La familia sin familia. Formas alternativas de masoquismo
2017 parece haber estado patrocinado por la Conferencia Episcopal: la familia —si alguna vez dejó de ser importante para alguien— volvió a estar de moda, merced a una docena larga de películas empeñadas en demostrarnos que “ese grupo de personas (..) que convive y tiene un proyecto de vida en común” puede ser también un centro neurálgico de intrigas, desencantos, aquelarres y crueldades varias apenas disimuladas bajo el manto de la cotidianidad y el aparente respeto consanguíneo.
¿Pero dije familia? En realidad lo que sostuvieron directores como Xavier Dolan, Cristi Puiu, Maren Ade, Ildikó Enyedi o Amat Escalante es que la familia puede existir… a pesar de la propia familia, a pesar de nosotros mismos. Y evolucionar (o degenerar, eso ya según cada cuál) hacia formas atomizadas de interacción donde los roles —incluso las condiciones mismas de dicha convivencia— son susceptibles de ser sometidos a un revisionismo crítico.
Imaginaos pues este repaso como un álbum de fotos repleto de instantáneas de gente que en realidad no os importa. Como cuando a un anfitrión excesivamente obsequioso le daba por repasar delante de ti las fotos de la parentela (¿ocurría o sólo lo soñé?); páginas que desfilaban desganadas tras los postres, con hombres y mujeres que se parecía a padres y tías, a reprimos y abuelas, a recién divorciados y recién nacidas. Y es que pocas cosas importan menos que la familia ajena.
En realidad, hoy en día no hay nada más políticamente incorrecto que el tratar de hacer apología de la misma. Quizás porque conocemos demasiado bien a la nuestra y sabemos que el retrato favorecedor, obviando miserias y castraciones, choca frontalmente con la propia experiencia. La familia está ahí para denigrarla y casi es bueno que así sea. La primera institución impuesta se merece ser también la primera institución sometida a escrutinio, desde el mismísimo momento en que empezamos a ejercer el libre albedrío.
Arranquemos con un hito recurrente por estas fechas: la reunión familiar. Catarsis, eclosión de bajas pasiones y afloramiento de frustraciones maceradas a base de tiempo y pudor. ¿Dije pudor? ¡No hombre, no! La familia está ahí para no tenerlo, para poder decirles exactamente lo que pensamos a quienes más tiempo han estado soportando nuestras insufribles rarezas. Es un pacto de sangre: tener unos oídos cautivos que nos escuchan (o hacen ver que lo hacen) un par de cenas al año. Si llega.
En la dantesca Sieranevada (Cristi Puiu) —y digo dantesca por lo del infierno, aunque en este caso resulte inquietantemente próximo, casi cotidiano—, se demostraba la función principal de este tipo de encuentros: potenciar las neurosis y desencadenar crisis existenciales. Los tuyos están ahí, pero nadie escucha a nadie: se trata de defender el personaje propio, ese cimentado tras lustros y más lustros de mutua incomprensión e ironía hiriente.
Sobrevivir al día señalado a fuego en el calendario nos surtirá de temas para varias semanas con nuestra pareja. Rajar de este por venir, del otro por faltar. De lo mal que lo lleva la hermana. De lo descarriada que anda la sobrina. De lo sosa que estaba la sopa. De lo reseco que resultó el asado. Exponiendo el propio malestar con la más peregrina de las excusas: el Otro.
Xavier Dolan es también un experto en la materia y este año ha vuelto a meternos en una jaula repleta de grillos de esos que dicen compartir apellidos. Sólo el fin del mundo fue otro ejercicio extremo (histérico para algunos, honesto y directo para otros) de ajuste de cuentas, de reencuentro con los propios fantasmas. Volver para saber que uno debe irse.
La familia sin la familia: conocidos lejanos a los que vemos de tanto en vez, el tiempo justo para recaer en nuestros prejuicios e ideas preconcebidas. ¿Salvavidas emocional o lastre vital?
A orillas de Manchester, el Manchester que está frente al mar, conocimos a un tipo solitario que se dedicaba a labores de mantenimiento y otras chapuzas a domicilio. A entrar y salir de las casas de los demás, reclamado únicamente cuando la cañería pierde, la luz salta o la sombra de la humedad vecinal se extiende por el techo desconchado. Taciturno, huraño, amigo de los monosílabos. Algo le pasaba a aquél hombre y no sabíamos qué.
La familia sin la familia: la familia aniquilada, la familia desaparecida, la familia saboteada por uno mismo. Un episodio terrible, un trauma para toda la vida. La solución adoptada por el Lee Chandler de Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan) es el sacrificio y la marginalidad, alejando a todos de su vera. La sombra de la familia, ya fantasmal, se abatirá sobre uno lo que le queda de existencia.
Estoy pensando que la pérdida —hablo de la muerte traumática, de la desaparición inopinada— está asociada a la madre de todos los miedos: la desestabilización definitiva, la posibilidad de creernos de verdad que ya nada importa. Esa frontera donde lo que está en juego es nuestra salud mental.
La viuda de América, Jackie, se paseaba por la película homónima de Pablo Larrain con aires de sacerdotisa griega en vísperas de la ofrenda definitiva. Arrebatada, airada y aún así tan pretendidamente educada, Jacqueline Kennedy utilizaba ese sucederse sin fin de estancias que es la Casa Blanca (de habitaciones y pasillos inertes y apersonales, en tanto y cuánto nadie de quienes las habita está llamado a permanecer) para conjurar el recuerdo. Y este, como el padre de sus hijos, no volvía.
También han habido en este 2017 padres considerados, bellísimas personas empeñadas en rescatar a sus vástagos de las garras del… ¿capitalismo? ¿O del progresivo e irremisible abandono de uno mismo? ¿De esa muerte anticipada que es confundir la vida con el propio trabajo, por mucho que le apasione a uno?
La familia sin la familia: la familia en la distancia, desapego pandémico de unos tiempos apresurados. El padre de Toni Erdmann (Maren Ade) utiliza el absurdo para poner en tela de juicio los supuestos nuevos valores de su hija (la infinita capacidad de sacrificio en aras del bien empresarial, la crueldad como forma de compensación, la humillación y hasta el dolor físico como flagelo sin fin).
Quizás la solución más radical sea la aportada por el iconoclasta Ulrich Seidl en Safari: la familia del futuro —alienada en su autoconvencimiento— se empeñará en “hacer cosas juntos”: tirotear grandes felinos y gentiles herbívoros en una sabana convertida en coto privado de caza para desequilibrados mentales.
La familia sin la familia: la familia matarife, acumulando trofeos en el salón de casa sin sombra alguna de autocrítica. Desolado nicho genético de la estupidez de un continente.
Y luego está la ingerencia externa. La aparición de ese “otro” (inopinado pero aceptado y rápidamente integrado) cuyo propósito (sólo secreto al principio) es la voladura de la dichosa institución. Porque sí, porque desestabilizar algo tan aburrido —ya lo vio venir Pasolini— es un pasatiempo la mar de sano.
Pienso en ese jovenzuelo con pasado por definir de El sacrificio de un ciervo sagrado (Yorgos Lanthimos). Su cruzada maléfica nos repugna y fascina, porque antes de que sepamos que “se lo merecen”, ya lo intuimos. En esencia, algo parecido al papel de acosador-justiciero del niño inmigrante en The Square (Ruben Östlund): las veleidades de un pijo capitalino pueden chocar con las necesidades recalcitrantes (jugar con la Play) de un menor de edad anónimo.
La familia sin la familia: la familia sacrificable, ofrenda hecha en el altar de la incertidumbre. Un padre con los ojos cerrados —un Saturno en prácticas— dando vueltas y más vueltas, dejando en manos del azar las consecuencias de su imprudencia temeraria. Y otro acostando a sus hijas, a salvo en su pisazo de Estocolmo, mientras un lamento se escucha al otro lado de la puerta.
¿Hacia dónde ir, pues? Hacia modelos alternativos, soluciones que minimicen el peso de la soledad y resulten beneficiosas para todas las partes. La familia sin etiquetas será la que adopte / reconstruya un policía bonachón, dispuesto a vaciar un orfanato (La vida de Calabacín (Claude Barras). O la que surja de la componenda entre dos almas solitarias hartas de atentar contra sí mismas —En cuerpo y alma (Ildikó Enyedi)—. O de la relación con un alienígena palote perdido que te quiere únicamente para eso que estás pensando —La región salvaje (Amat Escalante)—. O de esa búsqueda del padre (burro incluido) emprendida en Le fils de Joseph (Eugène Green).
La familia sin la familia es posible. Es incluso justa y necesaria. Y el ejemplo más hermoso lo hemos tenido en un filme de aquí mismo: Verano 1993, de Carla Simón. Cuando a una le arrebatan todo, quizás se pueda volver a empezar merced a la buena fe de quienes hasta entonces apenas conocíamos. Aunque, a fin de cuentas, también fuesen familia…
Qué suerte, qué condena, tenerla siempre a mano. Aunque sólo sea para odiarla con una vehemencia impostada.