En una escena de Lucky (íd., John Carroll Lynch, 2017), un esquelético señor de 90 años del sur yanqui entra en la cafetería donde acude cada mañana a tomar café y completar crucigramas y se encuentra a dos chicos que se dan un beso. El viejo resopla y mira para otro lado porque el mundo tal y como él lo recuerda ya no existe. Irónicamente, el tema de la película —y centro de las motivaciones del personaje— es la melancolía ante la certeza de que esa realidad que le rodea y que tanto parece irritarle vaya a desaparecer para siempre para ser engullida por el vacío. En definitiva, el miedo a la muerte.
Lucky es un retrato de la soledad a la que se ven condenadas las personas mayores, a través de una sucesión de deliciosas contradicciones. El cascarrabias de Lucky, encarnado por el desaparecido Harry Dean Stanton —mítico secundario del cine estadounidense y conocido por su emocionante trabajo en el Paris, Texas de Wim Wenders (1984)—, es un gruñón de pocas palabras, solitario, nihilista y ateo, que sin embargo sigue cada mañana la misma rutina de forma que solo puede entenderse como religiosa. Y aunque aparentemente esté cansado del mundo, le apasiona como a un niño aprender cada día el significado de nuevas palabras.
A su alrededor, los hombres de su edad, antiguos dueños y señores de una sociedad patriarcal, se están enfrenando a su mismo mal —la edad— de distintas formas. La alternativa que más irrita a Lucky es la de su inocente amigo Howard, que contrata a un abogado para dejarlo todo atado antes de morir, después de que su tortuga (y compañera de vida) haya desaparecido sin dejar rastro. Lucky se ensaña con él y con el realismo con el que está enfrentando su inevitable encuentro con la Parca, sin darse cuenta de lo valiente de su actitud: la ingenua serenidad con la que su amigo está enfrentándose a la vida, plasmada en el amor hacia su mascota huida y la fe incondicional de que está en un lugar mejor. Atrapado en un bucle asfixiante, Lucky deberá hacer un viaje personal para salir y descubrir que la llave de la vida eterna la tenía él todo ese tiempo.
En Lucky, la estrella de Harry Dean Stanton es protagonista absoluta y musa incondicional del director. La cámara se regodea en su mirada triste y en sus movimientos cansados, en la delgadez extrema de sus pómulos y en su ropa de vaquero olvidado. De fondo, el árido desierto sureño. Y, para sumergirnos de lleno en la pesadumbre del personaje, el film se apoya en la repetición de lugares, personas y acciones familiares como la casa, la calle, la cafetería o la taberna, que ofrecen piezas del puzzle que forma el mundo de Lucky y a la vez nos habla de su huella en el mundo, que no se compone de heroicas hazañas sino simplemente de estar ahí con sus vecinos cada mañana, con la seguridad de saber que ellos estarán ahí por él si algún día falla a la cita diaria.
Al carisma de Stanton y a la puesta en escena repetitiva se le suma una preciosa banda sonora a ritmo de armónica, que nos sitúa en una América muy concreta, la que Lucky añora y detesta a partes iguales. La importancia de la música va in crescendo hasta llegar a un esperanzador final, donde cantar una melodía se convierte en puente entre dos mundos, dos lenguas, dos Américas. Puede que el viejo Lucky no tenga más fe en la vida, puede que nunca la haya tenido, puede que respirar soledad a los noventa le duela como una enfermedad pero, mientras la siga padeciendo, su personaje está condenado a vivirla al máximo. Como una tortuga ancestral vagando bajo el sol del desierto.
Letra: “Sky Full Of Song”, de Florence + The Machine (2018)