Si Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017), una de las más recientes joyas del cine queer, relataba la transexualidad como una carrera de obstáculos causada por la pérdida del ser querido protector —en la que la impasibilidad de la protagonista ante las agresiones que recibía subrayaba lo absurdo e injusto de ser discriminada por el mero hecho de existir—, Girl (íd., Lukas Dhont, 2018), ganadora de la Cámara de Oro en el pasado festival de Cannes, lo hace rehuyendo de hilos narrativos para tratar la temática desde la cotidianidad. La película cuenta la alienación que sufre Lara, una chica transgénero de 15 años que aún no ha realizado la cirugía de reasignación de sexo, a través de su día a día. Vemos a Lara despertarse por la mañana, desayunar, cuidar a su hermano pequeño, ir a clases de baile y, como cualquier adolescente, también somos testigos de lo duro que es pertenecer a un grupo, conocer chicos, enamorarse, decepcionarse y volver a empezar. Comprenderemos así que a todos los pormenores típicos de la edad se le suma un hándicap que lo hace todo diez veces más difícil: Lara lo está sintiendo todo desde una piel que no es la suya, y lo hace en un mundo que no siempre entiende su problema.
Girl no solo es una película sobre transexualidad. Es una película sobre transexualidad contada en 2018. De ello son plenamente conscientes los autores del guion, el propio Lukas Dhont junto a Angelo Tijssens, cuando focalizan el grueso del conflicto argumental en el interior del personaje —la lucha entre cuerpo y mente—, mientras dibujan un entorno mayoritariamente tolerante: un padre joven y abierto que respeta a su hija, una profesora que le da todas las facilidades para integrarse en el grupo de danza, una médico que está pendiente de sus necesidades, etc. Es una tendencia que lleva sucediendo en el cine LGTB+ reciente, con casos como Call Me By Your Name (íd., Luca Guadagnino, 2017), que a pesar de estar situada en los tumultuosos años ochenta, evitaba de manera deliberada la homofobia, salidas del armario traumáticas o escenas relacionadas con el SIDA.
No es que el film quiera negar la existencia de la discriminación y, de hecho, hay varias escenas en las que la sociedad pone a Lara entre la espada y la pared solo por su condición de género, pero se trata de una transfobia escondida tras una máscara de tolerancia, una violencia velada y pasiva que a veces es más difícil de asimilar y, sobre todo, de enfrentar, que los insultos y los puñetazos. Un ejemplo es cuando el profesor pregunta a los compañeros de Lara, delante de ella, si tienen algún problema con su género pero, eso sí, lo hace con un tono prudente y primero hace cerrar los ojos a la aludida, como si eso fuera a hacer la escena menos traumática. Otro de los momentos es la fiesta de pijamas, en la que las amigas de Lara consiguen anularla como mujer sin perder la sonrisa, preguntando, con una falsa inocencia, si puede enseñarles sus partes íntimas.
Lo sobresaliente de Girl es el intimismo con el que el director de fotografía Frank van den Eeden recoge la cotidianidad: en primer plano, cámara al hombro y sin separarse de la protagonista. La calidez de los colores y la suavidad de la iluminación, así como el formato estrecho de 1.66, recuerdan a la Mommy (íd., 2014) de Xavier Dolan o a American Honey (íd., Andrea Arnold, 2016) y aportan al film un alma propia que el cine social tiende a obviar en favor de la frialdad formal y los planos fijos del género documental —ocurre en films como Yo, Daniel Blake (I Daniel Blake, Ken Loach, 2016) o La vida y nada más (Life and Nothing More, Antonio Méndez Esparza, 2017)—. Girl se convierte así tanto en película denuncia como en experiencia sensorial, tangible. La crudeza al servicio de la estética y viceversa. Solo hacia el final decide Dhont romper con toda sutileza, concluyendo su ópera prima con todo un puñetazo en la mesa que busca sacudir la conciencia de un espectador que para entonces ya siente como propia la piel de Lara que no es su piel.