Herir la herida
Escribir es un suicidio expiatorio. Bien lo sabemos quienes dedicamos la sangre a ese derramamiento utilitario, tan desgraciadamente unido a la purgación sistemática del alma, antes de hacernos costra. Pero nombrar lo inenarrable, tejerse en tinta escarificando lo menos posible el contenedor carnal que nos alberga, es también un ejercicio de doloroso sacrificio; pues la inspiración, ese horizonte doblemente inalcanzable y aledaño, tiene tanto de escurridiza como de efímera y su naturaleza se rige por un extraño laberinto de crueldad y belleza.
Fantasía y realidad son dos de los pilares capitales sobre los que se sostiene la palabra, aspirando a edificarse en templo de lo que el pecho necesita vomitar. A pesar de su patente oposición ambas son igual de lícitas en la escritura, ya que la realidad también se fantasea y a la fantasía a veces se la fuerza a ser verdad. La literatura reflexiva, o en otras palabras “meta-escritura”, la que explora el propio juego en que la misma consiste, ha tratado de esbozar cuán contradictoriamente abnegado, desplaciente y laborioso es su camino, exponiendo de muchas formas los métodos y fórmulas a los que el canal conductor de la expresión narrativa debe atenerse. Apoyándose en los cimientos antes mencionados, y obcecadas en desentrañar el mecanismo de la inspiración, Musa (Jaume Balagueró, 2017) y El Autor (Manuel Martín Cuenca, 2017) investigan y se recrean en la entrañable y despiadada yincana de escribir.
El fracaso y la ambición apasionada, evolucionados hasta distorsionarse y configurar una apenas traviesa e inocente malicia conductual, estructuran el arco psicológico de El Autor, filme basado en la novela original de Javier Cercas, El móvil (1987), en el que Álvaro (Javier Gutiérrez) se ve sumido tras su incapacidad escritural y su divorcio con Amanda (María León), una novelista primeriza cuya ópera prima se convierte en el típico superventas de literatura barata. En esta línea, entre la frustración creativa y la superación vengativa, Álvaro se metamorfosea en una especie de demiurgo, un narrador-deidad omnisciente que manipulará a los vecinos del edificio donde vive para sustraer de ellos una historia, la trama nacida del drama que él mismo imbuye y origina.
El Autor es una apología al hiperrealismo, a la sublime poética de lo mundano, a la mina de relatos verosímiles del día a día. Así lo evidencia el protagonista del filme cuando al fin comprende, empujado por su profesor del taller de escritura, Don Juan (Antonio de la Torre), que «la verdad está ahí afuera» y empieza a observarla por sí mismo, imágenes traducidas a silenciosos planos de corte documental (la gente paseando, una pareja en una fuente, la ambulancia) que nos intrigan, pues laten una historia oculta. Esa es la verdad. La pura, la rotunda verdad. De la que un autor realista bebe para nutrir una obra irrevocablemente veraz en la que no quepan las grietas y que el lector pueda creer despojado de la duda. Asimismo, ese hiperrealismo es tal que raya la ficción: un proto-escritor frustrado cuya codicia le lleva a interferir pasivo-agresivamente en la acción de sus personajes, es decir, personas reales, no ficticias, no inventadas. Como contrapeso, El Autor también trae consigo una sabida consigna: “la realidad supera a la ficción”, como se muestra al final de la pieza, cuando Álvaro se percata de que, cuando sus “personajes” dominan su propio paso y albedrío, es el marionetista quien sucumbe a las decisiones de estos. El cazador cazado.
Pero no siempre debe un autor beber de aguas cristalinas. A veces la inspiración no va ligada a la más estricta realidad, especialmente en poesía, porque en ésta siempre radica un pulso mágico, aun cuando el verso roe la carne sabor cemento de la más absoluta realidad. Y esa es justamente la ubre de donde mama Musa, o la novela en la que se basa, La dama número trece (José Carlos Somoza, 2003), para explicar los dóndes y los cómo de la invocación del genio poético.
Con la poesía no se anda con chiquitas. Es necesario decirlo, pues quienes la existimos y parimos a conciencia, consagrando cada partícula de vida al verso, recibimos siempre con pavor y angustia las películas que tratan de abordarla. No tan sólo por el miedo a vernos mal representados en un personaje arquetípico de apariencia bohemia, aunque aceptemos quedamente el alcohol como dieta vehicular de nuestra lucha, sino también por hallar palabras simplonas y excesivamente dulces dolorosamente disfrazadas de poesía. Su función nada tiene que ver con la seducción y el romanticismo, como quiso vendernos El club de los poetas muertos (Dead Poets Society; Peter Weir, 1989), y sin ánimos de ofender a Walt Whitman, Robert Herrick, etcétera; ni es la estrategia friki de un donnadie para ligar con la diosa rubia de la facultad, como ocurre en casi todas las cintas —vomitivas, sosas, predecibles— donde la poesía asoma la nariz, aunque sea para engordar el guion con un recurso tan común como ridículo. Lejos quedó la inspiración poética por generación espontánea ante un paisaje bucólico. Ya hace tiempo que marchitamos a propósito la flor porque su belleza se nos quedaba corta.
A diferencia de en El Autor, aquí el manantial de la lucidez no es el contexto, sino el núcleo; no la verdad que hay ahí afuera, sino la que hay aquí adentro. Musa explora el sacrificio que conlleva escribir poesía. Y lo hace mediante una alegoría que toma a las musas como base mitológica. En la narración, éstas son criaturas malvadas cuya intención es adentrarse en el mundo humano a través del embelesamiento, en este caso concreto utilizando a Samuel Solomon (Elliot Cowan), poeta y profesor de literatura, y a Rachel (Ana Ularu), una musa desmemoriada. Pero la lectura de la trama, bajo un preciso prisma de noción —que no interpretación— poética, va mucho, muchísimo más allá.
Siete son las musas que desarrollan la poesía: la que invita, la que conjura, la que miente, la que castiga, la que adivina, la que apasiona y la que se esconde. Cada una posee un rol literal en la película, la que castiga se regocija en la tortura escarificando versos en el cuerpo y la que miente se enmascara con otros rostros. Así de sencillo. No obstante, la historia cambia al percatarnos de que las siete musas representan el proceso escritural poético: la apetencia de escribir (invitación), la búsqueda de las palabras (conjuro), el descarte de irrealidades (mentira), la dureza masoquista de la introspección (castigo), la duda sobre la verdad (adivinación), la pasión y el placer de la palabra (apasionamiento) y el poema nacido o verdad total (escondite), que es preciso aniquilar para evitar la repetición y reiniciar el juego cíclico de escribir, acto que, de hecho, sucede en la película. Musa es la metáfora de concebir un poema, una personificación, aunque fantástica, de los estadios por los que un poeta debe pasar para decir. Que la atmósfera acaricie un halo perturbador no es azaroso: hurgarse dentro y proceder a la extirpación sin anestesia es todo un ritual, casi obscurantista, que conlleva un enorme sacrificio, un gran dolor.
Y ese dolor autoinfligido forma parte de la entrega en que consiste escribir. Tanto Álvaro como Samuel, a pesar de sus intereses divergentes, prosa y poesía, y del trato de la historia a la que pertenecen, realidad-ficción y fantasía, experimentan desde la mismísima piel el proceso extremo de crear. La inspiración no es un mero azar circunstancial mediante el que conjugar la idoneidad de las palabras; sino un trance psico-obsesivo para acceder a la verdad de lo intangible e inmiscuirse en ella hasta pertenecer a su morfología y su universo. Es precisa una convencida voluntad de sadomasoquismo para con el yo que se es y el yo que se persigue, comprender la licitud de la dualidad y aprender a convivir con ella. Ese es el suicidio. No basta con ahorcarse a un par de palmos de la baldosa: hay que, además, dislocarse cada hueso, hasta el más pequeño, para tocar con los pies completamente planos el reflejo inmóvil de lo sido. Ese es el extremo inmolador de la escritura, su plus ultra o más allá. No herirse, sino herir la herida.