A Ghost Story, de David Lowery

A Ghost Story (íd., David Lowery, 2017) propone una intimista exploración del duelo ante la pérdida y del tiempo como fuerza arrolladora. Rodada en un formato cuadrado que permite unas preciosas composiciones simétricas —un 1:1 que recuerda a una versión desaturada de Mommy (íd., Xavier Dolan, 2014)—, la película cuenta la historia de un músico frustrado (Casey Affleck) que vive con su pareja (Rooney Mara) y que, al morir, se convierte en fantasma y observa el mundo que ha dejado atrás. La premisa, que parece una revisión indie de Ghost, más allá del amor (Ghost, Jerry Zucker, 1990) sin crímenes que resolver ni Whoopi Goldberg, adquiere pronto tintes trascendentales a través de unos elipsis agigantados que nos hacen presenciar el incansable y solitario paso del tiempo que tiene que sufrir Affleck, preso del lugar exacto donde murió. El director quiere expresar así la calamidad de ser inmortal en un universo que está naciendo y muriendo sin parar; una intención ambiciosa que se queda corta y no termina de desarrollar ideas que a priori parecen muy interesantes, como la alienación del fantasma ante los cambios en una tierra que ya no siente como propia, el cuestionamiento de la idea de “progreso” humano o el concepto del tiempo como una fuerza circular y eterna. La película pide a gritos media hora más de exploración del mundo más allá de nuestro propio tiempo; más de esa soledad que siente Affleck cuando todo lo que conocía desaparece, muere y renace como un monstruo. David Lowery alcanza la perfección en las escenas con el personaje de Rooney Mara en el centro, precisamente porque el director no pretende ser grandilocuente y se aproxima al tema del duelo con sencillez. El mejor ejemplo de ello es el largo plano secuencia en el que Mara se come una tarta, tratando de obligarse a una normalidad que no existe; una escena rodada con una emoción escalofriante y uno de los momentos más memorables del film.

En su ensayo existencialista, Lowery recuerda a los vampiros de Jim Jarmusch en Solo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), que vivían sin vivir con la vista anclada en un pasado idealizado, y, por supuesto, al Terrence Malick de El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011). A Ghost Story se parece a El árbol de la vida en cuanto a que es una historia que sobrepasa la propia trama de los personajes. Ambas tienen en el centro historias sencillas —Malick quiso contar la vida de una familia del Medio Oeste yanqui que pierde a su hijo y Lowery, la de una pareja que afronta la pérdida del otro—, pero El árbol de la vida exploraba todo lo que ocurría hasta llegar a ese punto, empezando por la misma creación del universo y terminando con una pincelada del más allá. A Ghost Story lo hace a la inversa; se centra sobre todo en lo que hay después de la vida de sus personajes, aunque añadiendo un par de ideas de lo que hubo antes. El árbol de la vida era muy espiritual; A Ghost Story, radicalmente terrenal, pues el personaje de Affleck está anclado en la tierra, viviendo como un espíritu en el mismo lugar donde murió. A diferencia de la obra de Malick, grandiosa y positiva, Lowery adopta un tono derrotista, pues su protagonista es un alma en pena que ha muerto dejando cuentas pendientes.

La sábana que cubre el fantasma de Affleck es la representación de este derrotismo. La visión espectral que propone Lowery es la de alguien avergonzado por todo lo que no hizo en vida, que se niega a ver su propia imagen en un espejo y cuya conexión con el exterior son solo dos orificios en el lugar donde deberían estar los ojos. La sábana apela también a la idea más inocente que el espectador guarda de la mitología fantasmal, lejos de encuentros más tenebrosos —El grito (The Grudge, Takashi Shimizu, 2004)—, ambiguos —Los otros (The Others, Alejandro Amenabar, 2001)—, románticos —Ghost, más allá del amor— o cómicos —Bitelchús (Bettlejuice, Tim Burton, 1988)—. Lowery rechaza esta memoria cinéfila y plantea que un fantasma no es nada de eso: es lo que creíamos que era cuando éramos niños. Jugando con esa percepción infantil —y algo ridícula— del ectoplasma y contrastándola con el tono serio y los temas profundos de la película, Lowery nos desafía y nos pide que conectemos con su personaje a pesar de todo, que nos sintamos identificados con sus obsesiones y sus miedos. El resultado es un éxito: el ser que hemos visto hasta la saciedad en cuentos e ilustraciones es aquí un personaje complejo, atormentado, con una motivación que no nos resulta lejana —saber de esa persona importante que ya no está—. El público verá en el fantasma a un ser cotidiano, plástico, palpable, terrícola, en constante contacto con el mundo y, sí, algo patético, y conectará con su pena; una apuesta arriesgada que no todos aceptarán, sin embargo, entre otras cosas porque propone que nos embarquemos en un viaje con un personaje sin rostro.