Yo, Tonya, de Craig Gillespie

Generalmente la gente ama a Tonya o no son grandes fans. Como pasa con América; la gente la ama o no es muy fan. Tonya era completamente americana.

Yo, Tonya (I, Tonya, Craig Gillespie, 2017)

Yo, Tonya arranca con un aviso —“basada en entrevistas libres de ironía, tremendamente contradictorias y totalmente reales”— y una escena que es toda una declaración de intenciones. La protagonista, en su edad adulta, nos mira en silencio, desafiante, antes de dar paso a las declaraciones de una serie de personajes que ofrecen su deshilachada versión de los hechos del film. Finalmente, la secuencia vuelve a ella y al fin le deja hablar.

Eso es Yo, Tonya. La película, que relata la vida de la mediática —y polémica— patinadora sobre hielo estadounidense Tonya Harding, es un enredo de todas las versiones de la misma historia, con Harding en el centro pero no necesariamente con su verdad como hilo conductor. Porque lo cierto es difícil de discernir entre tantos flashes de cámaras, diálogos incendiarios y testimonios contradictorios y, aunque la película la busque obsesivamente, jamás promete que la verdad esté en alguna parte y, de hecho, nunca la acaba de desentrañar.

Así, el maravilloso trabajo de guion de Steven Rogers huye de tópicos propios del aséptico y algo denostado género del biopic y construye algo mucho más relevante. Rogers busca no tanto relatar con objetividad la vida de la mediática y polémica patinadora sobre hielo Tonya Harding como hablar de temas como la mujer, la violencia, la pobreza blanca en EE.UU., la fama, la prensa amarillista o los noventa. Si el año pasado fue Jackie (íd., Pablo Larraín, 2016) el film que le dio la vuelta a las biografías visuales con una susurrante narración impresionista, este año Yo, Tonya viene a hacer lo propio pero a gritos, con una historia fragmentada y caótica que tiene como único principio el respeto total hacia su protagonista. El resto, pura locura.

En la vida de Harding según Steven Rogers, la historia la cuenta un narrador no fiable. Por cada versión de su ex marido, su madre, su entrenadora o su guardaespaldas, obtenemos una secuencia contradictoria donde a menudo son los propios personajes quienes desmientes las versiones en directo, dirigiéndose a la cámara con el mismo descaro que Frank Underwood en House of Cards. Este tipo de narrador aporta riqueza y matices a la película e invita al debate tras su visionado, demostrando que la no fiabilidad del relato puede dar juego fuera de giros de guion algo gastados, estilo El club de la lucha.

Lo que hace tan distinta a Yo, Tonya del resto de biopics es que no quiere tomarse en serio. Ni el guion de Rogers, ni la dirección de Gillespie o la interpretación —entregadísima— de Margot Robbie tienen miedo a ser excesivos porque tienen muy claro lo irrisoria que es su fuente de origen. En esa exageración, sin embargo, brilla siempre el fundamento de cuidar la imagen personal de Tonya Harding, que nos aparece como un ser frágil e inocente, víctima de los abusos de su entorno.

Si rascamos bajo la ácida comedia del relato encontramos una historia de violencia que está ligada al hecho de que Tonya es mujer y de clase obrera en la América profunda. Tonya no para de recordarnos que ella fue la primera americana en completar un triple Axel —un salto de tres giros y medio sobre hielo—, pero eso no parece suficiente. Su madre y su pareja la maltratan física y psicológicamente y su ascenso al éxito vendrá acompañado de pasos atrás y adelante en su lucha por huir de los abusos. La falta de conciencia que tiene Tonya sobre lo horrible de su situación llega a cotas escalofriantes, como en la frase que suelta, en un arrebato de rabia, de que “llegó un punto en el que él no necesitaba un motivo para pegarme”. Es solo una muestra de una mentalidad imperante en el pasado reciente y que lentamente se está logrando subvertir. Por otra parte, su carrera deportiva no es menos agresiva o machista, pues los jueces buscan en ella un modelo de conducta “femenino” y lejos de su estatus de redneck —expresión yanqui para estereotipar al hombre pobre blanco de la América interior—. Tampoco parece libre de violencia la terrible carga mediática que Tonya tiene que soportar, doblemente cruel cuando vemos cómo ella, en el fondo, agradece una atención que le ha sido negada desde pequeña, por muy cruel que esta sea.

La relevancia de Yo, Tonya en los tiempos hollywoodienses que corren es tan vibrante que da miedo pensar que habrá gente que relacionará su aupamiento crítico con una “moda feminista”. Nada más lejos de la realidad. Yo, Tonya es tremendamente significativa por la falta de juicios a la hora de abordar los actos y decisiones de su protagonista femenina. Los nuevos tiempos —y la persistencia de Margot Robbie, también productora del film— simplemente han facilitado que su historia salga a la superficie del cine comercial, algo que hubiera sido impensable diez años atrás.