La presencia de Peter Weir, de quien ofreceremos entrevista, Ed Harris y El show de Truman arrebató protagonismo a Kubrick y 2001, leit motiv oficial del festival, adquiriendo identidad definitoria del Festival durante los últimos días en Sitges. Las premoniciones de Weir y Andrew Niccol sobre los reality show y los media se hizo realidad y confirman a El show de Truman, también, como un referente entre los análisis fílmicos de la identidad individual frente a la sociedad. En este sentido, cabe comentar diversas propuestas que giraban en torno a la identidad y a la usurpación de la misma.
Identidades confusas
Cam (Daniel Goldhaber, 2018) se reveló como una potente opera prima con dos líneas argumentales, suficientemente interesantes de por sí, que tal vez merecían obras independientes. Hay, en gran parte de la cinta, una descripción acertada del mundo de las webcam performers en el que mujeres de escasos recursos se duplican en avatares que recurren a atractivos eróticos y extraños juegos para atraer público que financie su espectáculo. Los esfuerzos de Alice, la protagonista, duplicada en Lola, por subir en el ranquin de la plataforma en la que cuelga su show son tan bizarros como patéticos: apariciones eróticas, amenazas de suicidio, saltos gimnásticos o comidas públicas. Madeline Brewer encarna impecablemente un atribulado personaje que sufre mientras está en escena viendo que su ranquin es superado por sus competidoras o manteniendo tales principios como no fingir orgasmos. Cam es un complemento perfecto a El show de Truman, una evolución de aquella propuesta. Si Weir tomaba en la ficción a un ser humano para convertirle en un personaje observado por todo el mundo, Cam muestra un mundo real dónde las mujeres se virtualizan como objetos y cómo este proceso distorsiona su realidad. Las solicitudes de sus fans son absurdas y evidencian la hipocresía de una sociedad que oculta en las apariencias públicas su interés por el sexo, la violencia y la humillación. Hacia la mitad del metraje, sin embargo, la cinta introduce una nueva trama, con la suplantación de Lola por otra Lola, encontrando Alice bloqueado todo acceso a su web. Los esfuerzos de Alice y su lucha con la corporación para conseguir recuperar su “identidad” no tienen tanta fuerza visual como las representaciones virtuales y los encuentros reales con sus clientes (tan falsos como babosos) no revelan nada nuevo. Finalmente, Alice deberá buscar una estrategia personal para enfrentarse, a nivel virtual, con la otra Lola. Con sus insuficiencias y su bajo presupuesto, Cam es sin duda una de las películas más estimulantes del festival, tanto por navegar en una turbia virtualidad como por avisar de los riesgos de internet. Es obvio, pero no deja de ser auténtica la respuesta de la policía a Alice cuándo les pide ayuda: Si no quieres sufrir estos problemas, no entres en internet.
Si Cam mantiene un argumento y un tono alejados del fantástico (habría que plantearse cómo habría sido si el conflicto entre Alice y la otra Lola se hubiera planteado en esta clave), Nancy (Christina Choe, 2018), se vincula directamente con la realidad. También debut en el largo, como la cinta anterior, Christina Choe consigue un alto nivel en un drama con ciertos visos de thriller pero que se mantiene muy próxima al auténtico indie americano. De hecho, la película tiene un registro visual y tonal muy próximo al cine de Kelly Reichardt, con sus paisajes helados, personajes solitarios y naturaleza hostil. Al inicio de la película, Nancy se revela como una joven sin oficio ni beneficio, que vive con una mujer enferma con la que mantiene una relación conflictiva y que inventa diversas vidas para los contactos que tiene por internet. Aunque tratado de modo naturalista, Choe pone de relieve (como Goldhaber en Cam) la falsedad de los avatares, aunque en esta ocasión es la protagonista quien elabora personajes falsos (hasta puntos realmente retorcidos, aparentando un inexistente embarazo en el contacto real que tiene con un “amigo” virtual). A partir de determinado momento, Nancy adopta un nuevo objetivo en la vida y se plantea que puede ser la hija secuestrada en su infancia de una pareja filantrópica. De modo muy inteligente, Choe nos pone, junto con el matrimonio maduro (Steve Buscemi y Ann Dowd), ante el doloroso dilema de discernir si esta inesperada aparición es un auténtico retorno del pasado o una falsa esperanza encarnada por una oportunista o una trastornada. Andrea Riseborough, discreta protagonista de Mandy, revela que su difícil rostro tiene suficientes dotes interpretativas para estar a la altura de la contenida actuación de la pareja madura y dar pie a una tensión que tiene mucho de dolor interno. Choe sorprende en este debut por su dominio de la puesta en escena (su capacidad de oponer el frío exterior al interior cálido y deseable del domicilio de Leo y Betty), por su respeto absoluto para con el dolor de los personajes y la tensión que imprime de principio a final a la trama, evitando cualquier subrayado innecesario, en una situación que nos hace saber cómo sospechosa pero de la cual no llegamos a tener certeza alguna.
A Diamantino (Gabriel Abrantes, Daniel Schmidt, 2018) también pretenden robarle su identidad. Futbolista extraordinario, eje de la selección brasileña, imagina que unos peluches gigantes le acompañan a puerta para marcar goles inevitables a sus rivales. Infantil, feliz, este ídolo de masas y émulo de Cristiano Ronaldo, pierde todos sus poderes al enfrentarse con la realidad, cuándo su yate recoge a unos inmigrantes. ¿Qué son inmigrantes?, se pregunta… Y a partir de este momento Diamantino, fracasado, despreciado por todos, manipulado por dos hermanas dignas de La cenicienta, será un títere utilizado por el partido político que pretende que Portugal salga de Europa. La ficción, que incluye la clonación para tener un once titular de once Diamantinos, se lanza sin vergüenza alguna a evidenciar el egoísmo social y los nacionalismos excluyentes que reivindican patria y menosprecian tanto a Europa como a los emigrantes. La estrategia de los directores se basa en la farsa y consigue que la imitación de James Bond acabe arrancando sonrisas a pesar de lo dramático de la hipótesis. Si la situación de Cam puede ser absolutamente real, la historia de Diamantino, más allá de sus hipérboles, se sitúa en una verosimilitud muy plausible.
Lejos de la complejidad de las películas ya citadas, A Rough Draft (Chernovik, Sergey Mokritskiy, 2018) era un brillante entretenimiento que mezclaba referentes como Matrix y La Torre oscura, siguiendo las peripecias de un ingeniero informático al que se desprovee de identidad y se transporta a un mundo paralelo para hacerle responsable de la aduana entre diferentes universos. Alegremente confusa y muy colorida, lucía enérgicas luchas, espléndidos paisajes distópicos y una gran cantidad de matrioskas voladoras. En otro orden de cosas, Kasane (Yuichi Sato, 2018), desarrollaba un thriller fantástico en el cual una actriz con una deformidad facial usurpa, intercambiando rostros, la identidad de una estrella del teatro mediante la aplicación de un lápiz labial de mágicos poderes. El interés inicial acaba diluyéndose en la confusión generada tras múltiples intercambios de identidad, desplegando una limitada reflexión moral sobre la belleza y el triunfo.
Un par de notas sobre transgéneros cinematográficos
Y si hubo confusión de identidades entre los personajes de las cintas vistas en Sitges, también podemos decir que había confusión en los géneros abordados por cada director, si insistimos en vincularnos a un tipo de clasificación que se revela, cada vez más, difusa. Así, el género de zombis, que siempre ha favorecido las interpretaciones políticas, se mutó en comedia. Zoo (Antonio Tublen, 2018) es otro transgénero que utiliza una epidemia zombi para hablar de las relaciones de pareja; comedia elegante que reivindica el amor frente al terror de modo muy efectivo, aunque, inevitablemente, se desencadene al final un choque de géneros. Se pueden situar evidentemente como comedia pura, con altas cotas de hilaridad, el absurdo interrogatorio policial de Au poste! (Quentin Dupieux, 2018) que, a medio camino entre Buñuel y Monty Python, se revelaba finalmente como algo muy distinto. O también con la bizarra An Evening with Beverly Lynn Luff (Jim Hosking, 2018), nueva propuesta del director The Greasy Strangler, tan extraña como la anterior, pero con un guion y conjunto de actores (Aubrey Plaza, Emile Hirsch, Jemaine Clement) mucho más profesionalizados, para bien o para mal.
One Cut of the Dead (Kamera o tomeru na!, Shinichirou Ueda, 2017) ha sido el sleeper del año en Japón y podría considerarse el sleeper del festival, aunque no fuera reconocido con premio alguno. Historia de un equipo de rodaje de una película de zombis que, aparentemente, es atacado por zombis reales, One Cut of the Dead recurre al género para expresar su amor al cine de género y al cine en general de modo inteligente y cinematográficamente rigurosa. En su primera parte, durante el ataque zombi, la cinta está rodada de modo íntegro en plano secuencia. En el tercio final, contemplando la acción desde un punto de vista radicalmente distinto (pero de modo familiar para el espectador, no desvelaremos la sorpresa), la historia se estructura mediante un montaje impecable, de modo que la vincula con la primera mitad. Si el tramo inicial se antoja una spoof movie dirigida con mucha gracia por un grupo novel, la segunda mitad revela una planificación impecable desarrollada de modo muy preciso. Muy recomendable.
Esta situación transgénero se daría también con American Animals (Bart Layton, 2018), la crónica de un robo fallido a una biblioteca por unos jóvenes insatisfechos con su vida. American Animals combina la trama (que incluye los lazos de amistad o contacto entre los personajes, la compleja elaboración del plan, el robo de unos incunables y el desenlace), elaborada sobre una historia real, con los comentarios realizados por los auténticos protagonistas. Layton desarrolló en El impostor (2012) la historia (una vez más volvemos a Cam, a Nancy y a Diamantino) de una suplantación de identidad en tan peculiar forma documental de modo que era difícil discernir como espectadores si recibíamos información real o no. Ahora trabaja de modo distinto, pero con intenciones similares, obligando al espectador a plantearse si está viendo una ficción o un docudrama. Porque, aunque American Animals es una obra muy efectiva a nivel narrativo, visualmente próxima a un telefilme y con muy buenas interpretaciones, Layton se permite no sólo la repetida aparición de los auténticos protagonistas, sino que ellos pongan en duda, una y otra vez, muchos de los pasajes referidos (quién tuvo la idea, quién gestionó los contactos, si realmente existieron, si hubo conversaciones sobre ellos…). Tal es la ironía resultante de confrontar la supuesta dramatización con los desmentimientos hechos por los personajes reales, que fuerza a plantearse si se trata sólo de un recurso más para engrasar la ficción como un auténtico golpe maestro o bien es un dispositivo metacinematográfico que reflexiona sobre la auténtica capacidad del cine de documentar la realidad… Y así nos encontraríamos ante una auténtica suplantación de género.