El monstruo de la fama. Cuerpos (II)
Es habitual que el cine hable de sí mismo. Y filmar sobre lo que uno conoce implica tarde o temprano para un cineasta tratar un tema tan seductor, trágico e inherente al séptimo arte como es la fama y sus consecuencias. Muchas de las películas del 66º Festival de Cine de San Sebastián se entrelazaron a través de esta obsesión, presente a veces como detonador argumental, otras como enemigo irruptor, decisivo en los arcos narrativos, en la vida de los protagonistas y en su toma de decisiones.
Una de las obras que más claramente y con mayor consciencia habló de ello fue la iraní Tres caras (Se roch, Jafar Panahi, 2018). En ella, la gran popularidad que tienen a lo largo y ancho del país el director Jafar Panahi y, sobre todo, la actriz Behnaz Jaffari —que hacen de sí mismos en la película— provocan que una niña angustiada por la presión conservadora en su lejana aldea les pida ayuda a través de un vídeo. Impactados por lo que han visto, e inmediatamente envueltos en un conflicto del que nunca hubieran sido parte de no ser porque sus caras están en cada televisión iraní, los artistas viajan hasta el lugar de los hechos para tratar de ayudar a la niña o, al menos, averiguar cuál es la verdad. Al llegar, la vida de ciudad choca inmediatamente con las tradiciones de la Irán rural, y lo que arranca como una road movie se desarrolla como una comedia de enredos dramática. La historia va creciendo hasta llegar a un emocionante tercer acto que habla de feminismo, humanidad y esperanza dejando al espectador, que asume aquí el rol de la mirada masculina, fuera de la acción.
En Cold War (Zimna wojna, Pawel Pawlikowski, 2018) el éxito viene y va para dos integrantes —compositor y cantante— de un show musical folclórico en tiempos de Stalin, dos almas frágiles cuyo talento les lleva a viajar por tiempos, espacios y estilos artísticos distintos a través de fuertes elipsis que son recurso narrativo central. Si en Ha nacido una estrella (Bradley Cooper, 2018) lo grotesco de la fama contrasta con el amor puro que sienten los protagonistas, aquí ambos conceptos compiten en toxicidad, asfixian a los personajes y no parecen dejar otra vía a su aciago destino que juntarse y separarse una y otra vez. Cold War es breve, concisa y de una estética abrumadora. Empieza como una bella foto de la Polonia rural en los 50 a través de la tradición musical, continúa como historia de cazatalentos y sigue transformándose, de crítica a la dictadura comunista a pesimista retrato de la industria musical capitalista y desgarradora sonata al desamor.
Desde la Cataluña rural dibuja el director Jaime Rosales en Petra (2018) una alta sociedad cultural abducida por su propio ego y convertida en ser tirano sin escrúpulos. El realizador logra jugar con el espectador y manipular sus expectativas contando la historia —en forma de tragedia griega— mediante capítulos desordenados con títulos que adelantan la trama. Giros argumentales y retorcidas revelaciones son captadas por una cámara caprichosa que se toma sus tiempos para mostrarnos la realidad, moviéndose con lentitud y girando sobre su propio eje. En la raíz del film, la mitomanía: las consecuencias de admirar incondicionalmente a un artista, de dejar que su talento campe a sus anchas, sin poner límites a un genio que puede acabar convirtiéndose en monstruo —ya sea un referente, un padre o un esposo—; de fondo, la lucha de clases, el machismo estructural y los privilegios del hombre blanco heterosexual.
Quién te cantará (Carlos Vermut, 2018) hace una disección del éxito desde dos figuras en extremos opuestos: la artista reconocida internacionalmente y su imitadora. La película arranca cuando la cantante Lila (Najwa Nimri) despierta con amnesia tras sufrir un accidente e, incapaz de volver a los escenarios y mantener así su opulento estilo de vida, recurre a la ayuda de Violeta (Eva Llorach), su mayor admiradora, que enseñará a Lila a ser Lila. El film tiene la sobriedad narrativa y estética de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) aunque también es menos sutil, sobre todo en un tercer acto que renuncia al minimalismo anterior para caer en la excesiva explicación. Vermut acierta, sin embargo, al volver a hablar de personas rotas que intentan recomponer los fragmentos de su existencia. Su gran logro es la forma de hablar de la memoria, creando una historia que rehúye de los flashbacks —a excepción de unas sugerentes secuencias de playa que son más una percepción, una emoción, que un recuerdo aclaratorio— y que se centra en lo que los personajes dicen que son, dicen recordar o dicen sentir. Es por eso que a veces la película tiende a explicar demasiado, pero es parte de la magia, como cuando en la serie sobre la búsqueda de la verdad tras el apocalipsis que era The Leftovers (íd., Damon Lindelof y Tom Perrotta, 2014-2017) los personajes actuaban según sus creencias, sin que la trama desvelase jamás quién estaba en posesión de la razón. En The Leftovers, el personaje de Kevin se quedaba con Nora porque creía en su relato. Lo mismo le pasa a Violeta con Lila en Quién te cantará y el desenlace funciona porque, al no haber flashbacks, el espectador se ve obligado a hacerlo también.
Es fascinante, por otra parte, cómo Vermut hace girar gran parte de la carga emocional en torno al cuerpo de Lila. A sus ojos, su cara, su voz, su forma de moverse. La escena inicial es toda una declaración de intenciones y enlaza el film con el carácter físico que ha tenido el Zinemaldia: el despertar de la cantante se narra con un primer plano de su mano, que tiembla y recorre con los dedos su torso hasta posarse en su cara y palparla, tratando de entender a quién pertenece, quién es la persona que se esconde tras la estrella.
En este sentido, cuerpo y fama también se correlacionan en First Man: El primer hombre (First Man, Damien Chazelle, 2018). Como biopic sobre el astronauta Neil Armstrong, la película falla al confiar demasiado en el interés que pueda despertar en el público de hoy la reconstrucción de un evento que maravilló a millones de personas hace medio siglo. Con un guion descuidado que no incide en aquellos aspectos de la historia que podrían generar debate en la actualidad —impacto mediático, guerra fría—, First Man: El primer hombre detalla todo lo relacionado con el proceso y los tecnicismos y las máquinas porque tiene que hacerlo, porque como película-evento todo lo que puede aportar es un making of previo al gran clímax: la huella de zapato en la arena blanca. Pero lo que a Chazelle le interesa de verdad es lo que hay dentro del traje espacial, narrar el viaje de ese cuerpo ridículamente humano hacia un destino inconmensurable e inevitable —la luna, las páginas de la historia— mientras su mente trata de superar en el camino el duelo y el trauma por la pérdida del ser querido.