No hay duda de que el gore tiene sus numerosos adeptos. Tampoco hay duda alguna de que el gore, más una estética, un estilo, que un género, ha desbordado fronteras, partiendo del terror y evolucionando más allá del fantastique para integrarse en el cine bélico, el religioso (gracias a Mel Gibson) y el policíaco. Revenge es la muestra más reciente de su influencia sobre el género rape & revenge, aquel dónde la víctima de una violación es vengada por ella misma o por sus familiares más próximos. En Revenge la situación se extiende por el metraje como una mancha (de sangre, no de aceite, por supuesto) a partir del ataque sufrido por una joven a manos de los amigos de su amante en una zona desértica. Sin embargo, hay un par de opciones tomadas por Coralie Fargeat que llaman poderosamente la atención y distinguen esta producción de otras.
Hay, por una parte, una buscada originalidad en la planificación visual que luce en toda la primera parte de la película, como tratando de marcar territorio y, a la vez, evitar el aburrimiento de aquellos espectadores más impacientes por llegar a las escenas de violencia: el primer plano en el que el helicóptero surge de la línea del horizonte y vuela sobre el espectador, la presencia morbosa de Jen tras/frente a las gafas coloreadas de su amante, el tinte de los cristales de la terraza, el movimiento de la joven que acerca sus nalgas al rostro de uno de los invitados… Algunos planos, en su mezcla de ambiente caluroso, sexualidad y violencia latente, recuerdan a Laissez bronzer les cadavres (Hélène Cattet, Bruno Forzani, 2017), otra obra que mezclaba sensualidad y disparos, aunque con unos objetivos de mayor alcance y más conseguidos.
Fargeat controla muy hábilmente las tonalidades y la intensidad del color y es ése uno de los mayores puntos de interés de la película. Porqué, a partir del instante en que una hormiga se ve sorprendida por la caída de una (primera) gota de sangre, el uso de la hemoglobina (evidentemente, espero, del correspondiente tinte) se generaliza y el rojo cereza se erige en el auténtico protagonista de la cinta. Coralie Fargeat decide contrastar el rojo con los ocres y amarillos de la tierra desértica y se lanza a una hiperbólica exhibición gore.
Se puede ser más o menos entusiasta del estilo (o, decididamente, repudiarlo en cuyo caso sería mejor evitar el visionado de Revenge). Pero, en cualquier caso, no puede ignorarse la voluntad de desbordar al espectador mediante sucesivas subidas de un mar de hemoglobina: desde la sugerente lluvia de sangre sobre los insectos, al “desempalamiento” con tatuaje incluido (una de las escenas más delirantes de la película) o la extracción de los cristales de la planta del pie. Fargeat va a tope y decide no tomar concesión racional alguna, ni en la estructura del guion, ni en la creación (nula) de personajes. Opta, por ello, en asumir como propia la ingestión de peyote de la protagonista y convierte a la víctima en una resucitada vengadora, gozando con ella de la exhibición hemoglobínica. Rehúye, pues, razonamientos o frialdad analítica y se lanza a una puesta en escena que remarca las heridas, el dolor y trabaja con primeros planos cortes, hemorragias y perforaciones varias en una serie de hipérboles y retruécanos visuales. Hay quien puede ver en Revenge una respuesta salvaje del “me too” o del “no es no” a las agresiones contra mujeres. Sin duda sería la base de la (mínima) estructura. Pero creo que Fargeat se ha limitado a foguearse en su ópera prima y se ha divertido con el sangriento “crescendo”. Una diversión que acaba por contagiar al espectador su negrísimo humor en el insólito y dilatado final, con los dos antagonistas bañados en sangre, dando incesantemente frenéticas vueltas por los pasillos de la casa, ora perseguidos, ora perseguidores, como si Tom y Jerry se hubieran dedicado al gore.