La enfermedad del domingo, de Ramón Salazar

Geografía emocional

Será por vivir cada vez más alejados de la Madre Naturaleza, que regresar a su seno aboca a las ficciones a impregnarse de una poderosa impronta metafórica. Esta cualidad ha caracterizado algunos de los títulos estrenados el pasado año en nuestro país —a saber: Verano 1993 (Estiu 1993; Carla Simón, 2017) y Morir (Fernando Franco, 2017), sin ir más lejos— y se encuentra en la medular del último trabajo de Ramón Salazar: la elaborada textura de las imágenes de La enfermedad del domingo (2017) posibilita que aflore consuelo ante el sufrimiento, que el pesar dada la certeza del inminente final se atenúe en comunión con un edén boscoso, de contornos progresivamente menos definidos… volveremos a ello más adelante; antes conviene detenerse unas líneas en la figura del director malagueño, devenido, seguramente sin pretenderlo, en figura ciertamente insólita en el panorama del cine español.

Que con casi veinte años de trayectoria su producción conste de tan sólo seis títulos, dos de ellos cortometrajes, remite de manera inequívoca a la maceración lenta que caracteriza a sus obras, recorridas por un énfasis expresivo que, en la estimulante etapa en que se encuentra actualmente su cine, se alcanza por la vía de la depuración formal. Si bien la plasmación fílmica de un determinado estatus de belleza que emana de la cualidad estilística con que son recreados personajes y ambientes —aunque en determinadas ocasiones, por esta misma vía se llegue a un feísmo de filiación costumbrista— se constituye en elemento vertebrador de su filmografía, resulta evidente que tanto en Piedras (2002) como en 20 centímetros (2005) se aúna a la pretensión de interpelar al espectador saturándole de estímulos, movilizándole merced a la sucesión de peripecias de hondo calado vivencial, contextualizadas en entornos de cuidado cromatismo. A la emoción, el gran objetivo, se llega así por la vía del artificio.

No es de extrañar que ante este corolario, la filiación con el cine de Pedro Almodóvar quede sólidamente establecida, máxime apelando al protagonismo ejercido por un nutrido grupo de mujeres cuyas veleidades sentimentales resultan tan preeminentes a la hora de conferirles entidad fílmica como las prendas que moldean su figura. En todo caso, si la empatía cómplice con que Ramón Salazar retrata esta geografía emocional ya denota una mirada propia, el alejamiento de la alargada sombra del firmante de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) quedará definitivamente establecido con la ruptura tonal que ejemplifica 10.000 noches en ninguna parte (2013): del retrato femenino coral al solipsismo de un tipo apocado, disociado en tres existencias, equidistantes entre la realidad y el deseo, que lo conforman retroalimentándose mutuamente.

Pese a que a subsiste la visión idealizada con que se recrean esas vidas no vividas, y por ello mismo sublimadas, en las que el protagonista se imagina disfrutando en París y Berlín de las experiencias que su mortecino día a día en Madrid le niega, la grisura ambiental de lo real se apodera, insidiosamente, del relato, marcando un tono progresivamente más enrarecido, lo que contribuye a generar un estimulante juego de espejos deformantes con su propia mente quebrada. La limpieza de trazo que caracterizara su díptico precedente es sustituida, en afinado diálogo con esta premisa narrativa, por un caleidoscopio de imágenes que se suceden, en ocasiones torrencialmente, alternando diversos formatos. En este contexto de renovación de las formas quizá el uso del color resulte el elemento más distintivo: del artificio estetizante pasamos a su gradación naturalista, sometida a la presencia/ausencia de luz natural.

Hija, y madre

Este camino de depuración, por así definirlo, alcanza con La enfermedad del domingo tal primacía que cuesta reconocer al firmante de Piedras, pese a que tras la parsimonia con que se suceden las secuencias encontremos los grandes temas del cine de Ramón Salazar: de nuevo una historia de mujeres, unidas por lazos familiares profundos, esclavizadores. La maternidad como vinculo tensionado, alienante, que aboca a los hijos al abismo de una vida desnortada, disfuncional; de manera menos explícita, la disolución de la barrera entre realidad y ficción, devenida en fina membrana permeable desde el momento que la acción abandona los lujosos interiores de la Barcelona opulenta para sumergir a Chiara y Anabel, hija y madre, en un limbo natural de lindes cada vez menos reconocibles, conforme la certeza de un final intuido desde el comienzo del relato deviene dolorosamente patente. La ruptura con la cruda, indeseada realidad se proyecta, en ausencia de liberadora ensoñación, a un edén primigenio convertido en antesala de la muerte.

Dado el recurso a una puesta en escena serena, contemplativa, las diversas emociones en liza se atemperan; ante la escasez de diálogo estas son canalizadas por los ominosos silencios, el cadencioso fluir de los días en un entorno rural que contribuye poderosamente a esa impresión de tiempo detenido. La labor de Barbara Lennie y Susi Sánchez, ambas espléndidas en dos caracterizaciones ajustadas al milímetro, resulta aún más meritoria si atendemos al hecho de que se construye, en ausencia de palabras, desde el gesto y la mirada. El cuerpo y su relación con los espacios. Conforme la película se va cerrando sobre sus protagonistas, la tensión inherente a una situación claustrofóbica, pese a la abundancia de espacios abiertos, se traslada a su propio rostro, en un proceso de vampirización cruzada que dialoga, de manera inesperada, con la poética existencial de Ingmar Bergman.

El empeño, ni que decir tiene, resulta sumamente arriesgado, y el ritmo moroso, exasperante en ocasiones, que imprime a la narración una métrica tan ajustada espantará a no pocos espectadores; por no hablar de que, en (¿involuntario?) contraste con el tono dramático general, las escenas en que madre e hija se relacionan con los habitantes del pueblo están resueltas con cierta dejadez, con la meritoria excepción de la visita de Anabel al cementerio, en la que el hálito mortuorio que emponzoña a estas alturas el relato adquirirá consistencia física, al modo de las vanitas barrocas, en plano sostenido. En este como en tantos otros pasajes de La enfermedad del domingo, la valentía radica en permitir que las imágenes hablen por sí mismas, que es tanto como decir que cada uno llegue a sus propias conclusiones sobre lo que implican, indagando en su trasfondo psicológico sin guía que nos muestre el camino. En palabras del propio director, extraídas de la entrevista de Beatriz Martínez publicada en el número de febrero de Caimán cuadernos de cine: <<Necesitábamos estar muy quietos para estar atentos a los silencios y las reacciones. Es un film montado sobre el que escucha más que sobre el que habla. Y también un drama seco, así que no podíamos enfatizar con ningún elemento, ni siquiera con la música>>.

El círculo abierto por El domingo (2017) se cierra 35 años después, con el retorno a una casa que espera, en silencio; con la luz de la ventana encendida. Lo que antecede a este final que es, ante todo, un principio constituye un brillante ejercicio de síntesis servido por un cineasta que, sin renunciar a sus rasgos distintivos, apuesta por un modo novedoso de mostrarlos. Lo que pervive, a fin de cuentas, es la absoluta confianza en las posibilidades expresivas del audiovisual, cuya belleza reside tanto en el que filma como en el que observa lo filmado, siempre y cuando se tome su tiempo para detener su mirada. En la consecución de este hito reside la principal apuesta de La enfermedad del domingo, que a la espera de ver si marca tendencia en la filmografía futura de Ramón Salazar, ya muestra a las claras un hallazgo incontestable: a la emoción también se llega por la vía de la depuración.