The Nightingale, de Jennifer Kent

La heroína gaélica definitiva

Si tuviéramos que escribir la receta que convierte a una película en polémica en el siglo XXI probablemente violencia, feminismo y raza estarían entre los ingredientes principales. A pesar de que no esté falta de ninguno de los anteriores, el estreno de The Nightingale (Jennifer Kent, 2018) en La Mostra de cine de Venecia no provocó úlceras porque los espectadores supieran a que se enfrentaban; tampoco por el interés en la nueva obra de la directora de Babadook (2015) de la que dicen es una de las mejores películas de terror de los últimos años. Lo que realmente afectó al público fue el hecho de que la australiana fuera, un año más en la desigual mostra, la única mujer compitiendo por el León de Oro. Muchos factores contribuyeron a que el 5 de septiembre la Sala Dársena del Lido estuviera a reventar y, mientras muchos esperaban ver un drama histórico, lo que se encontraron fue una película aún más aterradora que su predecesora en la que las propias reacciones del público en la sala se convertirían en el centro del debate posterior.

En la primera escena de The Nightingale, Clare (Aisling Franciosi) avanza mirando al frente por un camino de tierra mientras se adentra en la neblina de la maleza. En la cadera enganchado un bebé; en la otra mano, un cuchillo. Va a trabajar con su criatura a cuestas. Poco después, la vemos despertar en una cabaña de madera de colores cálidos, un hombre le sonríe al otro lado de la cama, Clare responde a la sonrisa. Kent acaba de trazar en escasos tres minutos los pilares que sostienen la personalidad de su protagonista: una convicta de raíces irlandesas sobreviviendo en la colonia británica de Tasmania en 1825. Clare, a pesar de su juventud, sufre por conseguir su libertad. Aún no ha perdido la esperanza, como podemos deducir de su actitud para con su marido y su bebé, pero no tardará en perderla.

La niñez de Clare es su arma de trabajo, es cantante de taberna, un ruiseñor que apacigua a los soldados cantándoles baladas en las que les vende una realidad alternativa, una fábula en la que pueden encontrar a una doncella y pretenderla. Las caras de los soldados hablan por sí mismas, unos (los más débiles) se dejan seducir por la historia; a los otros, los antagonistas de esta odisea, sólo les invade la lujuria de poseer el cuerpo joven de la cantante. En este filme, los soldados —siempre representados como reflejo de la civilización en tierras extrañas— son los salvajes. El teniente Hawkins (Sam Claflin) paradigma de la degeneración e imagen del privilegio del opresor blanco emplea el cuerpo de Clare como un objeto que usar mientras le promete los papeles que necesita para ser totalmente libre. No hay nada perdonable ni en Hawkins y sus secuaces: abusan de su posición continuamente sintiéndose amparados por la estructura militar. La violencia y la virilidad se desatan también a lo largo de la estructura de mando: los capitanes la descargan sobre sus soldados, los tenientes se mofan de los capitanes y así sucesivamente.

Como anticipábamos, la película de la directora australiana parece abanderar el feminismo como estrategia de relectura de los géneros cinematográficos clásicos. The Nightingale puede enmarcarse en la denostada categoría de rape & revenge (películas con el sencillo esquema de mujer-es-violada-sobrevive-se-venga) si bien en esta pieza la violación no es la causa central de la venganza del personaje. Tras una cruel matanza el teniente Hawkins abandona el pueblo dejando tras de sí los —supuestos— cadáveres de Clare y su familia. Como es habitual en el género, la protagonista no muere y tras una ensoñación de baile y mascarada despierta con sed de venganza. Acompañada por la —en un principio— incómoda pero necesaria presencia del aborigen Billy (Baykali Ganambarr), penetra en la selva australiana en busca de su violador. Normalmente, el mencionado y sangriento género de Serie B se caracteriza la sexualización de la mujer-monstruo violada que entra en un estado catatónico de ira concretado en el asesinato más gore de sus violadores. Personajes tan diversos como La Novia (Uma Thurman, Kill Bill) como Thana (Zöe Tamerlis, MS45) o Frigga (Christina Lindberg, They Call Her One Eye) se convierten, tras ser privadas de todo lo que las hace “ser mujeres” —el día de su boda, su matrimonio, su virginidad…— en femmes fatales que seducen al mismo tiempo que matan. La fantasía masculina de sexo y sangre al completo. El personaje de Clare, sin embargo, no es estático y aunque el desenlace sangriento esté siempre en el horizonte de sus planes, duda. Si bien como espectadores comenzamos rechazando las vacilaciones del personaje (ante una mujer denigrada sólo buscamos una respuesta feroz) acabamos valorando las capas que estos recelos aportan a la protagonista: Clare no duda por el hecho de ser mujer sino porque su objetivo es parte de un sistema que seguirá rodando, aunque le falte una pieza. El hombre blanco es una estructura, una civilización.

El rape and revenge no es la única influencia cinematográfica de Kent. Desde que Billy y Clare se internan en la jungla la densidad del ambiente comienza a responder a los códigos del cine de terror. Kent toma la difícil elección de un formato 4:3 que encierra a los personajes, no deja respirar a los árboles y se queda anclado al suelo, al nivel de los humanos. El arco de la relación entre la mujer y el aborigen transita de un vínculo hostil en el que la una se aprovecha del otro hacia una amistad entre iguales en la que se identifica al hombre blanco como opresor externo. Más cuestionable es el hecho de que la directora no ceda ni una pizca de protagonismo a Billy lo que nos puede hacer pensar en su presencia como una experiencia transformadora en el camino de Clare, como también lo es el dolor. Billy puede ser entendido como una relectura del Magical Negro de Spike Lee. Aquellos personajes negros sin pasado, con una fuerte conexión con la espiritualidad y la naturaleza y que intervienen en la narración para ayudar al personaje blanco en su trayectoria emocional y personal. Si bien Billy tiene un pasado —su familia fue arrasada por los colonos— y critica constantemente la actitud de Clare —“You get what you deserve”— en ocasiones, el propósito de este personaje que canta a los pájaros y hace rituales exóticos se diluye en la fuerza del personaje femenino y sólo parece existir para ayudarla a ser moralmente mejor. La concesión final de Kent a Billy —contra todo pronóstico es él y no la protagonista quien ejecuta gran parte de la venganza— no redime a la directora en su decisión de cerrar el arco del aborigen con un trágico desenlace. Al final, la lectura que predomina señala a Billy como un accesorio que debe desaparecer.

The Nightingale es, finalmente, una relectura sangrienta del western estilo John Ford. Kent, en este caso, da la vuelta a la clásica persecución del aborigen y convierte a los dos sectores más oprimidos de la colonia inglesa, la mujer irlandesa y el indígena, en los violentos captores. Contra todo pronóstico, la estrategia de Kent para despertar nuestros ojos anestesiados por la explícita violencia audiovisual es poniendo a prueba nuestra tolerancia a la sangre. Por ejemplo, la decisión de Kent de emplear unos tempos reales en las escenas más crueles nos obliga a aguantar estoicamente todas las emociones que atraviesan a la protagonista. Especialmente interesante es el desarrollo del primer encuentro entre Clare y los militares en la jungla. Desde que la mujer divisa al primer miembro del pelotón militar y hasta que lo mata pasan eternos minutos en los que el personaje huye, ella falla en su puntería, recarga la escopeta —con el tiempo que esto conlleva— y acaba desfogándose a bayonetazos de pura tensión. Como espectadores debemos asistir a la venganza de principio a fin. La muerte no son dos tiros y una caída teatral, parece querer decirnos Kent. Sin su compañera actriz, Aisling Franciosi, este dolor resultaría casi paródico. La irlandesa, sin embargo, gime, resopla, sufre e infunde al personaje de una realidad casi cruel.

Las reacciones alrededor de la muerte entre los espectadores de la premiere de The Nightingale fueron, cuanto menos, curiosas pudiendo leerse como una radiografía de —al menos una parte— de la crítica en festivales del calado de Venecia. Algunos aplausos cuando la suerte no favorece a Billy, algunas risas cuando ejecuta sus rituales en algunos de los momentos más sensibles y reales del filme —como las curas para los pechos dolidos y cargados de leche de Clare— evidencian una falta total de empatía hacia el personaje y de respeto hacía la pieza. La gota que colmó el vaso, el grito de un crítico a la directora que ha colmado los titulares de los periódicos: “¡Vergüenza, puta!”. El hecho no dejaría de ser anecdótico si la polémica que envolviese a la película no fuera, precisamente, que está dirigida por una mujer. La organización de Venecia no debería dejar pasar la oportunidad de reflexionar sobre por qué películas de la calidad de The Nightingale deben estar en las secciones oficiales de los festivales más prestigiosos del mundo.