Coinciden en la primera jornada de Sitges dos singulares e interesantes obras cuyos personajes principales son, o pretender ser, bailarines profesionales. Coinciden también en que el destino final de sus protagonistas es incierto y bastante oscuro. Las unas deberán enfrentarse con brujas y diablos. Las otras son sus propios demonios. A partir de ahí, no obstante, hay más diferencias que similitudes.
Brujas. Suspiria(Luca Guadagnino, 2018)
Luca Guadagnino parecía a priori aprovechar el tirón de popularidad de Call Me by Your Name para retomar la Suspiria de Dario Argento y casi doblar la duración de la obra original hasta los 157 minutos. Sin embargo, una vez vista su propuesta, es evidente que se trata de una producción que viene de lejos, con diseño de arte y ambientación pensados y elaborados durante tiempo y un guion que reformula mucho la propuesta de Argento. No se trata pues de un simple remake. Guadagnino no imita a Argento, sino que aplica su estilo esteticista a una propuesta que se sitúa en el Berlin políticamente convulso de 1977, año en que los líderes de la Baader-Meinhoff son “suicidados” en la cárcel y en que Argento rodara su Suspiria. El resultado es un estimulante producto de terror gótico, en el que Guadagnino y su equipo de producción trabajan con brillantez el ambiente de un Berlín oscuro, dividido por el muro y sacudido por la política y el interior de un edificio art déco cuyos pasillos, escalinatas, salas de ensayo y sótanos llegan a adquirir organicidad. El director rehúye el combate cuerpo a cuerpo y evita competir allí dónde Dario Argento triunfaba, en la iluminación y en el tratamiento del color de unos decorados próximos a De Chirico, imposibles prácticamente en su diseño. Su estrategia, amparada en la referida opción estética, se construye en base a un montaje ágil, lleno de saltos temporales, y que incluye tres grandiosas secuencias impactantes, los dos bailes y el clímax final, desplegados de modo coreográfico con una planificación tan precisa como efectiva. El baile, enérgico, físico y de aire tan erótico como masoquista, adquiere visos de herramienta de lucha. Susie marca, inesperadamente, su territorio mediante el baile y también determina su destino con él en una secuencia impactante. Más adelante, el baile alcanza su clímax en la representación pública (secuencia impecable de nuevo aunque con cierta confusión en las intenciones de los personajes) y, finalmente, adquiere auténtica condición de duelo en un enfrentamiento coreografiado entre fuerzas del mal.
El aggiornamento temporal y las referencias a los amish o al terrorismo no enriquecen la obra más allá de crear un enrarecido clima global. Tampoco lo consigue, aun, al contrario, la historia del doctor y su mujer, a pesar de que él sea interpretado por la propia Tilda Swinton (protagonista de la historia en un papel antagonista a la joven Susie Bannon y al doctor) y ella, en un papel tan breve que es prácticamente un cameo, sea Jessica Harper, quien fuera la Susie Bannon de Dario Argento. Si que tiene sentido y fuerza otorgar ambición y fuerza al personaje protagonista, que lejos de ser una jovencita asustadiza incapaz de entender la situación se revela como un digno rival de las brujas más temidas.
Demonios. Climax (Gaspar Noé, 2018)
El problema de Gaspar Noe viene a ser su propia virtud. Noe elabora en Climax una obra tan efectiva como efectista. Arrancando con un plano cenital tan bello como estéril (sirve ciertamente para llamar la atención pero a la postre no revela nada más) y jugando con carteles superpuestos a la imagen nos encadena con una serie de entrevistas que contemplamos en un televisor, como si se tratara del material bruto contenido en una cinta VHS. En ellas, un conjunto de jóvenes manifiestan a una entrevistadora —manipuladora su ambición de triunfar con la danza a cualquier precio—. La obra se revela inspirada en unos hechos sucedidos en Francia unas décadas atrás, acercándonos curiosamente a la Suspiria de Guadagnino, y se elabora en torno a los incidentes sucedidos en la discoteca en la que el grupo, seleccionado para un concurso internacional en representación de Francia, hace los ensayos finales y celebra una fiesta privada.
Gaspar Noe despliega toda su habilidad técnica siguiendo en un plano secuencia con grúa y los picados necesarios las evoluciones en la pista. A continuación, seguirá con breves travelling y otros planos secuencia a los diversos personajes que, a medida que avanza la noche, dejan caer su máscara de compañerismo para revelar deseos sexuales, insatisfacción y frustraciones múltiples. Los carteles que inserta ocasionalmente ayudan a construir un discurso cínico sobre la validez de las competiciones entre naciones o, específicamente, sobre la representación de valores nacionales en dicha competición. Sin embargo, Noé se embelesa con la pirotecnia técnica y coreográfica propia y de su equipo y se dedica durante casi la mitad del metraje a recoger el apocalipsis que estalla en la discoteca tras el consumo (inesperado) de ácido. De modo parecido a la película de Guadagnino, se desencadena un clímax diabólico. Un infinito plano secuencia va encadenando las pesadillas y alucinaciones de unos miembros u otros del grupo que no dudan en asediarse y atacarse mutuamente. Una opción que demuestra gran habilidad pero que, llegada a cierto punto, resulta excesivamente elegante y abiertamente contradictoria frente a la ruptura emocional y mental que la droga provoca en todos ellos, una situación caótica que merecía un montaje más desquiciado.
Al final, tras la irrupción del exterior, filmada (ahora si) con la cámara invertida y diversos picados, se revela la dimensión del desastre, la auténtica naturaleza de algunos protagonistas que parecen haberse alineado entre si según sus instintos antes no confesados e, irónicamente, la consistencia de la yonqui más veterana, intacta y feliz de seguir en su mundo.