Tres hipótesis de estudio para intentar comprimir mi D’A 2018 en base a unas supuestas constantes más azarosas que reales (esa manía por ordenar el caos tan propia del género humano, por dotar de intención a la casualidad). Reconocido el pecado, aquí van un puñado de películas protagonizadas por extraños que recalan en comunidades asentadas, por forasteros que intentan adaptarse en entornos bastante hostiles. También hablaremos de fes que obstaculizan —en lugar de canalizar— la expresión del sentimiento más profundo del creyente y… y de alcohol, sí, de filmes con mucho alcohol.
El forastero
Llegó de no se sabe muy bien dónde y dice querer avenirse con los lugareños. Con unos lugareños siempre reticentes porque, a fin de cuentas, a ese tipo que viste distinto, habla en otra lengua o reza a otros dioses… ¿de qué carajo lo conozco? ¿Y si resulta que es más pobre que nosotros?
Western (Valeska Grisebach, 2017) sería sin lugar a dudas la vertebradora de este gran tronco temático. Unos trabajadores alemanes aterrizan en un país del este de Europa para ejecutar una obra civil cualquiera conforme al calendario de la empresa adjudicataria. Un contrato por obra y servicio que les ata durante x semanas a otro territorio, a otras gentes. De ellos dependerá sacar algún provecho de esta experiencia o permanecer enrocados en su castillo, con su orgullosa bandera y sus cervezas, ajenos a cuanto les rodea (o, según piensan, les “amenaza”) y llevándose del país la misma idea preconcebida con la que llegaron.
Gutland (Govinda Van Maele, 2017) nos habla de otro temporero pendiente de aceptación por parte de una comunidad bastante perturbada. ¿Qué hará un alemán buscando curro en Luxemburgo? ¿Os imagináis a un sueco en la vendimia? No, no, aquí hay algo raro…
Pues si creéis que él esconde algo, esperad a saber los pasatiempos de sus nuevos vecinos. El extraño quedará bien extrañado, aunque encontrará el mejor de los parasoles posibles: un montón de vicios compartidos.
The Charmer (Milad Alami, 2017) es más perversa en su acercamiento al desconocido: ni tan desvalido, ni tan ingenuo. Un iraní residente en Dinamarca se embarca en una cruzada desesperada con un único objetivo: obtener la residencia. Cazador nocturno, lobo solitario en pos de una mujer que por encima de cualquier otro encanto… tenga la nacionalidad danesa.
¿Un cínico, un amoral? Tengamos cuidado a la hora de sacar conclusiones: su incomprensible drama (incomprensible desde nuestro anómalo oasis primermundista) quizás no sea más que la reacción lógica de un superviviente inteligente a unas leyes tan implacables como perversas.
La forastera (antaño, amante inolvidable) puede ser un icono del pasado que regresa para volverlo todo del revés. La Marion Cotillard de Los fantasmas de Ismaël (Arnaud Desplechin, 2017) ejerce de Rebecca sádica: esta sí volverá de entre los muertos, aunque sólo sea para amargarle la vida a un Mathieu Amalric incapaz de olvidar, incapaz de avanzar… ¿incapaz de crecer?
¿Un hijo como sinónimo de forastero, de recién llegado, de desconocido? Sí: esta es la tesitura en la que se halla el Jim Belushi de Sollers Point (Matt Porterfield, 2017). Tras la cárcel y el arresto domiciliario, las primeras horas de vuelta al barrio no auguran nada bueno. En continuo estado de observación por parte de un padre que ni sabe ni comprende, el joven desnortado volverá a cometer los mismos errores, no sabemos si por aburrimiento o por falta de imaginación.
Pero el extraño a veces también puede estar ahí para echarnos una mano. Irrumpe inopinadamente y toma decisiones que no comprendemos muy bien, pero… la intención es lo que cuenta, oye. La desconocida de Cléo & Paul (Stéphane Demoustier, 2017) intentará hacer de buena samaritana, devolviendo una niña perdida a su añosa cuidadora. Mientras lo intenta, nos pasearemos por un París superpoblado de forasteros de la razón que se dedican a cazar Pokémons. Es lo que hay.
A estación violenta (Anxos Fazáns, 2017) también habla de extraños, de extraños en su propia tierra. Vuelven arrastrando el desarraigo y rescatan a supervivientes cuya única labor durante todo este tiempo ha sido conservar el recuerdo de tiempos pasados, atesorar madrugadas, rincones, besos, pasotes y playas.
El forastero, oiga usted, también puede ser un cara dura. Como el Abel Ferrara de Alive in France (2017) dispuesto a aprovechar una retrospectiva sobre su obra en las Galias para dar tres o cuatro conciertos discretos (por no decir que provocan vergüenza ajena) acompañado de un par de sospechosos habituales y de su jovencísima señora. Ferrara ejerce de turista, se amorra al micrófono para soltar sus soniquetes y se graba a sí mismo rozando el ridículo. Quizás —y como ya era habitual en su mejor cine— sea otra confesión consciente, otra oda a una improvisación que sobre las tablas y en directo… sencillamente no funciona.
La curiosidad puede hacer del forastero una rara avis. Es el caso del universitario naif de Soldatii, poveste din Ferentari (Ivana Mladenovic, 2017), que empeñado como está en empaparse de la cultura popular del lugar en uno de los barrios más desfavorecidos de la capital rumana, no calibra debidamente lo tóxica que puede llegar a ser su nueva relación (un muchachote dispuesto a imponer la ley del más fuerte).
Tiempo compartido (Sebastián Hofmann, 2018) sería un ejemplo de gentes tratando de habitar espacios donde siempre se está de paso: las villas clónicas de un conjunto hotelero inabarcable. Todos son forasteros en ese lugar que no ha visto nacer a nadie y en el que la diversión se constituye en rotunda obligación.
Para terminar me he reservado quizás la muestra más impresionante de extrañeza, de pavor genético al Otro. Se trata de Braguino (Clément Cogitore, 2017) poco más que un mediometraje que utiliza la forma del documental para analizar las formas en que la desconfianza, la fobia y la estupidez pueden acabar echando raíces en cualquier comunidad, por reducido que sea el número de sus integrantes.
Todos somos susceptibles de ser tratados como forasteros, aunque llevemos media vida conviviendo con otros de los que tan solo nos separa… el cauce de un río.
Te rogamos, Señor
Toca hablar de Dios, toca hablar de Schrader. El guionista y director que hizo de la culpa un personaje más, vuelve en First Reformed (2017) con otro comulgante en crisis. Y menuda la suya: sus consejos espirituales (en calidad de cura de una parroquia con escaso número de feligreses) no han logrado sacar de la depresión a un ecologista histérico, dispuesto a pasar de las palabras a los hechos. ¿Cómo no echarse en cara la falta de empatía, la imposibilidad de llegar a quien más nos necesita?
El capellán sobrepasado (por los acontecimientos, por sus superiores, por su pasión en ciernes) tira de diario y whisky —a fin de cuentas, a Bukowski también le ayudaba a escribir— para levantar acta de su fracaso como pastor, pero con la vista puesta en una redención final… de traca.
Acostumbrados a películas en las que la propia fe acaba condenando a los protagonistas, Disobedience (Sebastián Lelio, 2017) representa casi una proclama reaccionaria. A vuestro juicio dejo si se pasa de optimista, de ingenua, de improbable. Pero lo cierto es que este reencuentro lésbico abandona pronto el camino lúbrico —que no, que no es sólo un calentón— y se interna por densas y profundas sendas: el perdón, el ejercicio del libre albedrío, la valentía de interpretar las creencias personales en clave humanista…
Camarero, ¡otra de lo mismo!
Terminamos alcoholizados, que es una manera como cualquier otra de concluir cualquier encuentro cinéfilo. Y lo hacemos de la mano de un borrachuzo irredimible: el Hong Sang-soo de The Day After (2017). Un ‘in soju veritas’ alrededor de las efímeras hazañas de un pichabrava descontrolado, embarcado en un concatenado de mentiras difíciles de mantener (y de recordar).
Sang-soo nos vuelve a sentar en el pico de la mesa, dispuesto a desmontar la fachada de “legitimidad y profesionalidad” de su alter ego. La condición humana es eso para este asiático autocompasivo: siete copas de más, una máscara que cae y un desespero por ir constatando cómo se va la vida (mientras los jóvenes, a nuestro alrededor, cada día parecen más jóvenes).
La iconoclasta Night is Short, Walk on Girl (Masaaki Yuasa, 2017) pone el colofón festivo a este slalom a tumba abierta por la copiosa programación de este D’A 2018. Una menor con un hígado superdotado es la maestra de ceremonias de esta luminosa locura en la que cabe de todo: teatro amateur improvisado, bailes sofistas, gripes de inusitada repercusión, mercadillos de libros de segunda mano y… y mucho, mucho bebercio. Porque cuando todo vale no hay nada raro en que nuestra protagonista rete a dipsómanos profesionales y vacíe los barriles de los garitos con peor reputación de la ciudad. Sin que la cosa deje de ser un anime, sin que la fábula renuncie a su final feliz.