Trinta Lumes, de Diana Toucedo

Muerte y moiras en la Sierra de El Courel

El nuevo cine gallego es la oda a unas raíces que se han representado en el cine desde ojos ajenos y exotizantes. Ahora son los propios directores (y sobre todo -as) de Galicia los que toman las riendas de su propia representación en la pantalla. Pero también cabe plantearse ¿Qué directoras? La mayoría de las integrantes de la ola son mujeres que —como la mayoría de las que nacimos en el noroeste y pudimos permitírnoslo— dejaron jóvenes una tierra que les vendieron como yerma para formarse y estudiar en los centros culturales del estado: esto es, Madrid y Barcelona. Varias críticas se han alzado contra el hecho de que sean estas voces que huyeron del norte las que reclaman su visión personal de una región desdeñada. La observación es razonable pero la defensa también: la sensibilidad de las cineastas gallegas no romantiza la realidad rural, la presenta con todos sus matices, bella y cruel.

Trinta Lumes (Diana Toucedo, 2018) nace de una subvención de la Xunta de Galicia a la artista Diana Toucedo para elaborar un proyecto que debía desarrollarse —por suerte o por desgracia— a lo largo de cuatro años. Las Trinta Lumes del título hacen referencia, en galego, a las últimas treinta familias (o lumbres) en activo que continúan viviendo en la a veces mágica y a veces espeluznante sierra de El Courel. Los habitantes de los pueblos, como las cineastas gallegas, han huido en busca de trabajo como en tantas otras zonas del norte montañoso y húmedo. Para Diana, que no es de la zona, los cuatro años de subvención del proyecto juegan a su favor. Como ella misma cuenta los primeros meses fueron esencialmente de hablar, beber vino y comer mucho pan con chorizo. En el contexto de la industria del cine actual un proyecto a cuatro años no tiene ningún sentido. En el contexto emocional, sin embargo, “beber vino y comer pan con chorizo” quizás sea la única forma de hacer un retrato honesto, un reflejo de lo que los gallegos de El Courel piensan y sienten.

En la escena inicial de este cuento circular Toucedo nos abandona en la inmensidad visual y sonora de una montaña que, para la sala repleta de habitantes de ciudad, es extraña. Después, unas voces que gritan el nombre de Alba (mi nombre. Un nombre que me recuerda también a mí, a mis raíces) mientras apuntan con linternas hacia la oscuridad de la noche. Corte a negro y el filme vuelve al principio. Alba es una niña de 12 años que vive en El Courel junto con su familia. No es la única, hay otras niñas y otras familias y Toucedo también las retrata; ésta no pretende ser la historia de nadie en particular sino de un sentir común, un retrato coral.  En la escritura de este retrato Diana se apropia de las herramientas del cine documental para filmar el día a día y nosotras, las espectadoras, lo aceptamos como real. Como también aceptamos la dimensión mitológica cuando se filtra entre las grietas de la realidad, pues entendemos que arriba en la montaña vida y muerte se tocan. Así, no nos extraña la fascinación de Alba con el mundo de las ánimas, la compaña o las güestias, tan presentes en la tradición celta. Ni nos extraña la voz en off de la niña que nos guía en un terreno espiritual y señala todo el sentir de esa mitología oculta que los extranjeros no sabemos nombrar.

Trinta Lumes, además de proponer a su público este juego entre realidad y ficción, la vida y la muerte, tiene también partes en las que la dimensión documental es abrumadora. Quizás sea este uno de los mayores éxitos de Toucedo: pasar de casas abandonadas, niebla y desapariciones a la situación laboral de las familias recolectoras, el trabajo en las fábricas o el empleo doméstico sin provocar ni un solo parpadeo en la sala. Dentro de esta vertiente social las referencias a realizadoras de la genealogía feminista son constantes. Como la Jeanne Dilman de Chantal Akerman, las diversas mujeres que componen el retrato cortan patatas, cosen, cocinan o se cepillan el pelo dibujando así una rutina que entendemos como nuestra. Sin embargo, mientras que Akerman dejaba un espacio prudencial entre la cámara y su protagonista, encerrada en las cuatro paredes de una casa, Toucedo emplea angulares y planta la suya a escasos centímetros de la cara de sus personajes —especialmente las niñas— sobredimensionando sus emociones, que se revelan ante el objetivo y las convierten en un elemento más de extrañeza en la, ya de por sí, oscura cinta. Pero estas niñas no están encerradas, la montaña las rodea y Diana decide presentarla inmensa, como un personaje más de la fábula (una extensión de la Galicia con la que la cineasta quiere reencontrarse). Así, la cámara se vuelve móvil y se hunde en el musgo, en las cuevas húmedas, entra hasta las habitaciones de las casas abandonadas y sale otra vez lejos, hasta que veamos la Sierra al completo. Mientras, también escuchamos el silbido del viento, el eco, un entorno acuoso que nos hace querer entrar en una de las casas y encender la chimenea.

Cuando llegamos al final de esta historia (que es también el principio) recordamos la circularidad de la cultura celta. Los símbolos grabados una y otra vez en las tumbas de sus muertos: espirales, trisqueles; eternidad, reencarnación. Alba encarnaba en el filme de Toucedo la figura del bardo, —identificada en una de las escenas del colegio como símbolo de la identidad gallega— aquel poeta al que los pinos le susurraban la memoria de los pueblos y su destino. Alba también susurra en la voz en off con el mismo lirismo que el bardo, pero sus palabras nos llegan hoy encriptadas e inaccesibles. Es por ello que Alba decide marcharse para encontrarse con ese pasado que sigue oculto en los bosques. Diana Toucedo, desde la cámara, la observa irse y cierra este filme que le ha servido para redescubrir sus raíces y su cultura.