El shoegazing visual
Como con cualquier otro festival, paladeábamos las propuestas fílmicas del Festival de Cinema Independent Nord-americà de Barcelona (Americana, of course) antes de verlas. Pese a las reticencias con que recibimos las primeras ediciones, las dos anteriores habían resultado suficientemente estimulantes como para estar expectantes ante esta celebración del quinquenio de vida. Desafortunadamente, la 5ª edición ha resultado ser la menos arriesgada de todas ellas.
Si me permiten, me arriesgaré a ser etiquetado como viejuno. Me explico. Como otros festivales, el Americana luce una suerte de teaser breve antes de la película. En el de este año aparecía un supuesto crítico carpetovetónico, con un aire a lo Paco Umbral, que cargaba contra las propuestas innovadoras a las que etiquetaba de falsas y vacías, hasta que recibía un impacto en la cara que le silenciaba… ¿Seré yo como ese personaje? Ciertamente, no me gustaría identificarme con él. Pero hay que dejar claro que hay cierto cine supuestamente indie, bendecido por festivales americanos (Sundance, Austin, Tribeca), que cumple tales condiciones. Obras orientadas a espectadores jóvenes, centradas en temáticas sociales, que basan su razón de ser en cierta suerte de shoegazing narrativo, con abundantes tiempos muertos y personajes tristes y, desafortunadamente, un reciclaje mal disimulado de obras previas que fueron contadas con mayor originalidad. Tenemos variantes rurales y variantes urbanas y ahora parece surgir un tercer, temible, grupo, el de las películas “nominadas” a premio…. Lo cierto es que alrededor de auténticas joyas, Sundance y la industria misma promocionan a algunos autores que flotan en el vacío o en la simple reformulación formal (ni tan solo estética) de antiguas propuestas. No veremos en ellas el riesgo que asumieron los clásicos iniciáticos, Ford, Vidor, Lang o Kurosawa. No luce la espontaneidad del neorrealismo. No veremos tampoco el arrebato de Godard o de los Hollywood brats de los sesenta y setenta. No está la espontaneidad planificada y dolida, la interpretación ardiente, de las obras de Cassavetes, Fassbinder o la sofisticación del Woody Allen de los setenta y ochenta a las que se remiten en ocasiones. No está, acercándonos más en el tiempo, el riesgo del siempre rompedor Jim Jarmusch, el más auténticamente indie de los cineastas americanos. No están imbuidas de la locura visual de Gondry, Jonze y Kaufman o de la mirada peculiar que lanzan hacia la adolescencia Andrea Arnold, Richard Linklater, Harmony Korine o Sofia Coppola, por poner ejemplos bien diversos… Lamentablemente, buena parte de Sundance se construye con una fórmula prediseñada que resulta demasiado obvia cuándo has consumido su producto con cierta asiduidad.
Este sería el caso de Alex Ross Perry, invitado de este año a presentar su nuevo largometraje, cuya obra gira en torno a situaciones que parecen seguir cierto esquema. Golden Exits (2017) se anuncia como una película sobre gente normal cuando en realidad no mira a obreros, a asalariados o a desempleados, sino a un grupo de burgueses acomodados de una zona muy cara de Nueva York, trabajadores independientes (no son ni blue ni white collar) a los que les duele un conformismo que no saben ni quieren superar. Este sería el estilo que yo definiría como shoegazing visual, mirándose al ombligo, incapaz de profundizar en exceso ni de desarrollar la trama más allá de sus personajes. Un estilo que no le es exclusivo porque ya hemos visto otras obras en las que el director confía en que la (supuesta) introspección y las miradas fuera de cuadro de los protagonistas (sus facies dolidas de paciente ulceroso) se basten para aguantar la duración de la obra. Pero no, no hablamos de Bergman, ni tan solo de Allen. Hay sin duda una elegancia visual en sus planos, hay reflexión previa sobre el ritmo y la puesta en escena. Pero no permite sentir ningún impacto emocional. El espectador acaba por sentirse indiferente a la historia narrada, a las escenas vistas.
Lemon (Janicza Bravo, 2017), por su parte, sería su opuesto por lo que refiere a tono. Pero tampoco está tan alejada de la fórmula. Otro profesional liberal en crisis, de pareja y profesional, en entorno urbano, que busca calidez humana y desencadena una serie de anecdóticas situaciones de humor absurdo. Más reconfortante por su humor que por su calidad, Lemon insiste en personajes tristes y solitarios y no supera en mucho a la propuesta de Ross Perry, conformando con ella un díptico muy representativo de este falso indie.
Un festival de nombres propios
Afortunadamente no todo fue negativo y debemos destacar en el festival tres nombres por méritos propios.
Harry Dean Stanton, cuya interpretación de Lucky en la película del mismo nombre, Lucky, (John Carroll Lynch, 2017), como un anciano perseverante en la vida, ante la vida, frente a la vida, fue de lo más relevante del festival. En una interpretación antológica, Stanton y su rostro tallado por el tiempo, su cuerpo enjuto y su energía vital, aportaron una carga emotiva considerable, tanto por su trabajo interpretativo como por ser depositario de una larguísima línea de imágenes de auténtico cine independiente. Vimos allí reflejos de sus obras con Wenders, Lynch, Huston, Peckinpah o Monte Hellman. Una obra clasicista que, en cierto modo, rendía honores a momentos de independencia cinéfila. Modesta y grande a la par, Lucky es también retrato de la decadencia necesariamente asumida, de la vejez, de la integridad, encarnado por uno de los mejores secundarios de la historia que fallecería tras una interpretación antológica.
Ingrid… que se fue a L.A. Ingrid goes West (Matt Spicer, 2017), pese a reconocibles resonancias, pese a un estilo poco original, resultó una de las piezas más estimulantes del festival. Comedia ácida basada en una historia triste (como las buenas comedias), narra la historia de una sociópata ávida de amistad y fama que se adhiere a aquellos personajes que lucen en las redes. Crítica, tanto con los personajillos que simulan tener oropeles y lujos (pero que carecen de unos, de otros, de cultura y de reparos) como con los infelices que ansían conocerlos, imitarlos y convivir con ellos, la película sigue a Ingrid, quien sale de un trauma para cambiar de vida, pero sólo repite, magnificados, sus errores, via Facebook e Instagram. Una comedia digna de Billy Wilder, con algunos gag hilarantes, mucha mala leche y una intérprete en estado de gracia (Aubrey Plaza, también productora)
Patti Cake$ (Geremy Jasper, 2017), historia cutre de una rapera barriobajera y blanquita que vence en duelo a los más oscuros es, sin ninguna duda (y tal vez junto a Sylvio) la propuesta más realmente indie de las vistas en el festival, por su arrebato formal y su original contexto. White trash que vive en las zonas menos favorecidas de New Jersey, hija de una cantante venida a menos (obesa como ella) y cuidadora de una abuela bronquítica y paralítica, Patti Cake$ viene a ser una historia de esfuerzo semejante a Fama o Billy Elliott. Sin embargo, se aleja de la corrección política en la dureza del rap, en su enfrentamiento con el entorno, las referencias sexuales, la alianza con un musulmán y un satanista y la ironía que la recorre de cabeza a pies. Pese a que el tramo final nos aproxima demasiado a la convención, Patti Cake$ incluye la fuerza suficiente para destacarla como una de las mejores obras del festival.
Cine de género
Merece la pena comentar un par de propuestas que aprovechaban el género para desarrollar nuevas visiones. The Endless (Justin Benson, Aaron Moorhead, 2017) cuenta la peripecia de dos hermanos veinteañeros que vuelven a la supuesta secta de la que consiguieron escapar años atrás. Evidentemente, no será fácil salir de allí de nuevo, aunque los motivos no sean los que ellos (y el espectador) puedan pensar. The Endless es una obra ciertamente ingeniosa, harto interesante, que evoluciona del thriller al fantastique y nos remite tanto a Atrapado en el tiempo como a Perdidos pero cuya modestia de producción castiga en exceso. The Strange Ones (Christopher Radcliffe, Lauren Walkstein, 2017), por su parte, aparenta ser una road movie de un par de supuesto hermanos a la fuga que sabe construir la tensión de modo notable. Lamentablemente, las opciones de guion tumban por tierra en veinte minutos la apreciable obra que hemos visto construir en los cuarenta minutos anteriores. Siendo la evolución de un corto anterior, parece ser que se plantea un exceso de opciones argumentales para este largo.
Y no quisiera dejar de lado un par de insólitas obras con animales. Sylvio (Kentucker Audley, Albert Birney, 2017) era puro arte povera, tan sorprendente e inclasificable, tan curiosa como insuficiente. La historia de un gorila humanizado, white collar, que, en la intimidad, elabora obras de marionetas al estilo teletubby , que es captado por el show bussiness y posteriormente pervertido por el mismo, atrae tanto al inicio como desinteresa avanzado su metraje. Frente a ella, la encantadora Brigsby Bear (Dave McCary, 2017) (de la que ya hablamos en la crónica de Sitges) tiene, por su parte, la habilidad de recrear los juegos y las ilusiones infantiles con los trucos de Michel Gondry pero carece de la capacidad de puesta en escena de este director y, pese a su entrañable historia, padece una estética de telenovela.
En fin, olvidemos una edición decepcionante (con Gemini a la cabeza, o la cola, de la misma) y confiemos que la cosecha del próximo año recupere el nivel y, sobre todo, el riesgo de ediciones anteriores.