Los perros, de Marcela Said

En el desierto de Atacama, Chile, el cielo es más nítido que en cualquier otra parte del planeta. Allí se juntan astrónomos de todo el mundo para observar las estrellas y tratar de leer en ellas nuestra historia. Al mismo tiempo, cerca de los observatorios, el viento barre las ruinas de Chacabuco, el mayor campo de concentración habilitado por Pinochet durante la dictadura.

Para Patricio Guzmán, el desierto de Atacama es una puerta al pasado: si el cielo contiene los secretos de nuestro origen, la tierra guarda los restos de las víctimas de la dictadura. En Nostalgia de la luz (2010), Guzmán explora esta semejanza en su búsqueda de una verdad atemporal, sensible, que trasciende lo fáctico y se nutre del recuerdo. Su centro de gravedad es la memoria histórica, tan frágil en un país que parece abocado al olvido. Una escena del documental ilustra a la perfección la precariedad de esta memoria: en ella, un antiguo prisionero de Chacabuco trata de reconstruir, a partir de una inscripción ya ilegible, desgastada por los años de viento y de lluvia, los nombres de sus viejos compañeros de módulo.

Como Patricio Guzmán, otros cineastas chilenos han centrado gran parte de su obra a reflexionar sobre la dictadura de Pinochet. Entre ellos encontramos a Marcela Said, cuya última película, Los perros (2017), sigue la amistad de una mujer de clase alta, llamada Mariana, con un antiguo coronel del régimen, ahora reconvertido en profesor de equitación. Si Guzmán se centra en las narrativas del pasado, tratando de encontrar una cierta justicia en el recuerdo, Said ahonda en el presente para mostrar la impunidad y el olvido que permean la sociedad chilena. ¿Cómo puede haber paz si los cuerpos de tantos opositores siguen aún desaparecidos y muchos de los responsables no han afrontado todavía las consecuencias de sus actos?

Said abre con una imagen perturbadora que marca el tono general de la película: una máscara deforme, monstruosa, se perfila en la oscuridad bajo una iluminación ténue. La obra forma parte del corpus artístico que Mariana persigue para su galería de arte, una búsqueda que la lleva a internarse en sótanos extraños, inciertos, donde el horror y la belleza se confunden. El rostro de Antonia Zegers, habitual de Pablo Larraín, absorbe todos los matices de esta dualidad, transmutando con una facilidad asombrosa una sonrisa dulce en una mueca inquietante.

Puede que esta fascinación por lo oscuro y lo siniestro sea el impulso que acerca Mariana al coronel, interpretado por Alfredo Castro (otro actor recurrente en la filmografía de Larraín). Puede que se trate también de un acto de protesta, de sublevación, frente a la actitud dominadora de su marido, que se empeña en prohibir y ridiculizar esa amistad extraña e incipiente. De hecho, Mariana se encuentra constantemente rodeada de hombres implacables que tratan de imponer su voluntad, y eso la empuja a crecer en espacios desde donde contestar y contrarrestar este discurso (“No quiero recibir más órdenes” apunta en un momento de la película), aunque a veces estos espacios resulten peligrosos e inestables.

Quizás el gran interés de la película reside en su planteamiento. La voz de las víctimas, esa voz que articula la obra de Patricio Guzmán, aparece aquí solamente en una escena, en forma de escrache frente a la casa del coronel. Por lo demás, Said busca los restos de la dictadura en aquellos que respaldaron el golpe de estado, en la falta de arrepentimiento del cuerpo militar y en la brutalidad silenciosa de una clase acomodada que prosperó a la sombra de la violencia. Los perros explora un terreno de ambigüedad, de claroscuros, y aunque a nivel formal la película sacrifique esa sutileza a favor de una simbología buscada, y a pesar de que los personajes palidezcan a veces al servicio de una idea, la directora aborda con valentía la complejidad de la situación presentada. Su valor reside en el intento de comprender, de llegar a sus propias conclusiones sin partir de narrativas preconcebidas.

La tematización recurrente de la dictadura de Pinochet en el cine chileno puede leerse como sintomática de ciertas carencias, como reacción frente al silencio y al olvido; pero también deja constancia de la implicación de los cineastas, de la comprensión de sus responsabilidades y del potencial del cine como herramienta política y social, capaz de abrir espacios de reflexión desde donde repensar la historia y restablecer sus omisiones. Se trata, quizás, de un ejemplo para tantos otros países que también arrastran los escombros de una dictadura, donde aún hay crímenes de guerra por juzgar y cuerpos que esperan a ser recuperados. En Chile, por lo menos, el olvido está muy presente.