Orgullosa con motivos
Desbordante en la relativamente breve existencia de cada edición, L’Alternativa ofreció de nuevo secciones a competición de largos (en la que nos centraremos) y cortos, retrospectivas de Eric Pauwels y Michael Glawogger, talleres con Deborah Stratman y numerosas secciones paralelas, con talleres y debates (de los que destacaría el centrado en la postverdad en el audiovisual y en la que participaran J.M. Català, Elias Siminiani y Macarena Recuerda).
Dos grandes ejes se definían en los largometrajes de la sección oficial, los desplazamientos migratorios y la familia. Dejaremos para su estreno los comentarios sobre las películas premiadas, A fábrica de nada (Pedro Pinho, 2017) y El mar nos mira de lejos (Manuel Muñoz Rivas, 2017), Premio del Jurado y Premio de la Crítica respectivamente, y también el de Zama (Lucrecia Martel).
El mar
El mar nos mira, nos distancia más que nos une (desafortunadamente) y, en consecuencia, nos interroga. El mar, directa o indirectamente, estuvo presente en varias de las obras de la Sección Oficial del Festival. El mar que cruzan, arriesgando una vez más sus vidas, decenas de miles de emigrantes, desde Asia a Europa. Los mares de arena en los que naufragan los habitantes del Sur en su camino hacia otro supuesto paraíso. El mar frente a Beirut que recuerda a los emigrantes la imposibilidad de su retorno a Siria. El mar infinito de menosprecio e incomprensión que aleja a Zama de su hogar y que tiene su origen en Doñana, dónde mira a los habitantes de las dunas.
Stranger in Paradise (Guido Hendrikx, 2016) arranca con un prólogo no exento de ironía que revisa la historia mundial de modo tan acelerado como certero, evidenciando cómo las guerras son el eje de la misma y también las causantes de las grandes migraciones. Su primera parte puede dejar anonadado al público, chocado por un discurso dirigido a un grupo de emigrantes recién llegados del otro lado del Mediterráneo, a los que se recibe con tanta frialdad, como información desagradable. El ponente les saluda a todos de modo cortés pero distante. A continuación, repasa los hechos y los datos: el número de emigrantes que llegan, el coste anual individual y grupal, el limitado porcentaje que encontrarán algún trabajo, el conflicto religioso y moral y sugiere incluso que mejor deberían buscar una vida mejor en su propio país, desarrollando la economía y echando a gobiernos corruptos … El segundo bloque presenta los datos de otro modo, aunque el lugar y el ponente es el mismo, amable y bien predispuesto en esta ocasión. Rechaza los discursos de derechas y xenófobos, admite la relevancia de la colonización sobre la inmigración actual y los abusos continuos de una Europa vieja y viciada sobre unas áreas explotadas, reivindica la abolición de las fronteras y la solidaridad y se despide haciéndose una fotografía con el grupo de inmigrantes. El tercer bloque revela con tanto cinismo como lucidez la realidad. En esta ocasión el mismo tutor dirige diversas preguntas legales o administrativas a los recién llegados. Con ellas, basándose en la normativa holandesa o europea, filtra el grupo y remite a la mayor parte al punto de llegada a Europa o a sus países de origen. A continuación, realiza una entrevista a los pocos “supervivientes” que resultará con la aceptación de sólo tres de ellos por un periodo limitado. El Paraíso deseado, simplemente, no existe. Y, más que castigar a los emigrantes, la película significa un bofetón para los espectadores, para hacer caer las máscaras de buena voluntad e ignorancia tras las que nos ocultamos. La realidad es, pura y llanamente, ésta. Stranger in Paradise es un implacable dispositivo que tal vez peca por ser extremadamente mecánico y estéticamente limitado, pero funciona impecablemente para conseguir su objetivo.
Beirut da las espaldas a Siria y mira a su corniche, al mar, a un horizonte bello, en su placidez o en la agitación de las noches de tormenta. Taste of Cement (Ziad Kalthoun, 2017) y su propio protagonista miran un mar para huir del presente y del pasado, de una tragedia que se extiende desde otro tiempo y otro lugar hacia aquí y ahora. Kalthoun nos sitúa inicialmente en la cotidianeidad de la obra, en la construcción de un rascacielos en la periferia de un Beirut que va creciendo a lo largo de la costa, recogiendo cada vez más a los refugiados, antes de Palestina, ahora de Siria, de Irak, de Afganistán… A muchos metros de altura el trabajo debe ser mecánico. No puede haber emociones en una situación de alto riesgo. Tal vez por ello, para situarnos, vemos los movimientos de las máquinas, la grúa, las olas de cemento que barren el suelo, la construcción de encofrados y los obreros, disciplinados, moviéndose arriba y abajo, colgándose sobre el vacío. Pero no estamos ante un equivalente de Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015). No tarda en introducirse el recuerdo de casa, un recuerdo que vuelve, doloroso, cada noche, cuando los trabajadores emigrantes se acuestan sobre el suelo de la obra, imposibilitados de buscar refugio en un país que emite un toque de queda específico para ellos. Y es, paradójicamente, en la oscuridad de la noche, en el dolor del recuerdo, cuando el mar se presenta como una memoria alegre, como el símbolo de una época feliz, como el punto de fuga de tanto horror. Kalthoun irá combinando recuerdos y presente, imágenes de familia y barrios devastados con el contexto del trabajo de emigrante. El sabor del cemento que traía el padre a casa, de regreso de trabajo en el extranjero, se desvaneció tras su muerte. Ahora, hogar y familia son imágenes que se diluyen y el sabor a cemento es la cotidianeidad heredada del trabajo en la obra de otro país. El mar, al frente, es, simultáneamente, objeto de deseo y recuerdo herido.
La familia joven
La adolescencia como paso a la juventud y, ésta, a la madurez… pero hay juventudes que deben madurar rápidamente. Es el caso de los protagonistas de Niñato (Adrián Orr, 2017) y Milla (Valérie Massadian, 2017). En el primer largometraje, espléndidamente conciso y evitando contextualizar, un joven padre, lleva una esforzada dinámica para levantarse de madrugada, preparar y llevar a sus tres hijos al colegio, repasar las asignaturas al acabar las clases y compatibilizarlo con una carrera en el hip hop. Adrián Orr evita explicarnos el porqué, el cómo se llega a esta situación o si la música basta para el día a día. Niñato comparte el piso con otros familiares y lleva a cabo un esfuerzo diario como muchos otros ciudadanos. En su caso, desde edad temprana. El trabajo de Adrian Orr, con muy escasos medios, impacta por ello mismo. Es la descripción de la periferia urbana con los recursos de la periferia urbana. Pobreza y dignidad.
Massadian toma una opción opuesta. Durante más de dos horas (una hora más que la obra de Orr) sigo los pasos de una pareja postadolescente, okupas en una casa abandonada, que parecen sentirse cómodos a la deriva, recuperando muebles o comida en las aceras y subsistiendo bajo mínimos. El problema de Milla radica en la distancia con que Massadian contempla sus personajes. Un exceso de frialdad que parece contagiar la relación en la que la joven ríe mucho pero no recibe casi contacto físico de su pareja. Es en la segunda mitad de la película, cuándo ella se queda sola y embarazada, cuando la obra levanta el vuelo. El esfuerzo de Milla por cambiar de vida, por salir adelante, por buscar un futuro que antes no preocupaba, son retratados por la directora con la misma distancia, pero con mayor calidez. Las elipsis son presentes en toda la cinta; pero aportan mayor riqueza a través de los cambios emocionales que vamos viendo en Milla. De nuevo, la dignidad en los ámbitos más desfavorecidos.