The Green Fog (Guy Maddin, Evan Johnson, Galen Johnson) / Les fantômes d’Ismaël (Arnaud Desplechin, 2017)
Alargada, sin duda, pese a la oronda figura del magistral realizador. No basta que en un lapso relativamente breve hayamos visto un biopic y un par de documentales sobre el director británico. En el D’A su figura, su ideario, ha reaparecido de nuevo. Aunque, si en las obras mencionadas, la referencia más clara era Psicosis, en los casos que nos ocupan la cinta modelo era Vértigo. Los azares del visionado juntaron ambas obras en un programa doble y, pese a las diferencias en objetivos y métodos de cada una de ellas, conformaron un díptico que no desmereció en absoluto.
The Green Fog era la nueva aparición de Guy Maddin en el D’A. Nueva, feliz y celebrada por la platea con risas, complicidad y murmullos de aprobación. Maddin (y sus colaboradores) se lanzan a un titánico esfuerzo de recoger planos de películas de/en/sobre San Francisco y editarlos siguiendo las sucesivas temáticas aparecidas en el curso del hilo argumental de Vértigo. Así pues, la edición de innumerables planos breves (brevísimos por evitar derechos de autor) se ordena según la trama definida por Hitchcock. Tomados de incontables películas de cine o televisión, veremos sucesivamente planos de persecución por los tejados, entrevistas, las calles de San Francisco (con o sin Karl Malden y Michael Douglas), floristerías y flores, iglesias, coches en movimiento, visita al museo, el puente, la bahía y las olas… Finalmente, la reaparición de la Mujer (Judy) y la recreación (de Madeleine) se versionan mediante secuencias de peluquería y estética hasta alcanzar el clímax final dónde se alternan escenas de discusión o peleas de pareja con la destrucción de la ciudad por el terremoto o por monstruosidades gigantes surgidas del océano.
El brillante resultado, se puede degustar a tres niveles. Tenemos, en primer lugar, una hilarante película, Frankenstein de la edición, que juega con recursos tan viejos como son la repetición de gestos, la captación de muecas (forzadas en el montaje) y la contraposición de planos absurdos o imposibles, que dan lugar a puntos de fuga narrativos que pudieran ser tantas y tantas otras historias. No resulta especialmente original tanto en cuanto numerosos programas televisivos lo trabajan hace tiempo; pero el trabajo llevado a cabo en la sala de montaje es auténticamente meritorio. Ver al Comisario McMillan, su esposa y a Schulz, o a los detectives Mike Stone y Steve Keller analizar las mismas imágenes de super 8 o de monitores de televisión que nosotros vemos como espectadores, buscando pruebas o sospechosos, no deja de ser un plus.
Hay, en segundo lugar, el placer del juego cinéfilo. ¿Cuántas películas podemos identificar? Al final, Maddin lista los centenares de referentes para que podamos resarcirnos y detectar las que echábamos en falta (¡aunque, creo, no está What’s up Doc? de Bodganovich!). No se preocupen, pueden ver a Harry el Sucio (o, tal vez, el Fuerte), a Zodiac, y a tantos y tantos famosos como Joseph Cotten, Joan Crawford, Howard Duff, John Saxon, Richard Basehart, Nicholas Cage, Claude Akins, Jeff Bridges, Richard Gere, Meg Ryan, Mel Brooks, Humphrey Bogart, Joan Collins… Mención aparte para Chuck Norris, el más observado, y de quien los directores tratan de encontrar (vanamente) rastros de expresividad.
Y, en una capa más profunda, aunque sea el auténtico motivo de The Green Fog, tenemos la desconstrucción y reconstrucción de Vértigo. Del mismo modo que Scottie recuperaba a su amante muerte y la revivía, Maddin recompone la obra de Hitch con pedazos de cine. Hay pocas imágenes de la obra original: el peldaño de la escalera de mano, el oleaje junto al puente… pero el espíritu de Vertigo revive de la mano y la moviola de Maddin envuelto en la misteriosa niebla verde, tal y como Madeleine revivía en el cuerpo de Judy en la habitación de hotel.
Vimos, a continuación, Los fantasmas de Ismael (Les fantômes d’Ismaël, 2017). Arnaud Desplechin, es más cuentista que narrador y eso es algo que me encanta. A muchos las digresiones de sus películas les resultan molestas y, muy especialmente, en este caso. Sin embargo, para mí, la incontinencia narrativa que se apropia de Los fantasmas de Ismael resulta más un mérito que un inconveniente. Centrada en un director de cine atormentado por demasiadas cosas, pero egoísta y egocéntrico, al fin y al cabo, Desplechin se permite desarrollar (con mayor o menor fortuna) hasta 4 historias distintas. La ruptura narrativa que se produce a mitad de película, dando lugar a dos tramas progresivamente divergentes, ha de ser asumida o sufrida sobre la marcha por el espectador que se conformaba con un único hilo argumental.
Es en la primera mitad dónde, gran sorpresa, nos encontramos de nuevo con Vértigo. Después de décadas de llorar a su amada gran primera novia, después de estabilizar su vida con Sylvia, reaparece, de entre los muertos, Carlota, la revenant. No se molesta en explicar su ausencia en exceso. Estaba cansada y se fue. Nunca le importó el desconcierto o el sufrimiento de su pareja o de su padre. Personaje fantasmal pero también absolutamente egoísta, Carlota Bloom no es recreada por este Scottie sino que ella pretende recrear su vida pasada. Hay desazón, hay desconcierto, hay deseo, hay pasión… Desplechin nos sitúa, concienzudamente, en territorio hitchcockiano no sólo con el planteamiento. Tenemos la iluminación y el color, que nos llevan a la fotografía del clásico, y tenemos detalles como la presencia de Carlota en un cuadro que Ismael guardara, como la de la Carlota Valdés respecto a Madeleine.
Pero eso sólo era una parte de la narrativa que Desplechin decide desatar. El título habla de fantasmas, en plural, y, egoísta frente a egoísta, Ismael se aleja de Carlota. A partir de aquí tendremos múltiples tramas en paralelo. La de su suegro (o ex suegro, puesto que Carlota estaba dada oficialmente por muerta), Henry Bloom, personaje depresivo e histérico que mantiene a Ismael en una tela de araña tan intelectual como emocional. Se alterna ésta con la historia de la damnificada Sylvia, dudando si alejarse definitivamente de Ismael. Y, progresivamente, va tomando forma la del propio Ismael en tanto que director, manipulador, contador de cuentos, que utiliza sus películas para exorcizar sus sentimientos contradictorios hacia su hermano Ives, alias Dedalus en la ficción de espionaje que está rodando (y que continua la historia del prólogo de Tres recuerdos de mi juventud (2015), vista aquí hace un par de años) y que veremos materializado como parte de la obra que contemplamos.
Obra descompensada y dispersa, sin duda, Los fantasmas de Ismael carece del emotivo romanticismo de la obra anterior de Desplechin, pero resulta atractiva por su capacidad laberíntica de retar al espectador a buscar una salida o, tal vez, a explorar nuevas historias ocultas entre las imágenes vistas. Aunque agotadora en el contexto de un festival, la película de Desplechin es la obra de alguien que ansía crear imágenes y que desea compartir con el espectador el placer de crear las historias que de ellas puedan surgir, exorcizando en nuevas películas sus (y nuestras) inquietudes o recreando, a partir de ellas, en el sentido más literal, nuestras pasiones.