Es la pregunta más compleja, y por otro lado, la que quizá todo lector espera que una crítica responda. Sin embargo, sería más inteligente señalar que es una película compleja en el mejor sentido de la palabra. Lo es porque está compuesta de decenas de capas significantes —el perro que nunca sabremos si es o no real, la falsa resurrección de Rachel— que se despliegan de manera ordenada en un ejercicio de zapping. Lo es también porque sus imágenes están minuciosamente construidas, fabricadas con la sólida, narcisista y apabullante voluntad de permanecer en nuestra memoria a toda costa —habrá quien considere esto un rasgo negativo, pero yo no lo haré—. Es una película compleja porque ofrece muchos pensamientos envueltos en muchas imágenes.

Su problema es, precisamente, que la hilazón no forma trama, es decir, que si nos alejamos del punto de vista microanalítico e intentamos contemplar el fresco, el tapiz total de lo que se piensa en Blade Runner 2049 veremos que no podemos llegar muy lejos. La película original de Scott era una lección tozuda de filosofía que se dirigía en una única dirección a esbozar dos o tres preguntas a medio camino entre Descartes y una naciente Filosofía de la Mente. Su potencia residía en la manera en la que generaba un arquitrabe conceptual —especialmente en su última y célebre secuencia— entre mito, ciencia y teoría del conocimiento. Era una película controlada en sus conceptos.

Su secuela quiere pensar por encima de la filosofía, acudiendo directamente a la fuerza del plano visual, pero se queda en el truco de magia hipnotista. Al final, el relato no deja de ser una cuestión identitaria con tintes familiares más bien intrascendente. La hipotética revolución ocurre fuera de plano. Volviendo a Deleuze —ahora con Guattari—, no es sino una película sobre lo de siempre: “el sucio secretito de familia”.

Repitamos, pues, la cuarta pregunta: ¿Es una buena película?

Frente a la crítica mayoritaria que está celebrando una suerte de epifanía poco menos que teológica al hilo de sus imágenes, me permitirán que yo adopte una postura mucho más humilde y les pida, por el contrario, paciencia y tiempo para juzgar bien lo que en la película se piensa y cómo se piensa. Necesitamos distancia, necesitamos imponer una cierta disciplina crítica sobre ella, necesitamos volver a verla cuando esté ya pasada de moda y nadie se sienta éticamente obligado a dar su opinión.

Ahí va la cuarta hipótesis: puede entonces que nuestro propio juicio decepcione a la película, pero sea, entonces, un juicio justo.