Cartas entre una madre y una hija
La historia del cine nos ha enseñado que los Estados Unidos se atraviesan en coche y no caminando. Entre todos los estados, la urbanita California, meca de Hollywood, es territorio árido para ver desde el retrovisor y es interpretado, normalmente, a través de recorridos en descapotable. Greta Gerwig nos presenta desde el interior de un coche la ciudad de Sacramento a la que está vinculada emocionalmente desde su infancia. El lado de las vías que conforma el Sacramento de su personaje, Christine “Lady Bird” McPherson (Saoirse Ronan), se identifica con casas unifamiliares pequeñas, tiendas de ultramarinos, calor y poca cosa que hacer. El tipo de ciudad del que cualquier joven con aspiraciones artísticas querría escapar. Pero Sacramento no es sólo un lugar sino también un estado vital, una identidad temporal. Los territorios son para los personajes pensados y encarnados por Greta Gerwig fases intrínsecas a su personalidad: Lady Bird no existiría sin Sacramento de la misma manera que Abbie (Greta Gerwig en 20th Century Women) no tiene sentido sin su decisión de permanecer en la ciudad de su infancia, ni Frances (Greta Gerwig en Frances Ha) conseguiría madurar si no iniciara un camino de retorno desde Nueva York hasta, nuevamente, Sacramento. Todas las protagonistas treintañeras del indie mumblecore transmutan cuando cambian de ciudad: mudan la piel adaptándose a nuevos entornos y nuevas redes de afecto, nunca vuelven a ser las mismas.
En la primera escena de Lady Bird (Greta Gerwig, 2018) el coche familiar entra en Sacramento. En el camino a los diferentes entornos que forman la vida cotidiana de la protagonista, el coche se convertirá en un espacio seguro en el que desnudar los miedos de la adolescencia: la protagonista, aún sin carné de conducir, es trasladada por padres, hermanos, amigos y conocidos con sus consiguientes oportunidades para mostrar los diferentes aspectos de su personalidad. Así, sabemos que Lady Bird es una joven de nombre dado a sí misma, pelo rosa y una escayola fucsia a juego que completa la gama de colores de los años 2000. Christine estudia su último año en un instituto católico que sus padres no se pueden permitir y quiere ir a una impagable universidad de la costa este para formarse en artes. Esta colisión entre dos clases sociales, origen trabajador-entorno privilegiado, genera una discordancia entre las vidas posibles y la experiencia percibida por esta familia. La realidad que rodea a Birdie es aquella de niños de urbanización con piscina, adolescentes que no se plantean sus privilegios y que permanecen ajenos al mundo adulto. La realidad con la que carga a su espalda es el peso de sus orígenes obreros a los que decide hacer caso omiso en un ejercicio de egoísmo adolescente sin malas intenciones: Christine, en el rol repetido hasta la saciedad de mala estudiante que pone en cuestión cualquier autoridad, busca abrirse su propio camino sin entender de clases ni entornos.
¿Por qué empatizamos con Lady Bird si no es más que el estereotipo reiterativo de cualquier high school movie? Lady Bird es pura franqueza, su manera injusta de confrontar los problemas alejan toda dulcificación del modelo adolescente femenino y nos sitúan en el terreno de lo real. Desde la contraposición entre aspiraciones y oportunidades, hasta el sexo y la maternidad: todo es puesto en cuestión por la joven que transita un camino evolutivo hacia su irremediable partida de Sacramento, su llegada a Nueva York y su nueva condición como persona adulta.
Lady Bird se desarrolla en una rutina de cotidianeidad acelerada que va banalizando cada vez más las vivencias de su protagonista: las clases, las relaciones amorosas, la escuela de teatro, los conflictos familiares… “Ojalá pudiera vivir algo intensamente” le confiesa Lady Bird a su madre con honestidad adolescente. El corte rápido y picado que caracteriza la película —el guion inicial superaba las 350 páginas— hace que Gerwig sólo se asome a las situaciones, pero no llegue a zambullirse en ellas. La imprecisión de la narración subraya la idea de una joven que queda superada por la dimensión de acontecimientos a asimilar. Nosotros, espectadores que han dejado atrás su adolescencia, nos removemos en nuestros asientos pensando en la magnitud de vivencias a la que se enfrentan los jóvenes. En esta carrera hacia la madurez, dos ejes atraviesan el aprendizaje de Lady Bird: la experiencia familiar concretada en la maternidad y los vínculos emocionales o el abandono del amor romántico en pos de la amistad.
Las relaciones madre-hija simplificadas al extremo en las películas de instituto adquieren aquí peso y complejidad. Marion (Laurie Metcalf) no es una madre “pelmaza” que obliga a su hija a recoger la ropa tras una noche de fiesta. Si bien esta escena cliché tiene lugar en el filme, Gerwig resignifica a Marion que a nuestros ojos es la madre en constante estado de preocupación por los anhelos de su familia. Existe así un desajuste entre lo que vemos y lo que interpretamos que nos hace seguir al personaje por la narración identificándola como eje central de la familia que teje una tela donde los miembros pueden caer sin hacerse daño, convirtiéndose en protectora y proveedora. Por ejemplo, comprendemos el sutil rictus de Marion tras escuchar cómo su hija dice que “viven en el lado equivocado de las vías” —una metáfora real pues tras la estación de tren se encuentra el Sacramento más empobrecido—. Greta decide minimizar la reacción de la madre de forma que los espectadores seamos sutiles cómplices de su tristeza. También la comprendemos cuando acompaña a su hija a comprar vestidos de fiesta, siempre con su uniforme azul de enfermera, un mono apagado que el personaje siempre lleva puesto y que elimina cualquier rasgo de su personalidad convirtiéndola en fuerza trabajadora por y para los demás. Gerwig alimenta una relación madre hija llena de soledades y de encuentros, de sufrimiento y de ternura. Marion representa unos brazos en los que mecerse cuando algo ha ido mal pero también la maternidad que busca “la mejor versión de sus hijos”, aquella clase obrera, teorizada por Bourdieu, que confía en el sistema y empuja a los jóvenes a hacer todo por triunfar ofreciendo lo mejor que tienen. Lady Bird —en su papel de adolescente caprichosa— se levanta contra la protección maternal culpabilizándola por no comprender sus aspiraciones, no entendiendo por qué el resto de mujeres en su entorno admiran a esa madre que se desvive por una vida mejor. Ante esta actitud, Marion no podrá más que escribir unas cartas pensadas para no ser leídas pero rescatadas de la basura y metidas a escondidas en la maleta de la hija cuando deja el hogar. Marion optará por no despedir a su hija en el aeropuerto, pero romperá a llorar cuando el avión haya despegado. La ambigüedad atraviesa esta relación de amor sin igual.
Maternidades aparte, el amor romántico fallido y las relaciones tóxicas son otra de las carreteras a transitar antes de volar a Nueva York. Lady Bird afronta el noviazgo como una ambición a alcanzar para completar la experiencia de la vida adolescente. Sin embargo, nuestra protagonista pone sobre la mesa cuestiones nunca discutidas en el cine para adolescentes como la primera experiencia sexual cuestionada por Lady Bird, que cuenta con uno de los diálogos más potentes de la película y un trabajo de evolución del personaje en apenas unos minutos: la alegría inicial por perder ese lastre que es la virginidad en el mundo moderno —“¡Me puse encima! ¿Quién coño está encima la primera vez?” grita Lady Bird retratando los “éxitos adolescentes” en toda su realidad— la traición al darse cuenta de que su compañero ya había tenido sexo en innumerables ocasiones y finalmente la reapropiación de la sexualidad cuando afirma delante de su mejor amiga que sigue prefiriendo el chorro de la ducha al sexo con un hombre. En las películas de amor romántico heterosexual el hombre es el deseante, la mujer es la deseable y el sexo es siempre ideal. Gerwig subvierte los roles y pone en cuestión el sexo clásico como fuente de placer. Lady Bird no es cuestionada por ninguna mujer de su entorno, sólo por su pareja sexual que le replica con desprecio “tendrás mucho sexo no especial en tu vida”, retratando la posición de condescendencia masculina frente a la experiencia de la primera vez.
La epopeya de Lady Bird acaba al comienzo del verano. El ritmo dinámico de la vida en Sacramento se congela en tres meses de calor pegajoso en los que Birdie completa los rituales de fin de la adolescencia, concluidos tras aprobar el carné de coche. Los personajes que solían transportarla quedan relegados a un segundo plano, en sus últimos días en Sacramento Birdie se convierte por primera vez en parte activa de una ciudad que ya no le pertenece y que sólo podrá vivir con nostalgia. Sacramento no es el mismo, sino una ciudad suspendida en el tiempo, esperando a que se reanude el curso escolar. Dejando atrás su ciudad natal Birdie se desprende también de parte de su identidad, ya en Nueva York dejará de llamarse Lady Bird para ser Christine.
Lady Bird es heredera orgullosa del mumblecore, aquel subgénero indie que encumbró a la propia Gerwig en su afán por reflejar la tristeza pesimista de los jóvenes blancos norteamericanos ante la vida adulta. Casi siempre en sus treinta, los protagonistas se enfrentaban al fin de la etapa universitaria y la incorporación al mercado laboral. Lady Bird presenta a una protagonista de 17 años, edad que nos sitúa más en la denostada comedia-drama de instituto que en el propio movimiento indie. Urge romper una lanza por Greta Gerwig y su decisión, el adolescente recién interesado en el cine nunca ve respaldados sus gustos por una academia que decide premiar películas adultas y sin ninguna conexión con su realidad: ante los filmes que representan los conflictos en el universo del instituto, la crítica ríe tachando de comercial y ridículo. Gerwig entra en los premios Oscar por la puerta grande afirmando que la adolescencia puede resultar compleja, que el universo de los años 2000 era magnífico y que las feminidades tienen mucho que decir, aún a los 17 años. En esta edición de los galardones norteamericanos, Gerwig se ha convertido en la quinta mujer de la historia en ser nominada a mejor directora, la cuarta en perder el premio. En un año con propuestas atrevidas y originales, la decisión del jurado de premiar a Guillermo del Toro y su obra La forma del agua perdura la tradición de la comodidad, la falta de riesgo y la historia fácil y políticamente correcta.