La crisis como imposición ideológica y una improbable explicación de cómo combatirla mediante el cine
En las últimas décadas, una serie de cambios han modificado de manera drástica nuestras vidas, nuestras costumbres, nuestras leyes y nuestras rutinas. La imposición del neoliberalismo en la práctica totalidad de la sociedad occidental (bueno, tal vez en la mayor parte del planeta) ha influido irreversiblemente en nuestro comportamiento. Nuestros hábitos de producción y consumo no tienen ya nada que ver con los de nuestros abuelos y probablemente los que haya dentro de veinte años serán radicalmente distintos a los que hay ahora. Conceptos como «liberalización de la economía», «privatización de servicios», «tratados de libre comercio», «flexibilización laboral», «paraísos fiscales» o «apertura de fronteras para capitales y flujos financieros», se han convertido en palabras habituales en los noticiarios y, bajo su deliberada apariencia de expresiones con connotaciones positivas, han traído como consecuencia un desmesurado aumento de las desigualdades (económicas, sociales etc) que ha favorecido especialmente a aquellos que ostentan el poder. Como era de esperar, los efectos colaterales de dichas expresiones han tenido cabida en varias de las películas estrenadas en 2017 en salas españolas. Sin ánimo de ser exhaustiva (soy consciente de que, dadas las circunstancias, el tema da para mucho más que un artículo, probablemente incluso para un libro) hago en este texto un personal repaso a algunas de ellas.
1. Liberación y workaholismo (Toni Erdmann, Los casos de Victoria)
Películas como Toni Erdmann (Maren Ade, 2016) o Los casos de Victoria (Justine Triet, 2016) han mostrado los efectos que a nivel personal produce el ser víctimas de un sistema que antepone el beneficio económico a todo lo demás. La protagonistas de ambas películas sufren de un estrés crónico que sobrellevan como pueden, son conscientes de que la compatibilidad del trabajo con las obligaciones familiares es poco menos que una utopía y se ven obligadas a renunciar a una cierta calidad de vida con el fin de conservar su empleo y lograr ser una parte cada vez más «representativa» del engranaje económico, ascendiendo progresivamente en la escala social o, al menos, intentando mantenerse en ella. Ambas películas, dirigidas y protagonizadas por mujeres, adoptan la inofensiva apariencia de una comedia (caballos de Troya por excelencia en el mundo del cine) para poner el dedo en la llaga reseñando uno de los problemas endémicos de nuestra sociedad, el de la autoexplotación laboral, en concreto de las mujeres que desempeñan profesiones liberales en entornos de clase media-alta.
Mediante los personajes de Inés y Victoria, ambas directoras evidencian el doble filo de este supuesto y ansiado «empoderamiento» femenino. Ahora, la mujer no sólo se ha de hacer cargo de la familia sino que además ha de conseguir los mismos logros profesionales que cualquier hombre (aunque le cueste el doble acceder al mismo puesto de trabajo y cobre bastante menos). Y en caso de que decida renunciar a las llamadas «obligaciones familiares», deberá cargar con los remordimientos que la sociedad se encargará de imponerle sin piedad. Surge así el nuevo prototipo de mujer liberada: alguien que duerme 4 o 5 horas al día (como máximo), alguien que puede tener una casa impecable, cuidar de los niños, mantener un estilo de vida saludable y al mismo tiempo ser capaz de aguantar el tipo ante depredadores financieros, conservando la entereza en un entorno predominantemente masculino en el que resulta necesario aplicar una agresividad que es inherente al propio sistema. Ambas películas reivindican un espacio para la conciliación laboral, un nuevo modelo de trabajo más empático que no sea incompatible con la vida personal (responda esta a la situación que responda), un poco de humanidad en un entorno en el que la productividad siempre va primero.
2. Be productive, my friend (La fábrica de nada, La mano invisible)
A pesar de que numerosos estudios demuestran que un incremento desmesurado del poder adquisitivo y la capacidad de consumo no conllevan necesariamente un aumento de la «felicidad» (¿qué es acaso la felicidad? ¿hemos conseguido llegar a definirla alguna vez sin miedo a equivocarnos? ¿existe algo parecido a una fórmula para la felicidad, producción de endorfinas aparte?), seguimos obsesionados por estos dos conceptos irremediablemente unidos que, la mayoría de las veces, acaban por condenarnos a un destino trágico.
Un informe elaborado por Oxfam pone de manifiesto que, en 2017, ocho personas —hombres, concretamente— han acumulado más riqueza que la mitad más pobre de la población mundial (3.600 millones de personas), y sin duda, algunas de las medidas impuestas por las corrientes neoliberales han favorecido el aumento de esta brecha en los últimos años. El mayor problema reside, probablemente, en que la mayor parte de la población (esa que está claramente en desventaja respecto a una minoría que sí conserva todos los privilegios habidos y por haber) opina que no merece la pena un replanteamiento a fondo de las estructuras, sino que consideran como única opción amoldarse a las ya existentes y entrar a formar parte del juego del capitalismo, aun estando en clara desventaja.
Películas como la portuguesa La fábrica de nada (Pedro Pinho, 2017) o la española La mano invisible (David Macián, 2016) han reflexionado con acierto sobre las draconianas condiciones laborales que se están aplicando en los últimos años en diversos países camufladas bajo el eufemismo «flexibilización laboral». Mientras que Pedro Pinho en La fábrica de nada propone un posicionamiento humanista (en el que se atisba un minúsculo rayo de luz al final del túnel) y reivindica una recuperación de la economía colaborativa así como una regularización de los derechos del trabajador, la visión de David Macián en su ópera prima La mano invisible está en cambio impregnada de un mayor nihilismo que plantea la plausible y aterradora posibilidad de que acabemos siendo devorados por un sistema que ya no es tan solo económico, sino que logrado condicionar todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas, eliminando la privacidad y sustituyéndola por nuevos modos de consumo controlado. Porque ahora manifestamos lo que consideramos «nuestra privacidad» en redes sociales, dejando un rastro digital que numerosas empresas son capaces de transformar en rédito económico. Es decir, que al ciudadano medio se le ha tendido la trampa perfecta y no tiene la menor intención de evitar caer en ella.
En La mano invisible, una serie de trabajadores son contratados para desempeñar sus respectivos oficios en una suerte de espectáculo teatral cuya verdadera finalidad nadie conoce. Poco a poco, los reajustes laborales y los cambios en las condiciones de trabajo harán que algunos de los trabajadores se empiecen a plantear el verdadero sentido de lo que están haciendo (si es que lo tiene). En esta adaptación de la novela de Isaac Rosa se pone de relieve de modo simbólico lo absurdo que conlleva la sobreproducción industrial, impuesta en nuestra sociedad con el único fin de mantener un sistema que, cual voraz criatura, necesita alimentarse constantemente para crecer sin medida. Mientras Pinho utiliza en La fábrica de nada los códigos del cine documental para producir un acercamiento más efectivo y empático con el espectador, Macián se sirve en La mano Invisible de una puesta en escena con marcadas connotaciones teatrales. Todo en ella nos remite a una obra de teatro: desde el escenario en que transcurre la mayor parte de la acción hasta la «representación» que sus protagonistas se ven obligados a interpretar, desempeñando un trabajo tan inútil para la sociedad como necesario para la perpetuación del sistema.
3. No tendrás casa en tu puta vida (Aquarius, El pastor)
Por otro lado, dos películas como la brasileña Aquarius (Kleber Mendonça Filho, 2016) y la española El pastor (Jonathan Cenzual Burley, 2016) han reflexionado sobre la avaricia de los promotores de la construcción y las consecuencias de la especulación inmobiliaria. Mediante los personajes de Doña Clara (Sonia Braga) y Anselmo (Miguel Martín), ambas películas componen un elogio de la resistencia en tiempos convulsos. Una crítica musical que se resiste a abandonar el apartamento de Recife en el que siempre ha vivido y un pastor que se niega a vender sus terrenos son los protagonistas de estos dos filmes. Dos personajes fuertes, testarudos y capaces de defender sus derechos aun a pesar de la corrupción imperante. Convirtiéndose así en nuestro David particular. Luchando, con agresividad si fuese necesario, contra ese Goliat que gracias a su total ausencia de escrúpulos se cree capaz de conseguirlo todo. Aceptando un desafío que parecía perdido de antemano y ayudando con su actitud a recuperar una noción de justicia que, en los últimos años, se ha visto considerablemente desvirtuada.