Call Me By Your Name, de Luca Guadagnino

La vida se acaba en el verano del ‘83

Corre el verano de 1983 en algún lugar del norte de Italia. Dos personas se conocen en medio del ruido ensordecedor de las cigarras. Se desata la pasión, calor pegajoso y sabor afrodisíaco del melocotón, y bajo la atenta mirada de padres y pretendientes el sol los acaricia, los abrasa y los muda de piel. Como en todas las historias de amor. Y como en ninguna. Call Me By Your Name (íd., Luca Guadagnino, 2017) es una flor en el desierto donde los amantes no son él y ella, sino él y él, y aun así ha calado hondo en la cultura popular, en nuestros cines y en la carrera a los Oscars.

La película relata un verano en la vida de Elio, un adolescente italoamericano que pasa las vacaciones en una mansión familiar al norte de Italia. Su aburrida pero deliciosa rutina se verá truncada con la llegada de Oliver, un joven universitario estadounidense que pasa unos meses en la casa haciendo prácticas sobre arqueología con el padre de Elio. Los desencuentros iniciales entre ambos dan pie a una historia de pasión que parece estar inevitablemente ligada al calor del sol estival.

La película habla de sensaciones, de tener 17 años y descubrir el mundo con ojos abiertos y piel erizada, del despertar sexual, de algo parecido al amor y de creer que la vida se acaba después del verano. Los temas son universales. Los personajes son reconocibles. Y la historia, positiva. Luca Guadagnino firma una obra que es totalmente consciente de lo importante de hacer cine gay mainstream, romántico y de escapismo para compensar a las generaciones LGTB que no han tenido un referente en la ficción comercial, más allá de la bella pero trágica Brokeback Mountain (íd., Ang Lee, 2005) o la liberadora pero demasiado específica Queer as Folk (íd., Ron Cowen & Daniel Lipman, 2000-2005).

En Call Me By Your Name, el director no echa mano de un solo tópico del cine LGTB ni le interesa hablar de ciertos temas —como la homofobia, el bullying o las enfermedades de transmisión sexual— que se desvíen de ese sueño de una noche de verano en el que se ven sumergidos los protagonistas. Elio y Oliver no protagonizan una salida del armario ni se definen sexualmente —no es necesario para el desarrollo de sus personajes— y los roles secundarios solo tienen actitudes positivas: las madres comprenden, los padres se sinceran y las pretendientes tienden la mano a quien les ha roto el corazón. Son actitudes que no resultarán ajenas al consumidor de cine romántico hollywoodiense; historias que bien podrían haber sido protagonizadas por una pareja heterosexual. Guadagnino busca la universalidad en temas como el amor o la búsqueda de la identidad y, sin embargo, no maquilla en el proceso las circunstancias inherentes a la cultura gay en su determinado contexto histórico, social y cultural. El amor en el film es secreto, de espaldas a una sociedad que lo invisibiliza y dificulta el poder interpretarlo, y a la vez genera una preciosa inocencia que contribuye a su tono romántico. De esta forma, Call Me By Your Name cuenta una historia única que solo puede entenderse si está protagonizada por dos hombres americanos en 1983, de la misma forma que Carol (íd., Todd Haynes, 2015), solo podía ser la historia entre dos mujeres americanas en la década de los cincuenta; o Moonlight (íd., Barry Jenkins, 2016) solo podía hablar de un chico afroamericano gay en un barrio pobre del Miami actual.

La mirada masculina del gato y el ratón

La historia de descubrimiento sexual (¿y amor?) de Elio y Oliver se desarrolla con una cuidada puesta en escena que gira alrededor del juego de miradas: un “voyeurismo” a veces inocente, a veces erótico, en el que Elio observa a Oliver sin que este se dé cuenta y viceversa. Ya los títulos de crédito, impresos sobre diapositivas de esculturas clásicas de humanos desnudos, vaticinan la importancia de la mirada masculina en el film —hombre mira a hombre— y la obsesión de Guadagnino por los cuerpos de Armie Hammer —atlético, adulto— y Timothée Chalamet —delgado, sin madurar—.

La mansión donde los chicos pasan el verano tiene un papel fundamental en esta puesta en escena: su estructura laberíntica con múltiples puertas, ventanas, balcones y corredores posibilitan una dinámica de persecución a lo gato y ratón entre Elio y Oliver. Se trata de un juego de seducción basado en ver quién tiene el poder en cada momento. Su máximo exponente, la extraña y a ratos ambigua disposición de los cuartos, hace que parezca inevitable que uno se tropiece con el otro. En este juego Oliver llega pisando fuerte por la madurez que le otorga la edad y parece el claro ganador: ocupa con prepotencia la habitación que era de Elio; lo trata a ratos como a un niño, otras como a un amigo; le masajea la espalda; y le hace comentarios irónicos. Esto solo consigue frustrar a Elio, a quien la situación le viene grande, pero a medida que avanza el verano el adolescente comienza a entender las palabras de su madre —“hablar o morir”— y será él quien se aventure a dar pasos adelante para plantar cara a la atracción que siente hacia Oliver, revelando su madurez. Las dinámicas de poder siguen intercambiándose a lo largo del film: los personajes interactúan, experimentan y se descubren con sutileza. Quién es el que gana en el juego de egos; el espectador nunca puede saberlo.

Un epílogo para dejar entrar la llama y abrazar la cultura queer

La película cambia el tono radicalmente en su memorable escena final. Del sofocante calor del verano pasamos al crudo invierno; nieva y los colores son pálidos en contraste con la fiesta visual que ha sido hasta entonces Call Me By Your Name. El entorno refleja el estado de ánimo de Elio, para quien la explosión sexual del verano es ahora un recuerdo lejano. Puede vivir sin Oliver; es una persona independiente —algo que contrasta con el cine romántico de Hollywood donde se normaliza la toxicidad en las relaciones— pero, de pronto, una llamada telefónica aviva la llama dormida. Tras la conversación, Elio se acerca a la chimenea encendida y se deja llevar por el fuego de sus propios sentimientos, tal y como le recomendó su padre. La película termina así, con un plano secuencia —al son del precioso tema Visions of Gideon de Sufjan Stevens— de Elio viviendo en tres minutos un espectacular viaje emocional de sufrimiento, superación y esperanza.

Los ojos vidriosos de Elio frente a las llamas, que simbolizan el acercamiento maduro a la pasión adolescente, sirven también como metáfora del abrazo a la cultura queer —que, entre muchas otras cosas, rechaza la imposición de etiquetas relacionadas con el género o la sexualidad—. No es un detalle casual que la camisa que lleva Elio en la escena final tenga un estampado extravagante —monocromo, por coherencia con el tono frío de la secuencia, pero nada que ver con el vestuario clásico que ha llevado durante el film—. La prenda nos traslada al verano, cuando el chico se burló de la blusa que le habían regalado unos amigos homosexuales de sus padres, e indica que Elio está aceptando su identidad queer con todo lo que eso conllevará en los años 80 y 90, cuando empiece la lucha por la libertad y los derechos del colectivo LGTB. Guadagnino manifiesta que el reto de Elio no será solo amar abiertamente a una persona de su mismo sexo, sino apropiarse de toda una subcultura estigmatizada y que se empezará a dignificar gracias a la valentía de chicos como Elio o, más adelante, a activistas como los de 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, Robin Campillo, 2017), la otra gran película LGTB de este año.