Happy End, de Michael Haneke

La estancia vacía

La vejez y el reposo permiten al director experimentado sostener y observar con cercanía las ansias de los personajes que, en otro tiempo, fueron despreciados con crueldad por su banalidad. El escritor parece interesarse ahora por las motivaciones y las historias de cada una de sus creaciones defendiendo el derecho a una ética personal y negando la existencia de una moral universal. La conciencia socialmente determinada de cada ser humano le impide tener una visión negativa de sí mismo: la búsqueda de la felicidad individual se sitúa como el objetivo más ansiado. En este sentido, el rango de dichas que conciben los personajes de Haneke es bastante básico: sexo sucio y duro como salida prohibida a la jaula cotidiana, las tretas como juego personal para no perder el dinero innecesario; la vida, la muerte y el derecho a disponer de cada una, la libertad. Sostener teorías sobre si culpar al director o culpar a los mismos personajes —y por ende al ser humano— de estas trivialidades es tarea de cada uno de nosotros.

En lo referente a lo social, Happy End (Michael Haneke, 2017) bien podría acercarnos a los videos domésticos de cualquier familia europea acomodada. Sin embargo, el escritor nos fuerza —de nuevo— a relacionarnos con el clan más burgués de Calais. El patriarca agotado (Jean-Louis Trintignant) que quiere acabar su vida mientras la de su hija (Isabelle Huppert) está plenamente dedicada a la empresa familiar y a su hijo, el sucesor de la misma. El hermano (Mathieu Kassovitz) que debe acoger a la hija huérfana de madre de un matrimonio pasado. La esposa y el bebé de un nuevo matrimonio. Todos los personajes habitan los espacios de una misma mansión llenando y vaciando estancias en función de sus idas y venidas.

La mansión familiar está edificada en Calais. El lugar se menciona varias veces en el filme, aunque para el espectador es una zona descontextualizada y despojada de sus significados más actuales. Calais ya no es la sucia y anárquica jungla de migrantes grabada en nuestras cabezas sino una mansión aséptica, un sitio luminoso que huele a líquido de fregar y a amplios jardines. Los personajes se sitúan en el interior y miran hacia fuera, pero nadie les mira desde allí. Son el centro del mundo para Haneke, para nosotros y para sí mismos. La moral se construye desde los pilares de la casa e inunda todas las tramas paralelas.

La propuesta que nos hace Haneke es simple: una obra de teatro que a la espectadora le recuerda a una Marguerite Duras vieja y desnuda de sentimientos. Ya en la primera escena abandonamos la casa acogedora de la niña recién huérfana para entrar en el decorado de cartón piedra de una dramaturgia al uso: lo que será su nuevo hogar. “¿Te gusta tu habitación?” pregunta su padre: la amargura de esta duda no llega a calar lo suficiente en nosotros como para crear empatía. La obra de teatro se sitúa en varios espacios-escenarios: la mesa del comedor, la habitación del abuelo, el salón de invitados, las cocinas. La posición de los comensales en el comedor, la dirección y el orden de los movimientos, los espacios y las pausas: todo parece una coreografía artificial de unos personajes dirigidos desde un fuera de plano. La fotografía del filme refuerza esta estética teatral: largos planos fijos y generales —a los que el director ya nos tenía acostumbrados— que pasan a planos medios de expresión siguiendo el mismo recorrido que hace la mirada del espectador durante una función teatral. La iluminación resulta correcta pero, de alguna forma, forzada: como si quisiera recordarnos “no es del todo real”. El cine de Haneke parece construir su voz sobre arquetipos.

Amour (Michael Haneke. 2013)

Happy End además de una coreografía de cuerpos es también un mapa de ellos ¿Cómo se relacionan estos personajes más allá de si mismos? Los silencios y las ausencias los definen, pero también los pactos callados. Una sensibilidad singular despierta el abuelo cuya aparente planitud nos golpea durante una conversación con su nieta. Haneke nos recuerda sin piedad que éste fue el mismo hombre —bajo el nombre Georges, mil veces recuperado por Haneke— quien puso fin a la vida de su esposa agonizante (Amour, Michael Haneke, 2013), Anne (Emmanuelle Riva). Haneke nos pone contra las cuerdas y da la vuelta a nuestro concepto reduccionista de amor ¿Cómo aquel hombre en cuya casa vivimos por unas horas, cuya angustia compartimos y con el que asistimos a los últimos días de una mujer puede moverse con fluidez en este recién descubierto ambiente burgués? ¿Cómo no reparamos entonces en su herencia familiar? ¿Cómo el patriarca adinerado y capitalista, servido cada mañana por un criado de origen magrebí, pudo haber sido aquel hombre que espantaba las palomas para sacarlas de su piso y colocaba flores en el largo pelo gris de su mujer? Georges nos duele a cada palabra pronunciada en esta conversación. Enseña a su nieta un álbum de fotos ya presente en la otra vieja historia. Le recordamos entonces cantando para acallar los gritos de dolor de su esposa:

Sur le pont d’Avignon
On y danse, on y danse
Sur le pont d’Avignon
On y danse tout en rond

Al finalizar la lúcida escena Haneke ha conseguido que nos arrepintamos de ser jueves y que comencemos a mirar los personajes sin prejuicios, sin terquedades. Todos se merecen, de repente, ser tratados como personas y no como ricos idiotas. El padre vicioso escribe frenéticamente en el ordenador cosas sucias a su amante secreta, su deseo es evidente y real. Sale de la habitación. La hija pequeña y huérfana entra y husmea el ordenador y sus conversaciones, su ansia de conocer la verdad y su tristeza son real. Sale de la habitación. La mujer joven con su bebé en brazos entra, pasea por la habitación sin un atisbo de duda de lo que oculta el aparato electrónico, su amor e inocencia son reales. En la estancia contigua Huppert trama como salirse con la suya en un conflicto empresarial: su plan carente de ética no impide que notemos la preocupación y el cariño que siente por su hijo, el amor y la añoranza hacia su pareja. El personaje creado por el director austriaco nunca es tan banal como parece, sino complejo, pero únicamente porque el ser humano también es complejo. Esta es la única y última enseñanza de Haneke.

Amour, a pesar de la ausencia de banda sonora, nos resuena inevitablemente a la poca música diegética de la película: la cinta es, para todos sus fieles, Schubert. Happy End es la moderna Sia y su Chandelier, grabaciones perturbadoras publicadas en redes sociales, Happy End es videos chillones de YouTube y registros de cámaras de seguridad. Happy End es un poco más moderna y, por lo tanto, un poco menos atemporal. La apertura de la película se teje, entre los créditos iniciales, a partir de vídeos grabados por el móvil de un personaje anónimo que utiliza la aplicación Snapchat para reírse de su alrededor. Esta decisión, como todas aquellas que atan una obra a un tiempo, contribuyen a la pérdida de universalidad en aras de una pequeña narración anecdótica del mundo burgués actual.

Haneke ya no nos volverá a hacer llorar como hicimos con Amour. Emmanuelle Riva ha muerto y con ella se han ido las historias de tristeza y vejez. Georges, en Happy End, juega su papel de anciano senil que repite y repite circularmente unas preguntas a las que todos tenemos respuesta. Haneke, a sus 75 años, nos repite y repite también las mismas cuestiones que le han carcomido durante toda su filmografía. La reincidencia no nos acerca la verdad, pero alivia nuestras dudas.