Tres anuncios en las afueras, de Martin McDonagh

En este mundo

Texas, 2007

La mirada triste del Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), además de triste, alberga un silente desconcierto ante la fatalidad que se adueña del mundo. El sheriff de No es país para viejos (No Country for Old Men, Joel y Ethan Coen, 2007) ya no reconoce el mal al que se enfrenta. Su padre y su abuelo, sheriffs antes que él, vivieron al amparo de unas reglas que han quedado rotas. La humanidad se extingue a su alrededor mientras espera al crepúsculo. Chigurh representa a los monstruos que han encontrado acceso a la luz, dispuestos a devorar inocentes sin un motivo en particular

La Texas de Cormac McCarthy y de los hermanos Coen es una tierra sin dios ni esperanza. Un escenario en el que la desesperación se asoma entre los matorrales, y en el que ya no caben imprevistas heroínas como la Marge de Fargo (Joel Coen, 1996). Ha pasado una década y las sombras son más alargadas. Se impone un orden primitivo, violento, que no permite quedarse al margen, solo aspirar a la supervivencia.

Ebbing, Misuri, 2017

El sur de Estados Unidos es por excelencia el paisaje del nihilismo. En la primera temporada de True Detective (Nick Pizzolatto, HBO: 2013-) Rustin (Matthew McConaughey) y Marty (Woody Harrelson) buscan a su propio monstruo en los territorios cenagosos de Luisiana, entre pueblos abocados a la desaparición y granjas decrépitas. El Popeye de Faulkner, bestia impune de su Santuario, erra por el ficticio condado de Yoknapatawpha como expresión tumoral de una tierra empapada de depresión y brutalidad. Son coordenadas definidas por el fracaso: los pactos sociales quedan reducidos a jirones, la solidaridad se pudre en la tierra, la justicia y el proyecto de comunidad no funcionan. En las afueras de Ebbing, Misuri, tres pancartas publicitarias vigilan raídas la antigua carretera principal, ya olvidada y sin tránsito. Han pasado diez años desde que el sheriff Ed Tom Bell diera caza a Chigurh. Han pasado más de veinte desde que Marge aplacara impasible el brote de violencia en Fargo. Frances McDormand irrumpe en el plano con rostro vencido. En él se lee la erosión de dos décadas en las que este mundo ha enfilado el camino de la perdición. Marge ha perdido la candidez en su semblante; ahora es Mildred, madre magullada por el dolor de una hija violada, asesinada, y violada de nuevo, la que mira detenidamente esas tres pancartas deshechas e idea un plan para provocar a la policía local.

Al empezar Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonagh, 2017) uno presiente un relato poco abierto al optimismo. En esos primeros compases Mildred se postula como incómoda madre coraje que reacciona furibunda ante la pasividad de las autoridades. Todos, empezando por los detentores de la ley, parecen haber asumido la terrible muerte de la chica como consustancial a su cotidianeidad. Cuando trata de convencerla por enésima vez de que retire los carteles, Willoughby (Woody Harrelson) le explica que a menudo casos así quedan sin resolver hasta que algún tipo, en algún bar, tiempo después, presume de su atrocidad y alguien le oye. O quizá no. El horizonte que queda dibujado es devastador: un cadáver abandonado al olvido, una madre enfrentada a un pueblo, un sheriff moribundo, un cuerpo de policía inoperante y racista.

McDonagh, el humanista más amargo

Y sin embargo, esa historia de escenarios y personajes deprimidos se resiste a la tragedia y se aferra con uñas y dientes a la más débil esperanza. Tres películas le han bastado a Martin McDonagh para definirse como el más amargo de los humanistas. Escondidos en Brujas (In Brugge, 2008) era una comedia negrísima que exploraba las posibilidades metafísicas del género en una Brujas empujada al desencanto. Siete psicópatas (Seven Psychopaths, 2012) era un autoconsciente thriller de trazados tarantinianos y ánimo frágil, preñado de melancolía. Si en la primera lo que se imponía era el tardío anhelo de vivir a través de lo bello, en la segunda era una velada oda al contacto humano, de nuevo sintetizada en las facciones tristes de Colin Farrell. El cine de McDonagh exhibe una tristeza inherente siempre modulada en sus ánimos complejos por las bandas sonoras de Carter Burwell, al tiempo que no deja de reírse sobre su carácter apesadumbrado. Son risotadas amargas, que recuerdan el dolor existencial que acumulan sus personajes al tiempo que les guían torpemente hacia el otro lado de la niebla. Sus ficciones son lugares inseguros, de tránsito incómodo pero tremendamente humanos.

Tres anuncios en las afueras es quizá la obra que mejor ilustra esa fe cercada pero siempre intacta en la humanidad. Su premisa traumática no impide a McDonagh poner a trabajar una sensibilidad que desplaza pacientemente arquetipos del género hasta llevarlos a ese camino más luminoso que parecía imposible de distinguir. Mildred, desde su mismo nombre, alude a la madre coraje por excelencia del noir, la Mildred Pierce de James M. Cain adaptada magistralmente por Michael Curtiz en Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945) y por Todd Haynes en su fantástica mini-serie homónima para la HBO. Pero la Mildred de Frances McDormand no se adapta dócilmente a su modelo, sino que lo subvierte al rehusar el sufrimiento, la figura de víctima. En su lugar persigue con obstinación una justicia que quizá ya no existe y ejecuta, si es necesario, la ley de Talión en su particular guerra con el cuerpo policial. Del mismo modo, el sheriff Willoughby rechaza el antagonismo al que le instan esos carteles y acaba mostrando una complicidad crepuscular con la cruzada de Mildred. Pero es Dixon (Sam Rockwell), subordinado de este, el que acaba convirtiéndose en el alma de la película. Policía racista, homófobo, iracundo y esencialmente idiota, acaba revelándose en el insospechado catalizador del único conato de justicia del relato. Dixon se destapa como un hijo de su tiempo, definido por la ignorancia y por el miedo, una extensión de la mezquindad humana que responde a un escenario contaminado. Es ahí, en ese secundario aparentemente unidimensional, donde McDonagh consigue al mejor personaje de su filmografía: cuando Dixon es despojado de lo que determinaba su autoridad tiránica y estúpida, emerge un improbable héroe kamikaze, un aliado insólito que busca lo mismo que Mildred, esto es, un gesto que signifique algo en medio del insondable vacío.

Poética de lo humano

Como en No es país para viejos, los monstruos permanecen ignotos, escondidos en el paisaje. No existe ya la promesa de que todo volverá a estar bien. La invalidez de los antagonismos en una sociedad desquiciada hace que el mal actúe como veneno filtrado, imparable en su avance. Cuando Mildred y Dixon se embarcan en un abstracto viaje de venganza se produce una inesperada expresión heroica que también resulta inútil para cambiar nada, pero que supone una íntima victoria de la piedad. Del mismo modo en que Zachariah (Tom Waits) acaba dejando ir su promesa de acabar con Marty (Colin Farrell) al final de Siete psicópatas, el perdón se impone y se crea un nuevo espacio para que un resquicio de humanidad siga abriéndose paso en la oscuridad. La poética de McDonagh se construye entre la resignación y la desesperación, equilibrismo existencial en personajes que se acogen a una última oportunidad, si es que pueden. El triunfo, para el cineasta, está en reconocer por fin al otro, en arrojar una carcajada cómplice sobre el pasado para poder mirar al futuro en este mundo irreconocible.