Sitges 2017. Coda

Una experiencia vital

Nuestro colaborador Víctor de la Torre ha tomado un aperitivo del festival de Sitges. La ocasión del cincuentenario lo merecía. Nos trae algunas películas a retener, otras a olvidar y cierta decepción con la dirección que lleva el Festival en lo que se refiere a su identidad fantástica, Aquí tenéis una crónica de unos días de dolce far niente.

Una panorámica a ras de suelo

Regresar a Sitges transcurridos 4 años desde la última visita supone, inevitablemente, ajustar cuentas con el pasado; pese a que uno intente, denodadamente, no sucumbir a la nostalgia. Pero ahí está, esperando implacable, dispuesta a abalanzarse sobre mi nada más poner un pie en la estación. Curiosamente, si bien mis circunstancias personales de entonces (pocos días antes de escapar de una vía muerta llamada presente, volando, sin billete de vuelta, a miles de kilómetros de distancia) han mutado en un confortable simulacro de estabilidad, el contexto político-social imperante es el que anda agitado. Pero ese molesto ruido de fondo quedo atrás, en Atocha; en Sants. Nada más bajar del tren la benéfica mezcla de luminosidad, brisa marina y proverbial amabilidad de sus gentes obra el milagro… es lo que tiene la saturación sensorial, que se impone a las banderas que tapan más de lo que muestran, a los antagonismos pueriles… ¡Qué bien sienta estar de nuevo por aquí!

En el Festival de Sitges —como comúnmente se le sigue denominando más allá de ditirámbicas denominaciones oficiales— la intensidad se apodera de cada instante, así que más vale estar preparado para subirse en marcha, máxime cuando una llega con el ecuador de la programación superado. Así las cosas, nada mejor para cogerle el pulso que salir a toda prisa del hotel y dar buena cuenta de una pizza con un puñado de sospechosos habituales, que llevan ya unos cuantos días viviéndolo a pie de sala… sus conclusiones coinciden, en gran medida, con la expectativa que uno traía de casa. Para ser la flamante edición 50 aniversario, ni la programación ni la organización ha estado a la altura de las circunstancias, reincidiendo en esta falta de mordiente programador para con el Fantastique devenida (lamentablemente) en habitual y agravada para la ocasión por la potencia de la efeméride. Y algo de verdad tiene que haber cuando la coincidencia en la valoración es máxima, más allá del cansancio acumulado o las filias y fobias de cada cual…

Pero como un servidor también tiene las suyas, nada mejor que estrenarme con una ración doble de cine japonés con pedigrí Cannes, evento fílmico devenido en inesperado caladero propiciador de noches gloriosas en pasadas ediciones. Tras apurar mi café, toca salir hacia el Auditori a paso ligero, como está mandado.

Before We Vanish

Si el futuro nos pone en la tesitura de una invasión alienígena, sería deseable que, en las antípodas de la apoteosis del estruendo modelo Independence Day (íd.; Roland Emmerich, 1996) esta se lleve a cabo tal como nos sugiere Kiyoshi Kurosawa en su espléndido nuevo trabajo; aunque a buen seguro la parte que nos toca remitiría más bien a Extraterrestre (2011), dadas las considerables diferencias culturales que nos separan del lejano Japón. Y es que en Before We Vanish (Sanpo suru shinryakusha, 2017) sus artífices optan, al igual que en la película de Nacho Vigalondo, por visualizar las consecuencias sobre el terreno de un desembarco a sotto voce, llevado a cabo por unas entidades extraterrestres que, al fusionarse con unos cuantos habitantes del planeta a conquistar, posibilitarán un contexto de descubrimiento mutuo, paradójico tanto para ellos mismos como para los atribulados humanos con que se ven obligados a interaccionar.

Tiene merito que presentando la narración un tono tendente a lo hilarante, la tensión ante lo que finalmente sucederá se mantenga estable durante todo el metraje, desbordándose en puntuales estallidos de violencia que nos devuelven a su condición de filme de impacto. En todo caso, lo que termina por imponerse —y se agiganta en el recuerdo— es una poderosa reflexión sobre la naturaleza humana servida por unos seres que, en su descubrimiento de las más variadas emociones, nos sirven de espejo de lo que somos, y no debemos dejar de ser. Sirva como ejemplo sumamente ilustrativo la dimensión lírica del climax final, generoso corolario de los hallazgos de Kurosawa y su equipo: en el marco de un luminoso apocalipsis más sugerido que mostrado, el foco se situará en una pareja a la que la “posesión” extraterrestre ha revitalizado afectivamente. Before We Vanish es uno de esos títulos que, por sí sólo, justifica sobradamente la asistencia a un festival.

Blade of the Immortal

Una edición de Sitges sin Takashi Miike es, si se me permite el chiste facilón, como una película de samuráis sin katanas. Rizando el rizo de las sinergías festival-autor, para la flamante edición 50 aniversario el cineasta japonés ha desembarcado con varios títulos repartidos entre las diversas secciones, pero sin duda el que ha generado más expectación —a lo que no es en absoluto ajeno su paso por la Sección Oficial del Festival de Cannes— es este agotador espectáculo, tan estimulante en su frenética sucesión de combates primorosamente filmados y coreografiados como a la postre rutinario, repetitivo. Da la impresión de que Blade of the Immortal (Mugen no jûnin, 2017) se limita a reproducir de manera un tanto temeraria la estructura del manga homónimo de Hiroaki Samura, dificultando enormemente el acceso del espectador al trasfondo profundo, telúrico, de esta epopeya de vengadores de ultratumba y clanes ancestralmente enfrentados. En todo caso, más allá de sus insuficiencias narrativas es de justicia reconocer la belleza paroxística, macerada en hemoglobina y miembros cercenados, que el firmante de 13 asesinos (13 Assassins, 2010) imprime al grueso de las batallas, con mención especial para el prodigioso prólogo, filmado en un exquisito blanco y negro que contribuye poderosamente a resaltar su dimensión mítica.

Our Devil

De unos años a esta parte las diversas cinematografías latinoamericanas se han convertido en un fértil muestrario de la faceta más renovadora del Fantástico, legando obras a cuya impronta revulsiva no es ajena la particular ideosincracia socio-cultural del territorio. De Brasil nos llega el primer trabajo de Samuel Galli, un prometedor debut que aúna estética de la crueldad, psicopatía y satanismo en un todo ciertamente estimulante, por más que, en un defecto proverbial de la opera prima, se abuse tanto de las cita (más o menos) explícita como del recurso al monologo/diálogo explicativo, haciendo gala de una notable desconfianza en la cualidad sustantiva de sus imágenes… lo que es comprensible pero a la postre redundante: si en algo destaca Our Devil (Mal Nosso, 2016) es en el calado de su discurso audiovisual.

El tempo cadencioso que Galli y su equipo imprimen a la narración permite recrear la mirada en el submundo nocturno en el que el filme se desarrolla; una densa oscuridad ambiental, en absoluto gratuita, que se irá emponzoñando de malignidad conforme el drama se desarrolle, y la historia derive hacia un remedo de cuento moral tan sobrado de truculencia como, empero, no exento de poesía: la que le insufla el amor de un padre por su hija (adoptiva), que trascenderá a la propia muerte. A destacar de un título que permite pronosticar un futuro exitoso en el ámbito del género para este cineasta brasileño la descomunal presencia de Ademir Esteves, cuyo rostro refleja con maestría las cicatrices psicológicas de una vida intervenida desde el más allá, así como la contundencia expositiva de sus secuencias más terroríficas, con especial mención para una posesión demoniaca de terrible, lacerante fisicidad.

Killing Ground

Otra opera prima que reincide a su vez en las constantes de una cinematografía que ha erigido, por meritos propios, una mirada canónica hacia el impacto que la naturaleza salvaje inflige en sus vástagos más descarriados, pero lamentablemente el largometraje del director australiano Damien Power no vas más allá del consabido recurso a la violencia nonsense contra una pareja de urbanitas que, se diría, merecen morir salvajemente por el mero hecho de serlo. Toda vez que el edénico paraje en que acontece Killing Ground (2016) no excede en ningún momento su condición de rutilante fondo de plano, desaprovechando el tenue halo sobrenatural que se apunta en un pasaje del relato sin llegar a concretarse, lo que queda es el retrato de asilvestrados lugareños de gatillo fácil, erigidos en desvaída metáfora de las consecuencias deshumanizadoras de vivir en contacto simbiótico con la Madre Tierra… por más que uno entienda que en un festival de las características de Sitges se demanden emociones fuertes por parte del respetable —para así poder responder estruendosamente a los excesos sanguinolentos— a un título a priori tan prometedor cabe exigirle mucho más.

Silent Voice

Pese a los prejuicios que, incomprensiblemente, aún subsisten hacia el anime, de Japón no han cesado de llegarnos en los últimos años obras que ponen de relieve la riqueza estética y conceptual de este formato, que se abre a todo tipo de temáticas, no necesariamente fantasiosas, a las que confiere una estimulante cualidad expresiva. Silent Voice (Koe no katachi; Naoko Yamada, 2016) no constituye a este respecto una excepción, pero la estilizada belleza de su apartado audiovisual no atenúa el impacto inherente a la dureza de la maldad infantil que se muestra, sin concesiones de ningún tipo, en su primera parte. Pocas veces he visto plasmada con tanta verosimilitud el daño que los niños pueden hacerse entre sí, pese a que sus rostros y aptitudes se nos muestren puros, inocentes, revestidos de sublimada bondad.

El ensañamiento al que somete Ishida a la pobre Shôko, de una crueldad por momentos insoportable, deviene necesario para que hagamos nuestro, en toda su crudeza, el desprecio que esté sentirá hacia sí mismo, convertido con el paso de los años en un adolescente taciturno, abrumado tanto por el peso de sus acciones como por el ostracismo al que le someten sus compañeros de instituto. El modélico abordaje de temas tan complejos como la restitución del daño causado o el encuentro íntimo de dos seres torturados que, ni se aceptan a sí mismos, ni son aceptados por la casta adolescente que condiciona su existencia, trasciende plenamente la mirada local; tan lírica como melodramática, bellísima de principio a fin, Silent Voice se abre generosamente a todo tipo de público.

Psychopaths

Haciendo memoria de pasadas ediciones, en la práctica totalidad he padecido algún simulacro de celuloide que ha forzado al máximo mis sufridas neuronas, llevándome a preguntarme si realmente estaba asistiendo a semejante despropósito. Este año el dudoso honor ha recaído en la infame Psychopaths (Mickey Keating, 2017) que, como su título indica de manera literal, va de psicópatas haciendo de las suyas bajo el influjo de la luna llena; pero de la manera más ridícula posible, sin ningún interés en trascender tal premisa a través de la provocación, del poder subversivo de la imagen (extrema). Más allá de las evidentes deudas contraídas con cineastas del pedigrí genérico de David Lynch o John Carpenter, entre otras diversas influencias/apropiaciones, poco queda aparte del desvarío narrativo y la generosa profusión de hemoglobina. La duda que deja este pastiche terminados sus agotadores 85 minutos, dado su evidente resultado autoparódico, es si realmente sus perpetradores se la toman en serio o es una comedia involuntaria. Ninguna de las dos posibilidades les deja en buen lugar.

Padecer estos visionados no deja de tener cierto sentido, máxime en un contexto tan poco propicio a la pausa, y reflexión consecuente, como es un festival de cine: otorgar un suelo sólido para valorar aún más los méritos de todo un Before We Vanish. Apelando a que, por motivos de índole diversa, mi acceso a la programación de este año se limita a los seis títulos reseñados, sería una temeridad por mi parte tratar de proyectar una visión pretendidamente aglutinadora, de conjunto, como la trazada meticulosamente por Antoni Peris i Grao en su aproximación a las diferentes temáticas abordadas en esta edición. Por ello, sin más ambición que hacerme eco de mi pequeña parcela —y las opiniones que he podido recabar de compañeros— me limito a constatar la (sospechada) sensación de déjà vu. Lejos de honrar una trayectoria ciertamente reivindicable, en la flamante edición 50 aniversario se ha vuelto a tomar, en demasiadas ocasiones, el Fantástico como excusa, y esto es un demérito que trasciende el concurso de un puñado de obras a retener por, entre otros motivos, su potencial revulsivo respecto a los esquemas del género. Se trata, en definitiva, de poner en cuestión la idea de festival que ha venido defendiendo la dirección actual; quizá sería interesante abrir un (potencialmente renovador) periodo de reflexión.

Pero más allá de disquisiciones críticas, Sitges ha vuelto a suponer una sacudida intensa, revitalizadora, vivida en esta ocasión más a ras de suelo que a pie de sala. El no tener que ir a la carrera del Retiro al Prado y del Prado al Retiro —casi como si estuviera en mi barrio— me ha dado la oportunidad de pasear observando cómo este evento transforma, de manera sutil pero evidente, calles y comercios; hasta qué punto la diversidad del paisanaje humano que hace cola, pacientemente, a las puertas de las salas de proyección deviene muestra indudable de la penetrancia social que, transcurridos 50 años, atesora en la actualidad. Por no hablar, faltaría más, de la bendita posibilidad de reencontrarse con buenos amigos y pararse a charlar de cine, y sus infinitas derivadas, comiendo plácidamente en la playa. Tal vez detener la mirada, pararse a observar alrededor, sea el mejor prolegómeno para ponderar el verdadero valor del estímulo audiovisual que se visionará posteriormente, separando el grano de la paja. Supongo que habrá quedado claro que, para un servidor, el Festival de Sitges ha sido inseparable de la experiencia Sitges.