Inclasificables y provocativas
Algunas obras decepcionaron, como un par de propuestas brasileñas que desaprovechan sus puntos de partida, Sol Alegria y O club dos canibais, la iraní A Man of Integrity (cinta de guion, que se aleja de Farhadi y de Kiarostami, para acercarse a El padrino) o la cinta de terror indonesia Satan’s Slaves… Alguna enervó cómo Butterflies, suerte de telemovie mil veces vista (¡que se alzó con premio en Sundance!), o LBJ, innecesario y aburrido biopic de la toma de poder de Johnson, con un grotesco Woody Harrelson oculto tras prótesis y maquillaje.
Otras se merecen una segunda oportunidad. Esperaba muchísimo de ellas, las vimos durante un torbellino de imágenes e historias y no vivimos la emoción que habíamos anticipado. Serían los casos de Anna’s War (excelentes texturas, impresionante historia; pero, al final, falta de emoción), las coreanas Hit the Night o Tiger in Winter (oscilando entre drama y comedia sonaban a deja vu), la griega Pity (sarcasmo negro, tan sólido como previsible, en la estela de Lanthimos) o Impermanence (cuyas mejores bazas son su semejanza con Zhang Khe).
Pero un Festival no debe sólo ofrecer películas originales o premières sino que debe presentar también aquellas obras que difícilmente veremos en exhibición comercial. Obras de tipo ensayístico o piezas arrebatadas que, en entorno de público habitual pueden originar un cataclismo.
La pequeña grandeur: Jeanette
De todos, modos, si alguna obra descolocó a toda la platea, si en alguna sala vi una fuga de los dedicados y modélicos espectadores del IFFR, fue Jeanette. Dumont se ha ganado una merecida fama de autor provocador y parece que ahora está empeñado en mantenerla a toda costa. Después de su etapa inicial, pareció llegar a un punto de inflexión con Camille Claudel, obra de estilo más clásico e interpretada por Juliette Binoche. A esta siguieron Petit Qu’nquin y Ma loutte, dos comedias (muy) negras en las que hay abundantes ecos de los deformes y temibles personajes de Ensor, deambulando por el norte de Francia y devorando a sus semejantes. Jeanette parece estar a caballo de los dos estilos, de las extrañas narrativas de su primera época y del sarcasmo de sus dos obras previas. El resultado es un musical sobre la infancia de Juana de Arco realizado con actores no profesionales (adolescentes o niños) y con muy pocos medios. Un musical que no revela si su intención es el panegírico de la alucinada joven o una sarcástica burla de la misma. De hecho, la pequeña Jeanette vive diversas apariciones de santos y vírgenes pero su opción no es tanto religiosa como política, con un afán claro de luchar contra el agresor y mantener la defensa de la patria.
Evolucionando a lo largo de infancia y adolescencia, Dumont narra la historia de una joven de buen corazón y familia miserable (queda claro su origen en una familia propensa a la hambruna) que siente la llamada divina no para integrarse (como alguna amiga) en una orden monacal sino para liberar Francia del invasor. Los diversos episodios musicales son interpretados por niños y jóvenes que cantan letras a las que la música sigue con cierto esfuerzo. El ritmo de los números musicales es potente, aunque la interpretación y la coreografía se aproximen más a una fiesta escolar de final de curso que a la profesionalidad cinematográfica. Sin embargo, es en esta suerte de cinema povera, de voluntad naif, dónde Dumont se acerca auténticamente a la condición humilde del personaje. Y es, también, en la frescura de la danza (el número de las monjas a la cabeza) dónde Jeanette consigue sus objetivos.
No es, ciertamente, una obra para todos los públicos. No hay un análisis psicológico ni historiográfico. Pero Dumont se las apaña para poner en contexto el mundo de la Francia del siglo XV, un país arrasado por la guerra y la miseria, dónde la Iglesia sobrevivía a costa de la ignorancia y miseria del pueblo. Es en el contraste entre esta realidad y la fantasía de Jeanette, retratada no con oropeles hollywoodienses sino con auténtico desparpajo, dónde reside el mérito de la película. Una obra que hay que ver para creer, sin duda, y que (afortunadamente) en contra de los esperable, ha tenido un estreno comercial.
Les garçons sauvages. Lo extraordinario en imágenes
Si Jeanette es un musical, hay que conceder, sin duda alguna, que Les garçons sauvages es una cinta de aventuras. Tenemos referencias directas a La isla misteriosa, a Salgari, Verne o a Capitanes intrépidos… Pero las texturas de la cinta remiten a Guy Maddin y las imágenes nos acercan a La naranja mecánica o al Fassbinder de Querelle. Bertrand Mandico debuta en el largo con una obra tan provocativa como sugerente. Historia de cinco jóvenes de buena familia, asentados en una isla al sur del Índico, allá dónde los mapas se confunden, que dedican su tiempo al sexo y las drogas hasta que las cosas se tuercen en exceso. En una secuencia de erotismo desbordante, de sado maso y bondage, los jóvenes superan a sus referentes kubrickianos y acaban, tras una sesión de sexo explícito, con su profesora favorita y su caballo. Tan brutal arranque podría identificarse sobre el papel como una vuelta de tuerca a lo Tarantino o a lo Stone, o quizás al sarcasmo del Springbreakers de Korine… nada de eso, sin embargo. Mandico, con una fotografía en blanco y negro que utiliza flous y virajes, apuesta por el erotismo y el sexo más desenfrenado, y también más evidente. Un sexo que mueve a los protagonistas y que acaba por poseerles. No es gratuito que todos ellos sean interpretados por chicas, puesto que la búsqueda de la identidad sexual (y su capacidad de aceptarla) será la aventura definitiva que mueva su epopeya.
Mandico (y un tribunal) les embarca en un alucinado viaje por mar en el que son prisioneros de un rudo capitán que ejerce de maestro de ceremonias, de carcelero, de padre y de maitre/sse. El desembarco posterior en una isla de extraña vegetación, con obvias formas sexuales, acabará por desencadenar toda pulsión y lanzarles a una fuga cuya consecuencia dependerá de sus instintos. La isla domina su sexo y las idas y venidas que tenían lugar en La isla del tesoro se dan en esta ocasión acompañadas de (literales) cambios de sexo.
Dotada de una fotografía extraordinaria que utiliza tanto el blanco y negro como el color, Les garçons sauvages es una de aquellas seductoras rarezas, de esas pocas obras en las que el erotismo desatado da forma a una narración consistente que va más allá de la belleza formal y cuyo mérito no es sólo la condición bizarra sino la actualización de los clásicos.
La política nuestra de cada día
77 Non Comercial Use es una pieza sobresaliente de ensayo político (de aquel que tanta falta nos haría en nuestro país). Un repaso cronológico a la política italiana del año 1977. Utilizando material de archivo, básicamente televisivo, el autor repasa la tórpida evolución de las luchas entre la DC, el PCI, el PSI y los universitarios anti establishment, los contestatarios y los grupúsculos de izquierdas. En medio de todo ello, la violencia desatada de bandas fascistas y los atentados de las Brigadas Rojas. La televisión, en la que aparecen también los hit musicales o los éxitos deportivos, deviene así una herramienta para el historiador, evidenciando la inocuidad postrera de tanta palabrería y gesticulación, colocando en su sitio a los auténticos luchadores, a los defensores de la democracia… y a los políticos que viven de su poltrona. Para aquellos que no seguimos la política italiana contemporánea, el documental puede resultar tan excesivo como exhaustivo, pero es una muy valiosa pieza no sólo por su valor histórico sino también por su identidad cinematográfica. Cabe comentar, finalmente, hasta qué punto la autoría va más allá de la recopilación (en un sesgo temático o filiación propia) o refleja fielmente los noticiarios, considerando que el grueso de noticias se refiere a hechos sucedidos en la mitad norte de Italia… el Sur no existía en el 77.
Entre el cielo y el suelo
Más que una estrella, un auténtico firmamento deslumbró, primero, y agotó, después, a este cronista. La película de Johan Lurf, work in progress en toda regla, recoge una instantánea de todas las representaciones del firmamento que el cine ha hecho, desde los primitivos hasta la actualidad. Por no tener, la película no tiene título alfabético, sino que se anuncia con el signo de una estrella. Sin embargo, tampoco tiene más que la exhaustividad de un obsesivo. No aparecen planetas, agujeros negros o naves espaciales, solo una infinidad (literal) de puntos luminosos sobre fondo negro. Obra ideal para ilustrar o acompañar una instalación, pero cuyo centelleo no basta para mantener los ojos abiertos durante su duración.
La estrella errante, de Alberto Gracia, por su parte, es una suerte de alucinado sueño de un retorno imposible. El de Rober, líder de un grupo punk gallego, Los Fiambres, que parece haber contactado con un antiguo compañero para un reportaje con sesión fotográfica incluida. La película, basada en escenas inconexas en las que los personajes tratan de encontrarse (a sí mismos, sin duda, y a unos con otros) enlaza en algún momento con el pasado del protagonista, con su música y sus adicciones. Hay alguna secuencia musical recuperada de archivo, así como referencias al cierre de los astilleros y la reacción popular en las calles; pero en su collage Gracia se embarulla como sus propios protagonistas, perdidos en un bosque de matorrales junto al mar, sin conseguir salir a la luz. Autor multimedia, su obra está salpicada de referencias a otras artes, fotografía o escultura, y se plantea como una construcción no narrativa que busca más bien recuperar, tal vez de modo imposible, un estado de ánimo. Es por ello que su protagonista parece un revenant que, inopinadamente, aparece en un mundo que ya no reconoce, que sólo es el reflejo de la vida que antaño habitara.