Un plano de esta masterpiece que es ya Dunkerque (Dunkirk) revela uno de los mejores secretos de Christopher Nolan: nunca, nada, es lo que parece. Y si lo es… que al menos no se dé cuenta el espectador.
El plano en cuestión aparece ya casi al final del film: la cámara sobrevuela una playa llena de cascos de soldado, tirados en la arena. Abandonados. Iguales.
Iguales.
Anónima vinculación con unos seres humanos con los que no coincidiremos ni en espacio ni en tiempo, y nostalgia de lo no vivido, del coraje humano, de la valentía de un pueblo…
Iguales.
Como los sombreros de copa de El truco final. Esos sombreros que se acumulan en el patio de la casa de un Tesla que no consigue hacer funcionar la máquina que le ha encargado Angier. Porque la máquina no hace desaparecer el sombrero. La máquina lo copia, metros más allá. Mejor dicho: lo clona. El sombrero sigue siendo el mismo.
Y el mago lo sabe.
Y es aquí donde encontramos el pequeño gran “pero” del film de Nolan. Un “pero” que, no obstante, convierte en obra maestra a su Dunkerque.
Tres escenarios, tres actos. Y un gran truco final.
Solo que los actos se entremezclan, y el truco es volver a una estructura ya validada y aprobada por el espectador: tres escenarios, tres niveles… y distinta aproximación temporal.
En tierra, Nolan nos muestra los acontecimientos a una semana vista del rescate. En mar, a un día. En aire, a una hora. El montaje los combina, obligándonos amantenernos conscientes del lapso temporal que separa cada acontecimiento, pero también mostrándonos que la tensión podía ser exactamente la misma. Sentimos el bombardeo por aire, el naufragio por mar, y las desesperantes colas de espera en tierra que obligan a agudizar el ingenio de los que quieren huir.
Así que, por un lado, la cámara en el interior de los aviones, primerísimos planos como no puede ser de otra forma, muestra la calma del que debe mantenerla, y también cómo conseguirlo gracias a la perspectiva aérea que la guerra les otorga. Los planos aéreos, que tanto recuerdan a los del espacio de Interestelar (Interstellar, 2014) por la posición de la cámara en el lateral metálico, sirven tanto de punto de fuga para el compungido espectador como de visión global de lo que significa estar, y llegar, a la batalla. Y en la playa, mucho travelling lento, agonizante, como lo es la situación que están viviendo los allá atrapados. En alta mar, otra perspectiva ligeramente modificada: planos medios abren el campo de visión, la de unos protagonistas conocedores de su deber, pero sin idea de su devenir.
Dunkerque se convierte en manos de Nolan en una historia real dramatizada (algunas sentencias son tan categóricamente épicas como irremediablemente increíbles en boca de esos hombres), que no aporta a Nolan el lucimiento intelectual al que nos tiene acostumbrados con sus guiones, pero sí le permite no abandonar las preciadas capas de cebolla de sus films. Entonces, volviendo al truco: si no va a lucirse con una compleja historia, lo va a hacer con el minimalismo de su guión. Acertada decisión: el guionista y director se centra en mantener la coherencia en sus imágenes, la diferenciación de estilos en cada entorno, y la explotación de recursos técnicos en los momentos de mayor tensión (esa cámara volteada que nos muestra el agua avanzar en vertical). El montaje, como siempre, aporta otro elemento crucial: ya no únicamente permite seguir, literalmente a destiempo, las tres historias y niveles, sino que consigue la asimilación de tensión antes mencionada para igualar a sus protagonistas (recordemos, si no, el cambio de plano de los soldados ahogándose dentro el barco pasando al del piloto aéreo que acaba de caer al mar): no hay ni rescatadores ni rescatados, ni mejores ni peores. Todos sufren igual, todos tienen las mismas oportunidades.
Si el montaje es significativo, más lo es la música que lo acompaña. Desde que aparecen los soldados por primera vez (en un encuadre tan bello y significativo que roza el onirismo, con esos terribles panfletos cayendo del cielo lentamente, como copos de nieve alrededor de los perdidos y jóvenes soldados), hasta el silencio que marca el plano final (muy a lo Origen —Inception, 2010—, también), la banda sonora y los efectos de sonido marcan el ritmo de todo el film. Zimmer es el que aporta la verdadera complejidad al histórico rescate, porque nos mueve entre botes salvavidas, barcas de recreo y aviones como si estuviésemos, todos nosotros, en pleno campo de batalla con los ojos cerrados. La estridencia soterrada de alguno de los pasajes obliga a no bajar la guardia en ningún momento y, lejos de componer épicas y melosas melodías, Zimmer se centra en explotar una idea base que puede ser, simplemente, el tic tac, casi inaudible, de un reloj. The Mole es el claro ejemplo del estilo que este músico confiere a su obra: misteriosa pero agradable, retorcida por sus múltiples y conjugados sonidos, pero harmoniosa. Y bella.
Recapitulando: autocomplacientes autoreseñas (formales y narrativas), como las de El truco final o Interestelar; omisiones conscientes para evitar críticas (posibles escenas de lucha cuerpo a cuerpo, y una fe ciega en su compositor fetiche… ¿nos encontramos ante una obra maestra por sí misma, o al excelente resultado de haber sabido obviar lo que no se le da bien y rodearse de lo que sabe sí le funciona? Una copia de una copia de una copia, que guarda todo el alma de la original porque sabe destilar lo mejor, y más importante. Nolan, como mínimo, ha perfeccionado su savoir faire. Y era difícil.