El primer hombre (First Man), de Damien Chazelle

Amargo sacrificio: de la superación individual al objetivo de ¿toda la raza humana?

Andrew. Yo.

«I’m gonna start to resent you for even asking me to stop drumming. And we’re just gonna start to hate each other. And it’s gonna get very… It’s gonna be ugly. And so for those reasons, I’d rather just, you know, break it off clean… because I wanna be great.»

Sebastian. Tú.

«I thought you wanted me to do this, it just sounds like now you don’t want me to do it.»

Neil. Nosotros.

«I don’t know what space exploration will uncover, but I don’t think it’ll be exploration just for the sake of exploration. I think it’ll be more the fact that it, allows us to see things. That maybe we should have seen a long time ago. But, just haven’t been able to until now.»

Triunfar. Enamorar. Proyectar. Tres objetivos, tres resultados… tres traumas, y tres parejas. Tres amargas situaciones con las que el espectador se ha podido identificar, en las que se destila la madurez de un director que ha sabido comprender, y transmitir, las distintas etapas de las relaciones en distintos momentos de una vida. Esos momentos que se identifican claramente con los deseos personales. Individuales. Intransferibles.

Andrew y Nicole. La soledad del éxito

Andrew no quiere ser un perdedor como (él considera a) su padre, ese es el gran trasfondo de Whiplash (íd., 2014). Lleva en las venas el ¿engañoso? mensaje del sueño americano, y lucha para conseguir salir de un entorno que no considera a su altura. Andrew quiere entrar en el podio de los mejores baterías de todos los tiempos. ¿A qué precio?

En Whiplash las escenas son aceleradas, el montaje trepidante. La juventud y el ímpetu de Andrew necesitan de cambios rápidos, de primeros planos de la sangre salpicada en los instrumentos y del sudor goteando al suelo, al ritmo de una percusión arrolladora. Los momentos clave de enfrentamiento con el profesor pueden pasar de ingeniosos diálogos en los que cada uno mide su fuerza hasta silencios extremos que les convierten en iguales. Pero cualquier escena de Andrew con Nicole desacelera el famoso tempo: cuando la conoce en la tienda del cine, cuando la lleva a la pizzería, cuando la cita en una cafetería para cortar la incipiente relación… hasta ese descorazonador plano en el que Andrew está sentado en su cama mientras por teléfono Nicole le dice que tiene ya otra pareja. Porque Chazelle quiere detenerse en uno de los momentos vitales por los que todos hemos pasado: el del primer amor. Un amor al que, quizá exclusivamente por la edad, por sentirnos aún llenos de vida y de deseos personales, acabamos por no hacer caso. Es posible que nos arrepintamos, como Andrew. Pero la vida sigue, y hay tiempo. Whiplash pasa de la escena de “arrepentimiento” al gran cierre en el que Andrew demuestra su valía. Y el espectador se crece junto a él en esa personal venganza, en ese él contra todos.

Él. Solo.

Sebastian y Mia. El sueño de papel maché

Sebastian y Mia de La La Land: La ciudad de las estrellas (La La Land, 2016) son mayores que Andrew y Nicole. Aquí Chazelle nos cuenta la misma historia que en Whiplash, pero dando también protagonismo a los deseos de la mujer. Es decir: parece que, en su madurez, el director (que consolidaba ya su excepcional talento en su segundo largometraje) es capaz no de reprochar exclusivamente el “abandono”, la traición de una de las dos partes, sino que comprende y transmite el por qué, a veces, la distancia es lo mejor que puede ocurrir en una relación de pareja. Así que comenzando como todo un homenaje a los grandes musicales de mediados del siglo pasado, con sus alegres canciones y coreografías, nos llevaba a su amargo terreno (incluso transformando progresivamente vestuario, tonalidad y tempo, además de acabar con música completamente instrumental para dibujar la realidad actual) con esa escena final clímax, manteniendo la tensión más de diez minutos, en una exageración exponencial del feliz sueño que aquellos films vendían a la sociedad de la postguerra. Un sueño no cumplido por una pareja que se ha autoengañado desde buen inicio, porque ni Sebastian coge el trabajo en la banda de jazz prefabricada para hacerla feliz, ni Mia apoya realmente el sueño del local de Sebastian. El famoso “¿ y si…?” que todos nos hemos preguntado alguna vez, expuesto con la amarga nostalgia del que parece haberlo vivido en primera persona, pero desde la sinceridad del que ya ha rodado la evolución de los dos personajes en sentidos opuestos de una misma dirección durante todo el metraje: el cumplimiento de “su” propio sueño.

Y es que si uno se refugia en su miedo al fracaso, la otra lo hace en la necesidad de tener un soporte que la empuje a seguir adelante. El tiempo, la madurez, o simplemente la resignación, pueden haber curado las heridas (los primeros planos de Sebastian y Mia reflejan perdón… ¿pero es real? Y, más importante, ¿perdón hacia el otro, o hacia uno mismo?). Claramente la ensoñación final, tan imposible como sus colores y su bidimensionalidad acartonada, se distancia de la moraleja de Whiplash.

¿Quizá Chazelle piensa que cumplir el sueño personal es posible sin sacrificar el egoísta amor, el apoyo de (y hacia) otro?

Neil y Janet. El apoyo incondicional es posible. Doloroso, pero posible

Dos años más tarde e su archipremiada La La Land: La ciudad de las estrellas, Chazelle presenta El primer hombre (First Man, 2018) y, lejos de ensalzar la gran hazaña estadounidense (esa promesa cumplida de un presidente levando a todo un país al auto-reto), Chazelle decide centrarse en la persona que hay detrás del sueño cumplido. De las personas, mejor dicho.

Porque Neil parece no ser nadie sin Janet. O, al menos, parece no podría haber llegado a la luna sin ella.

Chazelle vuelve a hablar de la relación de pareja, en su tercer y más maduro film, en lo que parece una trilogía sobre la evolución personal en la que analiza, mirando atrás y desde distintas perspectivas (tiempo, época, espacio… pero por encima de todo momento vital) el por qué de sus logros y fracasos. Y muchos son los aciertos del realizador, que bien seguro será muy criticado por este acercamiento tan poco patriota.

La bandera estadounidense ondea una vez durante todo el film. Una. Y no es en la Luna.

La rivalidad con Rusia se muestra de soslayo. El éxtasis de todo un país no es relevante.

Pisar la Luna se convierte en un objetivo personal. Pero no para ser el mejor, sino para cumplir una promesa.

Porque el “nosotros” de Chazelle no es el de la raza humana que llega a la luna. Es el de un matrimonio que debe superar la pérdida de un hijo. Y así es como el director nos demuestra que la “exploración espacial” que “nos permitirá ver cosas que posiblemente deberíamos haber conocido hace tiempo” tiene una interpretación mucho más interior: la exploración personal puede llevarnos a darnos cuenta de que a veces no podemos controlar los sucesos, pero sí podemos acompañarlos, y aceptarlos, de la mejor forma posible.

Así que no, no estamos ante un film histórico, ni patriótico. Mucho menos del subgénero de exploración del Universo. Estamos ante la tragedia de una pareja, vista de la forma más cercana posible.

Primerísimos planos de Neil y Janet nos meten en su piel. El grano de la imagen les convierte, no en vintage, sino en atemporales, en una pareja como muchas otras. Ser ingeniero y astronauta no le convierte en más extraordinario o invencible, porque Chazelle se mete en su casa, en su mente, en su duelo… y lo aproxima a un espectador con los mismos problemas. El, por primera vez, pausado tempo refleja la pesada lucha interior de unos padres que deben no olvidar, pero sí avanzar. Y hacerlo no es fácil, ni rápido.

La cámara en mano es básica para despertar y compartir emociones, y los planos fijos los limita Chazelle a momentos clave en los que es necesario que el espectador observe desde la distancia, pero con un mismo objetivo: compartir la conexión entre sus protagonistas. El plano en la sala de cuarentena es hermoso y extrañamente evocador: dos rostros que se superponen en el reflejo del cristal que les separa, convirtiéndose, convirtiéndolos, en uno. Dos personas a las que no les hace falta hablar para pedirse perdón, para felicitarse, para agradecerse mutuamente el estar ahí.

El realismo de los aparatos reconstruidos, con una tecnología que ahora se nos antoja imposible para conseguir la misión a la Luna, lo es tanto como el lenguaje empleado, porque el mundo de Armstrong es científico, y así debemos vivirlo aunque no lo comprendamos (decisión que inevitablemente nos lleva a pensar en ese momento de InterestelarInterstellar, Christopher Nolan, 2014— en el que un astronauta le explica a otro con un papel agujereado por un bolígrafo el porqué están viendo esférico el agujero negro… ). No es la finalidad del film, el explicar de forma comprensible el trabajo del astronauta. Lo es el comprenderle a él. Su necesidad de estar solo, de ir lejos… para encontrarse.

La tensión en los experimentos y las misiones espaciales se consigue más por el montaje en paralelo de la mujer que escucha las pruebas a través del altavoz instalado en su casa que por el (imposible desconocimiento del) avance de los acontecimientos. La música que acompaña las imágenes, confiada una vez más a Justin Hurwitz, se olvida de grandilocuentes melodías que no describirían el objetivo real de Chazelle, y que son relegadas exclusivamente, y de forma muy peculiar, a esa hermosa The Landing que se convierte en el reflejo de la culminación del sacrificio personal no únicamente de Armstrong, sino de una pareja que ha dejado atrás sus dificultades matrimoniales para que uno de ellos, el hombre, pueda superar su particular trauma personal tal y como él lo necesita hacer: culminando la esperanza personal, y de toda una raza, con un simple paso.

La interpretación de Ryan Gosling es contenida (muchos dirán que actúa como siempre… craso error), demostrando que el ingeniero era emocionalmente fuerte y estaba decidido a luchar contra sus propios fantasmas, pero que su personalidad podía hacer daño a los que le rodeaban. La de Foy, lamentablemente con menor peso del que el film necesita para confirmar el equilibrio entre los dos protagonistas, revela la frustración que necesariamente debe ser sobresalida por el bien de su familia a través de su mirada, o del sutil contacto físico con su marido. Porque Janet es la personificación de la valentía necesaria en el día a día, esa que necesita luchar por lo que se quiere, y que se sabe pilar de un núcleo familiar que no puede desfallecer.

Así que sí, Chazelle vuelve con su misma pregunta, también aquí en First Man: ¿hasta qué punto necesitamos de otro para llevarnos al límite de nuestras posibilidades? ¿Hasta qué punto son nuestra excusa para superarnos o no a nosotros mismos? ¿Hasta qué punto podemos, y queremos, ser sinceros y analizar nuestras egoístas metas? El director encuentra ahora la respuesta en un film que relata hechos reales, y en la sociedad americana de los años sesenta: una generación que creció con el deberse al marido, pero destacando la figura de una mujer que le apoya porque comprende su sufrimiento, y su entrañable y complicada personalidad. Una mujer que decide sacrificarse por el bien común, que considera más importante que el suyo propio. Y un hombre que se apoya en ella continuamente, sin ser plenamente consciente de ello. El tercer film de Chazelle revisa, de nuevo, la complejidad de las relaciones personales dejando, esta vez sí, una puerta abierta a la esperanza común.