La persistencia de la memoria
Jonás Trueba decía eso de que todas las canciones hablan de mí, y resulta que uno acaba creyéndoselo, y con las películas pasa lo mismo. Y esta empieza con una mudanza, y yo me estoy mudando (nos estamos mudando, como decía también una canción de Kiko Veneno que también habla de mí). En la mudanza me veo reconocido, y eso me inquieta, es una de esas extrañas casualidades que ocurren con cuentagotas, y que de algún modo me atrapan. Después el protagonista muere (en off, ese momento y su quietud resultan curiosamente atractivos también) y la protagonista, su pareja, se come una tarta en un plano fijo de al menos cinco minutos y entonces todo se va a la mierda y mi mente empieza a divagar y pienso qué porque estoy viendo esto mientras podría estar montando las últimas cajas o escribiendo sobre el retorno de Twin Peaks o leyendo a Henry Miller, o escuchando el disco de This is the Kit. Pero también pienso que ya se ha escrito demasiado de la serie de David Lynch y que salvo que quieras escribir un libro al respecto poco se puede decir salvo que la veas si no lo has hecho ya, que el disco ya lo he escuchado muchas veces y no quiero quemarlo porque me gusta difrutarlo en el trabajo, y de Plexus solo me quedan ciento ochenta páginas y ya me he llevado todos los demás libros en la mudanza, así que tengo que dosificarlo para que me dure toda la semana, la última en este piso. Y en ese plano fijo de cinco minutos está también el fantasma del marido observándola. ¡Leches! Y después comienza a desarrollarse la historia de ese fantasma, el fantasma del título, y el tiempo comienza a transcurrir de forma diferente, porque es un tiempo de fantasma. Un año nuestro es un segundo de fantasma, o algo así. La forma en que se registra el tiempo me recuerda a la parte chunga e hipnótica de la novela La casa en el confín de la tierra, y más tarde un personaje suelta un discurso realmente desesperanzador como si la historia y la forma de contarla no desprendiesen ya suficiente angustia existencial. Y el existencialismo me puede aunque sea de pacotilla, y este además no lo es. Me gustan las películas que hablan del tiempo y del espacio. Las películas que juegan con el tiempo y el espacio. Y esta hace las dos cosas. El tiempo pasa, y lleva de la mano al olvido que intenta arrasar con todo. Pero el fantasma opone resistencia para no olvidar. Esa puerta abierta a la esperanza que es ese ciclo, ese eterno retorno del que no habla el discurso antes mencionado. Ese papel doblado en el resquicio de esa otra puerta. A Ghost Story puede hacerse cuesta arriba, porque David Lowery la narra en tiempo de fantasma, y un fantasma se puede obcecar en algo aparentemente insignificante durante una vida humana entera (y nos será narrado como tal, el plano de la novia comiendo la tarta es el mejor ejemplo, excesivo como solo una declaración de intenciones debe serlo), porque para él es una milésima de segundo, pero después pueden transcurrir años, siglos, milenios, sin que se nos muestre nada, que para él solo serán segundos, minutos, horas a lo sumo. Pero paradójicamente, y ahí está la magia del cine (aunque sea vea el truco, que obviamente se encuentra en las elipsis), noventa y dos minutos de los nuestros pueden convertirse en toda una vida de fantasma, toda su historia, hasta que un día, frente al piano que tocaba en vida, se da cuenta de que su principio, que es también su fin, es inminente. Pero nada es tan sencillo.