Resumen 2017. Rostros

Rostros, máscaras y emociones

A Ghost Story (David Lowery, 2017)

Dándole vueltas, un año más, a las listas, los top 10 o top 30 y a los textos con los que reflejar lo más destacable del año cinematográfico, me topé con el hecho innegable de que no debía reivindicar las mejores películas, aquellas que a nivel técnico o estético merecían admiración, sino aquellas que me habían conmovido. Fuera por su historia, por el contexto social que reflejaban, por su belleza, había un puñado de obras que no sólo me provocaron entusiasmo, sino con las que sentí conectarme a nivel íntimo.

Recordé inevitablemente, en esta búsqueda de las sensaciones vividas, el afán de los personajes de Marjorie Prime (Michael Almereyda, 2017) por recuperar su pasado, hechos y vivencias, y la distorsión que las palabras introducían en la recuperación de la memoria. Cierto que en aquel ingenioso cuento las derivas provenían del receptor de los recuerdos originales, una aplicación informática que parecía completar autónomamente los vacíos narrativos que identificaba. Pero al pensar en cuáles eran las mejores obras del año me di cuenta de que películas tan diversas como Sieranevada (Cristi Puiu, 2016),  Verano 1993 (Estiu 1993, C. Simó, 2017), Nocturama (Bertrand Bonello, 2016) o Felices sueños (Fai bei sogni, Marco Bellocchio, 2016) desbancaban a otras a priori más destacables.

Felices sueños (Fai bei sogni, Marco Bellocchio, 2016)

Sin duda, la emotividad de cada una de ellas superaba la de los últimos ejercicios de Christopher Nolan, Aki Kaurismaki, Ulrich Siedl o Yorgos Lanthimos, autores de películas tan destacables como las otras. ¿Dónde estaba el truco? ¿Cuál es el mérito para ello? Ciertamente, una respuesta fácil podría ser la originalidad en la puesta en escena y/o la historia, algo que comparten Nocturama, Madre! (Darren Aronofsky, 2017), Sieranevada o Toni Erdmann (Maren Ade, 2016)… Sin embargo, ello no sería extensible a historias más comunes como Detroit (Kathryn Bigelow, 2017), con su estilo próximo al documental, al estilo naturalista de Verano 1993. ¿Cuál era, para mí, el Santo Grial que otorgaba sus poderes a unas obras por encima de otras?

Dándole de nuevo un repaso a las películas vistas durante el año me di cuenta que volvían a mí imágenes de ciertas obras que me había apresurada en descartar. Obras irregulares, insuficientes o, directamente, fallidas que, no obstante, volvían mediante determinados planos, imágenes concretas. Muy concretamente no podía sacarme de la cabeza la imagen derrotada, dolida, de Ewan McGregor en el plano final de su fallida American Pastoral (Ewan McGregor, 2016). Una amarga forma de retratar una América derrotada, sorprendida y herida en lo más íntimo, en la forma de un padre que permanece, inmóvil, esperando el regreso de la hija rebelde, sin entender el porqué y sin aceptar que no hay vuelta atrás. Ni tampoco podía olvidar la expresión decepcionada de Lily Gladstone, la protagonista del tercer y bellísimo relato de la irregular Certain Women (Kelly Reichardt, 2016) al comprender que la vida sigue igual y que no hay milagro posible que la rescate de la mediocridad.

Certain Women (Kelly Reichardt, 2016)

O la mirada dolida de una madre a la que su generosidad, su valentía y su sabiduría no pueden ayudar a salvar un hijo, como era el caso de Ariane Ascaride en la floja Una historia de locos (Une histoire de fou, Robert Guédiguian, 2015).

Y comprendí entonces que no se trataba sólo de la puesta en escena, el casting o la interpretación. Yo requería la combinación de las tres para obtener la sensación, para dejarme llevar. Precisaba que el director supiera transmitirme las miradas de los personajes y, a través de ellas, sus sentimientos. Y allí tenemos la desesperación y la alocada resolución de un padre por salvar a su hija de una infeliz vida workaholica en Toni Erdmann, reflejadas tanto en el rostro del excéntrico personaje, en su encarnación e incluso bajo el disfraz de gorila.

Toni Erdmann (Maren Ade, 2016)

O las miradas de rabia, desprecio o impaciencia que se lanzan hermanos, hijos, cuñados o esposas en el micromundo abigarrado de Sieranevada, en el que una celebración familiar condensa pasiones. O el paso de la felicidad al llanto catártico que, finalmente, no puede evitar la niña de Verano 1993. O el rostro determinado ante las penalidades y traiciones familiares de la joven protagonista de Demasiado cerca (Tesnota, K. Balagov, A. Yarush, 2017), sin duda la heroína del año. O las expresiones dolidas de por vida, de vidas rotas, de Joaquin Phoenix en Nunca estuviste realmente aquí (You Were Never Really Here, Lynne Ramsay, 2017) o de Nicolo Cabras/Valerio Mastandrea, el Massimo niño o adulto de Felices sueños.

Nunca estuviste realmente aquí (You Were Never Really Here, Lynne Ramsay, 2017)

Y ahí tenemos, pues, gran parte de la explicación de mis listas. La de este año, la de anteriores. Porque, al menos para mí, en esta capacidad de captar los sentimientos radica el mérito de un autor, de una obra cinematográfica. Un mérito que va, sin duda, más allá de la interpretación cuándo soy consciente de que, con un tono y una adecuada puesta en escena, incluso las efigies pueden conmoverme, como consiguen Bonello y Lowery con una máscara dorada o una sábana agujereada.