Seminci 2017

62 Seminci

Por Toni Junyent y Ricardo Jimeno

Estuvimos en la Seminci y fueron bien pocas las películas finalmente galardonadas que acertamos a ver. Caminamos, del Calderón al Zorrilla o al Cervantes, y de cualquiera de estos al Broadway, a la caza de emociones cinematográficas mientras avanzábamos por las calles o nos perdíamos por Campo Grande, un remanso de paz donde los patos nunca dejan de llevar su vida sosegada, maravillosamente ajenos tanto a nuestras idas y venidas como a la inexorable finitud del mundo. Tener un cuerpo y verse obligado a llevarlo aquí y allá, por estos yermos, se acerca bastante a la definición de incordio; eso más o menos pensaba el ilustrador y escritor —entre otras cosas— Roland Topor, de quien podía verse una exposición de ilustraciones en la ciudad castellana, una muestra que el Festival acompañaba con la proyección de la célebre película de animación El planeta salvaje (La planete sauvage, René Laloux, 1973), cuyo guion y diseños son obra del artista francés.

Una sección oficial algo monótona, poco inclinada al riesgo o a las apuestas más allá de poder listar los nombres de unos cuantos cineastas de prestigio, no nos impidió asomarnos al resto de secciones del Festival que, además de darle cancha al documental y ofrecer varios ciclos, tiene en Punto de Encuentro un aparador mucho más estimulante de primeras y segundas películas. Este año se quería reivindicar la presencia femenina en la industria y lo cierto es que, además de programar el ciclo Supernovas y editar un libro sobre las mujeres en el cine español reciente, abundaban las películas dirigidas por mujeres en todas las secciones del certamen. Algo que, en todo caso, no debería ser noticia sino lo habitual.

Otra cosa que nos gusta de la Seminci es el respeto y la atención que se le presta a los cortometrajistas, a los que en todos los pases se ofrece la oportunidad de presentar y discutir sus propuestas con el público. Acompañando a varias de las películas de las que hablaremos a continuación, vimos piezas tan interesantes como la celebración animada del deseo entre mujeres de J’aime les filles (Diane Obomsawin, 2016), el negrísimo chiste teñido de denuncia social que propone Kaveh Mazaheri en Retouch (2017) o un documento familiar desternillante como Retour à Genoa City (2017), en el que el cineasta francés Benoit Grimalt pretende que sus abuelos le pongan al día acerca de las enrevesadas tramas de la telenovela que llevan viendo desde 1989. Lo que nosotros trataremos de hacer ahora será poneros al día sobre las películas que pudimos ver.

El planeta salvaje (La planete sauvage, René Laloux, 1973)

Adiós entusiasmo (Vladimir Durán, 2017) / Punto de Encuentro

Sobre la opera prima del colombiano Vladimir Durán hay que decir, de entrada, que es sumamente arriesgada, de cara a una posible exhibición comercial del filme, la apuesta por rodar con lentes anamórficas y utilizar un formato de pantalla de 3:55:1 —una relación de aspecto considerablemente más ancha y estrecha que la empleada por Quentin Tarantino en Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), por ejemplo—. Las imágenes de la película ocupaban un tercio de la pantalla del Teatro Zorrilla, así que lo que vimos fue una película encapsulada como, por otra parte, están encapsulados los personajes de la misma en un malsano ecosistema doméstico que remite bastante al planteado por Yorgos Lanthimos en Canino (Kynodontas, 2009). Adiós entusiasmo, más que una película, es un dispositivo: partiendo de la premisa de una madre encerrada en una habitación, por razones que ignoramos, explora las interacciones y los desbordamientos emocionales que podrían darse entre las personas que orbitan alrededor de esa madre de la que solo oímos la voz. Entre esas personas, además de sus parientes, está Bruno, el invasivo pretendiente de una de las hijas, personaje interpretado por el mismo Vladimir Durán y que vendría a representar un poco el punto de vista del espectador: quiere mirar, quiere saber, pero en esa casa todo el mundo le mantiene en la inopia, excepto cuando le necesitan para algún trabajo manual. Decía el director en la charla posterior a la proyección del filme que le obsesiona la idea voyeurística de verse a través de una pantalla, y de ahí la abundancia de espejos con la que obliga a convivir a sus actores o esas cintas de vídeo que añaden capas de confusión, retazos de un pasado posible o soñado, a este singular cuento de terror hablado o cantado en varios idiomas, capacidad que se dice que adquieren los que son poseídos por el Diablo.

Taste of Cement (Ziad Kalthoum, 2017) / Tiempo de Historia

Tiene más de poesía que de narrativa este documental que examina con ojo de águila, un águila sin miedo a descender al subsuelo o mirar de frente a la destrucción, la vida de los obreros sirios que construyen un edificio en Beirut. Misma ciudad, por cierto, que protagoniza Panoptic (2017) de Rana Eid, filme que también comentaremos en esta crónica. El único asidero oral que nos ofrece el director Ziad Kalthoum, que dedica The Taste of Cement a todos los obreros en el exilio, es la narración intermitente de un hombre sirio que recuerda a su padre y el aroma del cemento adherido a su piel cada vez que regresaba a casa de trabajar en alguna obra. Un hogar y un país, Siria, hoy reducido a escombros. Veremos a los obreros entrar y salir del interior de la tierra, donde viven más como herramientas que como hombres, y veremos sus rostros entre rejas y hormigón, motivos visuales predominantes de una película que conmueve y estremece, sobre todo en momentos como cuando monta en paralelo escenas de la construcción del edificio con otras en las que un tanque dispara contra lo que una vez quizá fueron casas. Hacia el final hay otra yuxtaposición, muy cruda, en la que de golpe participamos en la búsqueda de cuerpos humanos (y animales) entre unas ruinas. Yo acabé teniendo la sensación de que, aun ofreciéndonos una experiencia audiovisual poderosa, la película funciona por acumulación antes que por enhebrar y contextualizar mínimamente su discurso. Te deja un poco como sepultado en hormigón y escombros; como esos obreros, como esas personas, en realidad.

Taste of Cement (Ziad Kalthoum, 2017)

Mes nuits feront écho (Sophie Goyette, 2016) / Supernovas

Hay una escena, en el tercer acto del debut de la canadiense Sophie Goyette, en el que un padre y un hijo, alojados en sendas camas de habitación de hotel, negocian la intensidad de la luz de una lamparilla que va a permitirles conciliar el sueño. Mes nuits feront echo está hecha de gestos pequeños como este y también de tomas largas en las que los personajes se expresan, ofreciéndole al otro sus heridas y temores. No en vano, esta es una película sobre la relación de una serie de personas con esas heridas, esos temores y esos anhelos, y sobre lo que tiene todo eso de mero sueño. En varios momentos de la película se hacen referencias explícitas a esa condición fugaz, inasible del existir. A si podríamos estar soñándolo todo. Al cielo y al mar que se confunden en unas fotografías que un hijo cree que podrían interesarle a su padre. El filme de Goyette, hermoso y delicado, habla de cosas sobre las que es difícil hablar y busca fluir, deslizarse en esa estructura episódica que nos lleva de la mano de tres personajes distintos a tres escenarios distintos. Su problema es que, hacia el final, termina haciendo hablar a los personajes más de lo que deberían, explicitando esas cosas sobre las que a veces es difícil hablar sin caer en lo cursi y que, por eso, es mejor sugerirlas, evocarlas.

Hay partido a las 3 (Clarisa Navas, 2017) / Punto de Encuentro

Los pormenores de la celebración de una pachanga, un torneo de fútbol femenino a mayor gloria (sic) de un político de tres al cuarto que espera arañar tres o cuatro votos en una barriada argentina, ocupan el metraje de Hay partido a las tres, debut en el largo de Clarisa Navas. Hay una escena que muestra de forma explícita la idiosincrasia del filme, y es aquella en la que un baile de desplazamientos, miradas y mensajes de teléfono móvil es narrado por una chica como si de una intrincada jugada de fútbol se tratara, imitando el estilo de los locutores histéricos de las tardes de los domingos. Porque esta es, en la superficie, una película sobre fútbol, pero también muestra como esa pertenencia a un espacio lúdico no mixto permite a esas chicas hacerse fuertes en sus códigos y sensibilidades; desear, por ejemplo, la atención de esas chicas sin exponerse al menosprecio constante de ese rumor de fondo machista que las aguarda fuera del terreno de juego. Es una película muy coral, embarullada, imprevista, que a veces ni siquiera parece tener una línea narrativa clara más allá de esa incertidumbre constante sobre si el partido se va a jugar o no. Termina, como empieza, al anochecer: nos despedimos de unas chicas que no tienen mucha idea de lo que va a ser de su vida pero que, de momento, y no es poco, seguirán dándole patadas a una pelota.

Sventasis (Andrius Blazevicius, 2016) / Punto de Encuentro

Hay películas que se tornan deriva por la manera en que evoluciona su narración, la extrañeza progresiva de sus formas. En otras, como es el caso de otra opera prima, la de Andrius Blazevicius, el devenir del mundo lanza a sus personajes hacia coordenadas inciertas. Sventasis narra sin estridencias la disrupción de la rutina laboral y matrimonial de un hombre al que la crisis económica de 2008 deja sin trabajo. Alienación: una de las primeras mañanas de su nueva vida, decide hacerse un huevo frito pero, mientras se fríe, se queda absorto mirando por la ventana. Piensa en otras cosas, en otros paisajes. El huevo se le quema. La cocina de su hogar, de hecho, será un escenario recurrente a lo largo de este proceso por el que un hombre descubre lo perdido que está cuando le usurpan el rol de marido proveedor. Y, de paso, nosotros nos perdemos gozosamente con él en la jungla del regreso forzado a la infancia: hasta le sale una especie de novia peluquera, con la que juega a ser otro. Entretanto, él y uno de sus amigos, que sigue viviendo con la madre, buscan a un chiflado que asegura en Youtube que ha visto a Jesucristo en un muro. Sventasis es una comedia tierna y triste, y aunque por el texto que le he dedicado pueda parece que o yo o el director de la obra miramos con cierta condescendencia a los personajes de la misma, os puedo asegurar que no es así en ninguno de los casos.

Sventasis (Andrius Blazevicius, 2016)

Under the Tree (Hafsteinn Gunnar Sigurdson, 2017) / Sección Oficial

Las dos películas islandesas que he visto en esta edición de la Seminci, que prestaba especial atención al cine producido en ese país, me han dado la impresión de que allí se tiene una visión cuanto menos cáustica de las relaciones humanas. En Under the Tree, Hafsteinn Gunnar Sigurdson establece un paralelismo entre la separación de una pareja y una trifulca entre dos matrimonios vecinos para venir a decirnos que todos podemos llegar a ser un poco (bastante) irritantes. Si acaso, la mujer que ha pillado a su marido viendo un vídeo porno en el que practica sexo con una pareja anterior a la que ambos conocen, es el personaje con el que más podemos empatizar. El resto es un intercambio de chanzas y agravios que quiere ser comedia negra pero sin renunciar a la gravedad, poniéndose algo bruta hacia el final y haciéndonos sospechar que la sucesión de golpes bajos a la que hemos asistido no tiene tanto por objeto sostener una dramaturgia y profundizar en unos personajes como lograr que nos riamos un poco de lo miserables que somos para nuestros adentros. Propósito loable, con el que sin embargo no conecté demasiado.

Mammal (Rebecca Daly, 2016) / Supernovas

Un ligero hilo de sangre se dibuja en la mejilla de un bebé que, abandonado en mitad de la calzada por una madre un tanto impulsiva, sufre el ataque de un gato rabioso. Más adelante, mediante un plano lo suficientemente cercano como para perturbarnos, descubriremos los moratones y las cicatrices que presenta la espalda de un muchacho al que le han pegado una paliza. Son dos escenas aisladas que, sin embargo, supuran una violencia latente que en ningún momento va a abandonarnos a lo largo del turbio retrato psicológico que Rebecca Daly, directora, y Rachel Griffiths, actriz, componen en Mammal. El catalizador principal de las tensiones de la película es el joven Joe (Barry Keoghan), al que Margaret (Rachel Griffiths) acoge en su casa tras encontrárselo malherido en la calle. Esta es una película sobre una mujer que una vez tomó una decisión difícil y a la que un acontecimiento desgraciado obligará a rendir cuentas con ella misma, y con un entorno social no demasiado piadoso con alguien que tuvo un hijo pero no quiso ser madre. Daly nos da a conocer a los personajes paulatinamente, al mismo tiempo que se conocen ellos, y aunque algunas ramificaciones de la trama son más interesantes que otras (me sobra el trasfondo conflictivo de Joe) Mammal se sostiene con nervio hasta ese último y breve plano que certifica que, aunque duela, la vida sigue.

Disappearance (Ali Asgari, 2017) / Punto de Encuentro

Aunque el contexto político y social no sea en absoluto equiparable, el primer plano secuencia del filme de Ali Asgari me hizo pensar en Hay partido a las tres, la película de Clarisa Navas. Como en aquella, hay un desplazamiento físico y una actuación ante una serie de personas, y luego hay algo que va por dentro, que se dice bajito o, directamente, no se dice. En el caso de Disappearance, lo que la joven pareja formada por Sarah y Hamed no se atreve a decirle a los médicos de los distintos hospitales que visitan es que han tenido relaciones sexuales por primera vez, sin que sus padres lo sepan, y ella está sufriendo una hemorragia. Tampoco en el filme de Navas había ni rastro de figuras paternas, evidenciando una especie de brecha, y aquí, en la escena más cruda de la película, conoceremos por boca de la joven protagonista la desorbitada cantidad de dinero que está dispuesta a pagar para mantener esa brecha, para evitar someterse al juicio de sus mayores en una sociedad nada tolerante para con las voluntades femeninas. La de Ali Asgari es una película de tesis muy bien dirigida, tanto en el sentido técnico como en lo certero de su denuncia, pero la concreción de su premisa termina por limitarla: su desenlace, que quizá en otras circunstancias me habría parecido enigmático o desesperanzador —a lo Antonioni, como apunta Miguel Martín en su estupendo texto sobre la película—, me dio la impresión de que su director no supo muy bien cómo cerrar esa narración. Como en Hay partido a las tres, en todo caso, Asgari deja a sus personajes a merced de la noche. Una noche que pronto empezará a declinar y se convertirá en un día más en el que hay cosas que no puede decirse.

Disappearance (Ali Asgari, 2017)

Country Wedding (Sveitabrudkaup, Valdis Óskarsdóttir, 2008) / Ciclo Islandia

Puede que, aunque esta película de Valdis Óskarsdóttir se rodara en 2008, su estilo rápido y directo nos remita fácilmente a alguna de esas comedias televisivas que, a lo largo de la última década, han popularizado un modelo que, con innumerables variantes, se basa en ubicar a un nutrido grupo de gente con problemas en un mismo espacio. En Country Wedding, ese espacio son dos autobuses que deben llevar a los integrantes de dos familias a una boda en una iglesia de tejado rojo en un lugar perdido en la campiña islandesa. Y lo que amenizará ese viaje, como ya podéis suponer, son las filias y fobias y caprichos y enemistades y todo el entramado de tiranteces existentes entre esas personas a las que les cuesta horrores soportarse y, sin embargo, se disponen a celebrar la unión de dos de ellas hasta que la muerte, o el divorcio, los separen. Temo que este comentario resulte en exceso descriptivo, más que valorativo, y es que en Country Wedding todo está ahí, frente a nosotros: cada actor cumple su función en el esquema relacional y lo divertido es verles insuflar nervio y vida a esos personajes, un proceso en el que debió haber mucha improvisación.

Panoptic (Rana Eid, 2017) / Tiempo de Historia

La película de Rana Eid comparte perplejidad e incertidumbre, y algunas imágenes —las de esos tanques sumergidos, como pesadillas que se resisten a evaporarse—, con The Taste of Cement de Ziad Kalthoum. Ambos filmes están estructurados, el de Eid más que el de Kalthoum, en base a una narración. La cineasta libanesa, que firma su primer largometraje tras años dedicándose a la edición de sonido, le habla a su padre en lo que es todo un manifiesto de resiliencia: Eid reside en Beirut, una ciudad que trata de vivir intensamente el presente e imaginar un futuro mientras el pasado sigue ahí, agazapado bajo tierra y en forma también de edificios cuya significación siniestra es tema tabú en el Líbano. Como respuesta a las contradicciones, plantar una cámara frente a esos lugares y registrar los sonidos y las voces que componen el paisaje de una ciudad que se resiste a dejar, una vez más, a merced de la noche.

As duas Irenes (Fabio Meira, 2017) / Punto de Encuentro

Una piedra lanzada por la joven Irene (Priscila Bittencourt), de trece años, deja un hueco estrellado en una de las ventanas de la casa donde reside la otra Irene (Isabela Torres). Y esa obertura, efectuada de una forma nada ortodoxa, iniciará una forma singular de contagio: la chica que ha lanzado la piedra contra la casa de una hermanastra de idéntico nombre, de una familia que su padre tiene en secreto, se mimetiza con esa otra Irene que podría haber sido ella. Que, de golpe, aunque esto siempre ocurre cuando somos nosotros los que miramos, parece que es más guapa y más lanzada y está más preparada para la vida, esa vida que, con trece años, uno empieza verdaderamente a atisbar. Con esta premisa se desarrolla este cuento fotografiado con luz natural que, como las mejores comedias de enredo, basculan alrededor del tema del doble o, lo que viene a ser lo mismo, la certeza de que somos quienes somos por pura casualidad. Su director, Fabio Meira, usa las elipsis con inteligencia y con un harto saludable ánimo fabulador.

Toni Junyent

Visages villages (Agnès Varda / JR, 2017) / Tiempo de Historia (Fuera de concurso)

Extraordinario documental-ensayo poético, absolutamente ligado a la personalidad de la veteranísima Agnès Varda, aunque colabore con el artista JR, y que posiblemente pueda considerarse su testamento fílmico. La premisa es una suerte de road movie en la que la cineasta y el fotógrafo y muralista recorren diversos pueblos de Francia filmando y fotografiando a sus habitantes y componiendo enormes murales pegados a diversas estructuras arquitectónicas. Esta excusa, sirve más bien para alumbrar un planteamiento poliédrico que actúa —un poco en línea con Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000) pero rebasándolo—, como un collage sobre la memoria, la vida y el propio cine, en el que Varda inserta fotografías y relatos pasados, al tiempo que va construyendo la amistad intergeneracional con el joven fotógrafo, relacionando su figura con la de Godard, en una especie de homenaje-ajuste de cuentas que flota sobre todo el film hasta la sorprendente situación del desenlace. La fragilidad de la anciana se da la mano con su vitalidad, al tiempo que el dinamismo artístico del joven rima con su melancolía. Varda se autorretrata al borde de la muerte (con casi noventa años) visitando la tumba de Cartier-Bresson, mirando al mar, o recorriendo en silla de ruedas a toda velocidad las salas de Louvre en una maravillosa referencia a Banda aparte (Band à part, Jean-Luc Godard, 1964). Los límites de la ficción y la realidad más emocional y profunda se conjugan en la visita final frustrada a la casa del propio Godard, que no recibe a los protagonistas. ¿Ficción verosímil o realidad registrada? No se sabe… Varda sigue navegando en los límites de la narrativa (en línea precisamente con planteamientos godardianos), pero no lo hace desde una posición cerebral y presuntuosa, sino desde la más profunda humanidad, reflexiva y cálida, buscando en la fisonomía de los rostros anónimos (de obreros del presente y del pasado) su propia memoria enrejada, abriendo de paso un sendero nuevo y fresco para los derroteros del cine de autor, mucho más verdadero y vanguardista que la mayor parte de las obras de jóvenes cineastas. De aspecto menor y pasajero, se trata sin embargo de una pieza memorable y magistral que perdura en la retina y en la memoria.

Visages villages (Agnès Varda / JR, 2017)

Le vénérable W. (Barbet Schroeder, 2017) / Tiempo de Historia (Fuera de concurso)

Regreso de Schroeder al documental de denuncia, con la misma estructura y planteamiento que en sus celebradas General Idi Amin Dada (Géneral Idi Amin Dada, 1974) y El abogado del terror (L’avocat de la terreur, 2007) y con los mismos resultados notables. En este caso, presenta de nuevo a un personaje monstruoso como protagonista —el líder budista birmano Wirathu— dejando que este se retrate a sí mismo a partir de una larga entrevista. El arranque del documental (con una sabia perspectiva aparentemente neutra que se vuelve terriblemente irónica, como en los films citados) muestra la labor teóricamente bondadosa y humanista de la congregación budista en el país, con imágenes que abundan en la idea de un sectarismo populista algo naif. Pero a medida que el documental avanza, se va conociendo el terrible planteamiento racista y genocida de los postulados de esta deriva budista, convencida y empeñada en el exterminio de la minoría musulmana del país, denominada rohingya. Schroeder, bajo una aparente atonía va construyendo pieza a pieza un engranaje explosivo que desenmascara paulatinamente los horrores y el peligro que encierra dicho personaje. A medida que el film avanza, la racionalidad se construye de lo particular a lo general, convirtiéndose el documental en una pieza aterradora que pone en guardia ante la facilidad de inflamar a las masas con tesis religiosas, populistas y nacionalistas. Una obra aparentemente menor pero contundente y casi magistral.

Como nossos pais (Laís Bodanzky, 2017) / Sección oficial

Curiosa y bastante interesante comedia dramática brasileña de tono burgués, dirigida por una mujer y co-escrita por ella misma y Luiz Bolognesi (su pareja), que se centra en los problemas familiares, sentimentales y personales de una mujer de clase media, Rosa, cercana a los cuarenta, casada, con dos hijas pequeñas y con una conflictiva relación con su madre. Rosa vive todas estas situaciones como punto de inflexión de un replanteamiento de su identidad y del sentido de su vida. El film se beneficia de un buen guion y de una mirada que equilibra perfectamente el tono entre comedia (con una autoirónica mirada feminista) y drama, sin cargar nunca las tintas. La dirección es tan eficaz como grisácea (con alguna excepción) dejando todo el peso los actores, sus miradas y los diálogos. Baste en ese sentido reseñar por ejemplo la escena de la discusión de la protagonista con su hija mayor y como la distancia de la cámara permite captar todos los matices, y por contraposición en off (la ausencia del padre) o por contraste, la mirada celosa de la hermana pequeña en el contraplano. El film, adulto y más complejo de lo que parece a simple vista, traza una radiografía de la sociedad de clase media de Sao Paolo, perfectamente exportable a cualquier parte del mundo capitalista y desarrollado. La asunción de las responsabilidades ante la independencia, la autonomía, la crisis de la institución matrimonial y en general de la pareja, las apariencias, todo se disecciona de modo crítico, pero también bastante agudo y entretenido.

The Party (Sally Potter, 2017) / Sección oficial

Film indie británico, en blanco y negro, pero cuyo carácter de título outsider resulta ser una apariencia, pues se trata de un rodaje de precisión (con planos con la iluminación forzada que denotan una cierta búsqueda expresionista según la acción se va desarrollando) para plasmar un perfecto estudio de personajes en un espacio cerrado, con unidad de tiempo y acción, con guion de relojero (casi propio de Mankiewicz, cruzado con Woody Allen) que comienza y acaba en el mismo punto. Una política laborista que va a ser nombrada responsable de sanidad de su partido, Janet (Kristin Scott-Thomas) da una fiesta para celebrarlo. Además de su marido (Timothy Spall), un profesor de universidad algo ido, acuden su mejor amiga, cínica y cotilla (Patricia Clarkson), su pareja, un anciano que practica enseñanzas budistas (Bruno Ganz), una pareja de lesbianas, una mayor profesora (Cherry Jones) y otra joven y embarazada (Emily Mortimer) y el novio de una amiga de la anfitriona (Cillian Murphy), ejecutivo agresivo cocainómano y portador de una pistola. El encuentro entre los personajes da lugar pronto a un enredo en espiral, cuando se desvela que el marido de Janet tiene una enfermedad terminal, pero que además está liado con la mujer del joven banquero. La autora plantea casi un whodunit sin crimen en que las conversaciones cruzadas componen una tragicomedia cruda muy divertida y ácida, que pone en evidencia las contradicciones ideológicas de la clase acomodada británica progresista, en cuanto a sus neurosis, costumbres y planteamientos (la deriva social de la sanidad, el feminismo, la religión). La película se beneficia de su excelente reparto, con todos los intérpretes en estado de gracia, y dentro de su concepción menor alcanza notables cotas de eficacia, incluso en su equilibrio entre lo grotesco y lo costumbrista.

The Party (Sally Potter, 2017)

La librería / The Bookshop (Isabel Coixet, 2017) / Sección oficial (inauguración)

Nueva incursión ya habitual de la cineasta española en el mundo anglosajón, que en esta ocasión se trata de la adaptación de una novela homónima de Penelope Fitzgerald sobre una encantadora librera (una excelente Emily Mortimer) que trata de abrir una tienda en un pueblecito costero inglés con la férrea oposición de una aristócrata local, venenosa y pérfida (Patricia Clarkson, repitiendo su rol habitual) y con el decidido apoyo de un anciano solitario, teóricamente viudo y aficionado a la literatura (un también brillantísimo Bill Nighy). Pese a las resistencias, la protagonista abre su librería y toma como ayudante a una niña de doce años del pueblo (Honor Kneafsey), para la que se convertirá en una referencia. Coixet realiza un film académico y personal, en línea con sus anteriores trabajos, pero superándolos lo que no implica que logre un film brillante, debido entre otras cosas a la blandura del material de partida y a su intrascendencia. Una primera parte reseñable, con momentos incluso memorables —como el encuentro en el té entre Emily Mortimer y un excelso Billy Nighy, tímido y nervioso pero impertérrito—, da paso a un último tercio melodramático e inverosímil (las intrigas de la antagonista para que el parlamento británico apruebe una ley de expropiación resulta como mínimo ridícula). Como siempre, Coixet parece moverse más cómoda en la ironía costumbrista, muy bien desarrollada a partir de la reacción de la comunidad conservadora y mojigata ante las novedades editoriales como Lolita de Nabokov, o la afición a Ray Bradbury del anciano coprotagonista. En este sentido, aún siendo superior, Coixet no logra despegar su film de constituir una versión más seria y menos edulcorada de Chocolat (íd., Lasse Hallström, 2000), cambiando los bombones por libros. Pero el principal error del film, es la indecisión entre los puntos de vista del relato, que permitan estructurar una narración más emocional y menos literaria. El film bascula entre la literalidad de la voz en off que narra en tercera persona, casi en forma de cuento de hadas la historia de la librera, y el punto de vista visual y narrativo de la protagonista, sin que haya una convergencia más que sobre el papel. En un momento del film, el personaje de Mortimer le regala a su aprendiz la novela Huracán en Jamaica —obra maestra de Richard Hughes, convertida en un excelente y mítico film de aventuras, Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) por Alexander Mackendrick—. La novela de Hughes narra la peculiar relación (cuasi romántica) entre un pirata y una niña, que se comporta casi como una adulta, y habla en definitiva de la utopía de la inocencia. Esa clave que parece casi anecdótica en el film, resultaría probablemente la base para un planteamiento narrativo que Coixet nunca llega a abordar en profundidad.

Jeune femme (Montparnasse Bienvenue) (Léonor Serraille, 2017) / Sección oficial

Drama depresivo francés con mirada femenina sobre una joven errática omnipresente en pantalla (Laetitia Bosch, ganadora del premio a la mejor actriz en Seminci), traumatizada por una ruptura, que vaga por París sin rumbo definido, tratando de encontrar un sentido a su vida: se emplea como canguro de una mujer de su edad acomodada, se hace amiga en el metro de una lesbiana, trabaja como dependienta de lencería en unos grandes almacenes y conoce a un hombre que trabaja allí como vigilante… La cineasta utiliza una estética realista y apresurada siguiendo a su protagonista por las zonas menos glamurosas de la capital francesa (de hecho casi es como un consciente antifilm parisino), pero con trazas ocasionales de melodrama colorista (la protagonista pelirroja porta siempre un abrigo rojo, e incluso un fotograma de Imitación a la vida (Imitation of Life, Douglas Sirk, 1959), llena la pantalla en un momento dado). El film es correcto, pero la falta de progresión y ritmo de los acontecimientos (todo pasa por los estados de ánimo de la protagonista, bastante irritante por cierto) lo convierten en un título vago y bastante errático, como el devenir de la protagonista, cualidad metafórica que se transforma realmente en hándicap, porque dado la saturación que termina provocando. Ópera prima de su autora, ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes.

Hikari (Naomi Kawase, 2017) / Sección oficial

Drama intimista y más bien abstracto en torno a una fina línea argumental que se desarrolla entre un fotógrafo que se está quedando ciego —Masatoshi Nagase, protagonista del anterior film de la autora, la injustamente celebrada aunque superior Una pastelería en Tokio (An, 2015)—, y una joven que se dedica a elaborar las audioguías para invidentes de los DVD (la bellísima Ayame Misaki). Ella realiza una serie de pruebas con varios discapacitados visuales, entre los que se encuentra el fotógrafo, progresivamente desesperado y airado por su degeneración visual. Entre ambos se producirá un acercamiento. Poco más cuenta el film, que se afana en plantear una hipersensibilidad (todos los personajes lloran mucho) a partir de la fragilidad de la protagonista que echa de menos a su padre fallecido (los planos en que ella acaricia los objetos de su cartera son muy bonitos) y la impotencia de él, que deberá lógicamente abandonar su profesión. Más allá de la reflexión poco desarrollada de la percepción cinematográfica por los invidentes, con la que la cineasta experimenta al comienzo del film sin que tampoco se adentre en ese espacio metafórico, la acción (por decir algo) avanza morosamente hacia un desenlace ambiguo pero más esperanzado, en el que los personajes se observan y escuchan en diversos momentos a la luz cálida del crepúsculo. Mención especial merece la extraordinaria fotografía de Arata Dodo, desaprovechada por una puesta en escena más bien imposible constituida por planos móviles de espaldas, cerradísimos planos entrecortados de rostros y ojos que parecen ser la alternativa estética a la quietud, en línea con Ozu, de algún momento perdido (y de la mayor parte de su film previo). Esa elección realista y rompedora en que una cámara que no se está quieta persigue a sus personajes esconde probablemente el vacío narrativo más absoluto, pese a la pretensión de intensidad emocional y sensibilidad de los varios puntos finales que se suceden (la protagonista y su madre con demencia en el bosque recordando a su padre; los invidentes llorando de emoción en el cine por la brillantez del audiocomentario, y el reencuentro ambiguo de los dos protagonistas). Además de todo, el film se hace muy pesado.

Hikari (Naomi Kawase, 2017)

Freiheit (Jan Speckenbach, 2017) / Sección oficial

Drama naturalista de estilos diversos, pero con predominancia de cámara en mano, sobre la huida de una madre de unos cuarenta años de su hogar, abandonando a su marido, un abogado, y a su hijos, una adolescente y un niño. El film desordena temporalmente los acontecimientos, mostrando en primer lugar el vagar de la mujer por Viena —con unas potentes imágenes en camera car desde un autobús que muestran simétricamente las calles y su reflejo en el cristal—, hasta llegar al final a mostrar el origen del malestar. El marido abatido, por su parte, sigue cuidando de sus hijos y defiende a un joven alemán de la agresión a un refugiado africano. Por su parte, la mujer, después de acostarse con un adolescente y hacer autostop, continúa su periplo introduciéndose en el submundo a través de una amiga, protagonista de un espectáculo erótico en Bratislava. El film, que se deja ver pero deja indiferente, avanza un tanto morosamente, y tanto las tramas principales como las subtramas (el problema racial, por ejemplo) son tópicas y carecen de fuerza. Los temas de la película son sabidos y se superponen: la rutina aplastante de la sociedad contemporánea, la insatisfacción femenina ante el peso del hogar, la integración social (tanto de los perdedores de la crisis, como se muestra brevemente a través de la familia del agresor, como de los refugiados), etc. La diferencia a favor del autor, dentro del tono de desasosiego y depresión social que predomina durante todo el relato, es que puntualmente ofrece alguna idea original (como la forma de plasmar los recuerdos, con proyecciones de imágenes sobre los personajes; a fin de cuentas el director es videoartista y creador de instalaciones) o por el plano que vale por todo el film: la protagonista vaga por la casa de una habitación a otra mientras suena una canción de Hollander, cantada por Marlene Dietrich que sirve para expresar sus sentimientos mejor que cualquiera de los múltiples planos de la protagonista frente al espejo que van incrustándose a lo largo del film.

Me Mzis Skivi Var Dedamicaze (Elene Naveriani, 2017) / Sección oficial

Extrañísimo film en blanco y negro, de apenas una hora de duración, filmado en Georgia por una cineasta de aquel país pero financiado con capital suizo. Una prostituta que acaba de salir de prisión vaga por las calles de Tiblisi con varias compañeras e inicia una relación solidaria con un joven negro emigrante. El escaso desarrollo dramático es vago y el film se queda en el planteamiento teórico de una relación entre desamparados en un entorno absolutamente hostil. Una de las bazas del film es precisamente la atmósfera recreada de una ciudad fantasmagórica y apocalíptica y al mismo tiempo hiperrealista, expresión de la soledad y la oscuridad. El film contiene un discurso explícito contra el asesinato de mujeres en el país, y culmina con una imagen absolutamente rompedora e inolvidable que vale por toda la película. Después de un recorrido musical y semidocumental por la ciudad, una grúa saca del río el cadáver de una mujer elevándolo hasta posarlo en la calle. Más allá de eso dramáticamente resulta un tanto insustancial, tópica y reiterativa, pese a su brevísima duración.

Ptaki spiewaja w Kigali (Joanna Kos-Krauze, 2017) / Sección oficial

Film polaco irritante e insoportable sobre una ornitóloga y una refugiada ruandesa de la etnia tutsi que huyen de África en 1994 durante el genocidio y recalan en Varsovia. El planteamiento (porque el desarrollo se sigue a duras penas) impone como tema principal la brutalidad humana (con el contexto político citado como fondo). La directora utiliza constantes metáforas a partir de duras imágenes sobre comportamiento de los animales, en concreto los buitres que estudia la protagonista, pero también los fósiles del laboratorio de uno de sus colaboradores; las hormigas devorando el cadáver de un caballo, los lagartos, etc. En paralelo se sitúan varias tramas íntimas: la relación entre las dos protagonistas, bastante agresiva, dado el hecho de que la europea era la compañera sentimental (o eso se intuye) del padre asesinado de la refugiada; los problemas de esta última para quedarse en Polonia, y el regreso en el último tercio del film para buscar el lugar donde están enterrados sus padres. En realidad todo da un poco igual, porque nada se entiende demasiado bien, dentro de una puesta en escena que potencia los espacios off y los silencios de un modo presuntamente trascendente, mientras las secuencias que no aportan nada se suceden y los vaivenes de cámara y montaje se desenvuelven sin la más mínima coherencia narrativa o de estilo (largos planos fijos vacíos se dan la mano con montajes bruscos). La emoción y la rabia contenida explotan en diversos momentos puntuales, pero también da igual. El tempo y el planteamiento narrativo de la cineasta es tan endeble que todo da igual por buenas que sean las intenciones de denuncia. El film aparece co-firmado, por Krzysztof Krauze, pareja artística de la directora fallecido en 2014, durante la preparación del film.

Ptaki spiewaja w Kigali (Joanna Kos-Krauze, 2017)

Human Flow (Ai Weiwei, 2017) / Sección oficial

Macrodocumental del célebre artista y activista chino Ai Weiwei (conocido sobre todo por la oposición al gobierno de su país que le valió el arresto y el exilio posterior) que se centra de forma global en el drama de los refugiados, y que recorre más de quince países durante casi dos horas y media. La estructura del documental resulta bastante convencional al comparar diferentes casos abrumadores (desde la llegada de refugiados sirios a Grecia, pasando por la inmigración subsahariana a Italia, el problema de las fronteras turcas, Jordania, Tailandia, México, etc.) con una combinación de testimonios e imágenes de gran fuerza visual (como las grandes panorámicas de los campos de refugiados recogidas con drones) captadas con medios de lo más diverso (desde la steadicam al mencionado dron, pasando por las cámaras de un móvil). El propio Weiwei (al modo de Michael Moore) aparece entrevistando puntualmente a alguno de los testigos, en una decisión que desde su primera aparición pone de manifiesto un cierto egocentrismo (sale arropando a un refugiado recién desembarcado) e incluso la voluntad última de un trabajo sin duda bienintencionado en su discurso, pero con un planteamiento autoral de fondo un tanto pretencioso y arrogante. En este sentido, la megalomanía de cubrir tantos escenarios, el esteticismo de algunas imágenes provoca un cierto hartazgo repetitivo desde un punto de vista narrativo, que lejos de potenciar la denuncia termina por hacer al espectador indiferente. El creador parece más interesado en lograr su reto artístico y una épica del horror, que en trazar una mirada humana que está más bien ausente, aunque a veces se fuerce. Una única secuencia magistral (la filmada en Mosul, en medio de incendios y bombardeos con una estética apabullante) no puede valer por un film tan largo, bastante pesado en ocasiones en que uno desconecta. En el fondo, la operación indiscutible en su contenido como revelación de un desastre humanitario sin paliativos (quizá suficiente justificación cinematográfica) parece esconder una operación creativa un tanto grandilocuente.

Ta acorda ba tu el Filipinas (Sally Gutiérrez Dewar, 2007) / Tiempo de Historia

Documental de bajo presupuesto, realizado a partir de una beca artística. A partir de un viaje a Filipinas, la directora en compañía de la operadora y directora de fotografía Raquel Fernández, va recogiendo las huellas españolas que perviven en una población profundamente mestiza, fruto de su historia como colonia española y americana, e incluso de la ocupación japonesa. El documental no tiene una estructura definida y sigue una línea intensiva, introduciendo ocasionalmente bellas imágenes (como las vistas desde el río de la ciudad, o los créditos finales, con la filmación de un tejedor callejero) combinadas con testimonios, rodados siempre como conversaciones, entre personajes (sobre todo ancianos) con raíces españolas que desgranan algunos de sus recuerdos o cooperantes que plantean de forma irregular la situación social del país. El viaje continúa desde Manila hasta Mindanao y la costa del sur, analizándose incluso los motivos económicos de ciertos asentamientos de población, o la pervivencia de comunidades que hablan un sucedáneo del español, llamado chavacano (momento que ofrece una bella imagen en movimiento de rostros de adolescentes que se enfocan y desenfocan). El film ofrece e imágenes de notable belleza (como la dignidad del anciano que sale abrochándose su camisa en plano detalle, o el baile final de dos niños que parecen moverse a cámara lenta), en un relato muy válido sobre la memoria particular, elevada por la contextualización social y política a memoria histórica (olvidada) de una cultura constituida entre otros muchas influencias por la herencia española.