Dejarse llevar: las consecuencias del poder regalarse el pensar, y decidir, sobre “yo”
“Control, it’s all about control. Every dictatorship has one obsession and that’s it. In ancient Rome they gave the people bread and circuses. They kept population busy with entertainment but other dictatorships used other strategies to control ideas, the knowledge… how do they do that? Lower education, they limit culture, censor information, they censor any means of individual expression and is important to remember this, that this is a pattern, that repeats itself through out history.”
Enemy (íd., Denis Villeneuve, 2013)
Estudia. Haz tus deberes. Consigue un trabajo. Rodéate de amigos. Enamórate de alguien de tu estatus social. Cásate. Compra un coche. Compra una casa. Ten hijos.
Sé amable. Sé feliz.
Pero… esperad. Esta cantinela hace años que nos la repetimos…
«Choose Life. Choose a job. Choose a career. Choose a family. Choose a fucking big television, choose washing machines, cars, compact disc players and electrical tin openers. Choose good health, low cholesterol, and dental insurance. Choose fixed interest mortgage repayments. Choose a starter home. Choose your friends. Choose leisurewear and matching luggage. Choose a three-piece suit on hire purchase in a range of fucking fabrics. Choose DIY and wondering who the fuck you are on Sunday morning…”
… o que nos la repiten.
“Control. Todo es acerca del control”. Cierto. Pero también de la valentía.
De la valentía de mirarte al espejo y decidir que lo que ves no es lo que quieres ver. De la valentía de darte la oportunidad de descubrirte, sorprendiéndote de que lo que te devuelve entonces ese espejo está a años luz de lo que imaginabas.
De la valentía de bajar a tus propios infiernos. De la valentía de darte cuenta de que ese nuevo reflejo tampoco es la persona que quieres ser. Pero de la valentía de no arrepentirte de haberla encontrado.
De la valentía de descubrirte a ti mismo habiendo fracasado, pero sabiendo que, en el fondo, era necesario.
Y sonreír. Sonreírte a ti mismo, y a tu antiguo yo. Porque ahora ya sabes puedes volver a invitarte a redescubrirte, otra vez. Y todas las que sean necesarias.
En su opera prima, Andrea Jaurrieta parte de la figura del doble para plantear la búsqueda de la propia identidad lejos de los impedimentos morales dictados por encorsetantes normas sociales.
Buscarse a uno mismo sin sentir culpabilidad por ello, en definitiva.
Porque la culpa autogenerada no es más que el miedo a no hacer lo correcto, siempre bajo el prisma, y la presión, de nuestro entorno.
Así que imaginemos un doble que “está haciendo todo lo que yo tengo que hacer”, como dice Ana a su amiga, con una gran sonrisa, en referencia al otro “yo” que acaba de descubrir.
¿Qué haríamos nosotros? ¿Sonreír?
Esa es la primera propuesta de la directora.
El planteamiento
Antes de los títulos de crédito, Jaurrieta se recrea en el hecho de que Ana descubra a su “doble”. El color, la chirriante y desconcertante música, incluso la cabina telefónica y el contacto con la madre… La excelente Enemy presenta su alargada e imponente sombra, cubriendo el film de Jaurrieta y abocándolo a una inmerecida comparativa de la que no saldrá victoriosa… hasta que aparezcan, desafiantes, esos títulos de crédito.
La directora consigue romper radicalmente la tónica, la inconsciente copia del film de Villeneuve que creíamos iba a ser Ana de día, para demostrarnos que su idea va a desarrollarse en el sentido opuesto. Y lo hace ya con la imagen de Ana corriendo en la cinta del gimnasio, con cara angustiada, pensativa, y con una música clásica a todo volumen que contrasta con la imagen de la pared de fondo (un paisaje tropical desubicado… tanto como ella en ese momento): Ana no es una persona del montón. Hace lo que se pide que haga (veintitantos… hay que cuidarse), pero va a contracorriente… en pequeñas dosis. Una imperceptible rebelión, aislarse de la “motivadora” música ambiental del gimnasio, que marca, para ella y para el espectador, la decisión que va a tomar.
Fundido a negro. Siguiente acto.
“—¿Quién eres ahora?; —No lo sé”. Ana se abre a su amiga del alma, esa de la que poco antes hemos visto Ana recibe su tesis, y que ha mirado con desdén. Porque Ana, desde que descubre a su “doble”, ha desconectado de su vida. De sus obligaciones.
Jaurrieta identifica la confusión interior de la protagonista con la de la ubicación de la conversación, que alterna la intimidad del diálogo desde dentro del bar con su percepción alejada desde el exterior, mezclando las palabras con el ruido de la calle. Ana está decidida a “buscarse”, pero es difícil cortar cualquier lazo y desaparecer. El ruido del entorno es demasiado elevado, demasiado imponente. Demasiado presente.
Y entonces empieza la introspección.
Fundido a negro. Siguiente acto.
El viaje interior
A partir de aquí el film tiene una doble lectura, una doble intención. Podemos unirnos a la ficción de Jaurrieta, avanzar dando crédito a la existencia “real” de la doble de Ana, y acompañarla en su descubrimiento de una sociedad más sórdida, más alejada de lo que ella ha conocido hasta la fecha y que, inevitablemente, la cautiva, hasta que se da cuenta de que quedarse en ese anonimato tampoco es lo que quiere para sí misma.
Pero también podemos unirnos a su viaje interior. Un viaje que la lleva a conocerse a sí misma, y a todas sus facetas.
Siguiendo esta visión, representación el universo interior de Ana con la que Jaurrieta da la oportunidad a su protagonista de dejarse llevar (con la libertad de saber que se plantee lo que se plantee va a ser un imaginario personal), todas las líneas de diálogo tienen un significado concreto. Y todas las decisiones técnicas con el reflejo del estado de ánimo de la protagonista: por un lado, claridad, extraña e íntima, y encuadres medios para esa Ana de día que decide salir a buscarse, y que requiere de nuestra complicidad, de nuestra proximidad como espectadores. Tempo lento, inequívocamente identificado con la reflexión que está llevando a cabo Ana con respecto a la deriva de su vida.
Y, por otro… primerísimos planos, montaje cada vez más rápido y caótico, incluso confuso. Diálogos aparentemente fuera de contexto, y números musicales que se mueven entre el aparatoso ridículo y la conveniente falta de vergüenza. Rojos violentos, violetas tranquilizadores y oro felicidad para esa nueva Ana que encuentra en el baile, en el music hall, la libertad.
De abogada a bailarina en un club de dudosa reputación. De Pamplona y barrio pijo de Madrid, a la sordidez de la ciudad nocturna.
Así que, siguiendo con esta visión intimista, el club no es más que el interior de Ana, un lugar en el que sólo accede a entrar si puede enmascarar sus miedos bajo el nombre de Nina. Y los personajes que allá encuentra, ¿no pueden asociarse fácilmente con las distintas vertientes de su propia personalidad, forjadas a lo largo de su vida, y de sus (no) experiencias?
Pongamos el ejemplo de Madame Lacroix, la primera persona que conoce en su entrada al “yo” más profundo. “Amamos el baile y la vida”. Es la mujer que Ana busca ser: libre, con un pasado que contar. Mayor y segura de sí misma, que no se arrepiente de nada de lo que ha hecho en su vida.
Y el maestro de ceremonias. Ese hombre perdido en la inercia de su propia vida. Un hombre que no sale del club. Que se conforma con lo que tiene, sin rechistar… pero que necesita drogarse para avanzar. Él es la Ana que se consume si sigue con su perfecta carrera de abogada, de fiel esposa.
Por otro lado, tenemos los “personajes” de la pensión, el refugio de Ana cuando quiere apartarse de sus pensamientos profundos. Del club.
Sole, la dueña de la pensión. Podemos decir que es la representación de la parte más conservadora de Ana. La “beata”, la que no se ha desmelenado en toda su vida, la que ha hecho siempre “lo que hay que hacer”. La que en un momento clave decide sacarse un rizo del moño y abrirse el botón de la bata. Que Ana se vea a sí misma como una señora mayor responde a la característica personalidad, caduca, de la controladora mujer. Tan controladora como Ana. La parte de ella misma que no quiere “perderse”, que le recuerda continuamente que está dejándose perder.
El que suponemos marido de Sole, ese que “un día decidió que había dicho todo lo que tenía que decir en la vida”, y que mira siempre empáticamente a Ana. Quizá es la parte de su personalidad más activa, aunque no lo parezca. Es la que le obliga a mirarse en el espejo y decidir si lo que este le muestra es lo que quiere que vean los demás.
Y Marcelo, el misterioso y amable conquistador. El elemento distorsionador que introduce Ana en su propia reflexión para validar si la decisión final que tomará es la correcta.
En este punto es interesante destacar la propuesta de la Jaurrieta guionista: Ana, ella misma, es la que decide convertirse en prostituta. Se escuda en el amor incondicional, pero se auto-boicotea al comenzar a aceptar dinero por parte de un “amor” que acaba presentándola en dudosos círculos nocturnos. Ana se cuestiona a sí misma, y resuelve que Marcelo no es bueno para su vida. Le convierte entonces en un traicionero, en un embustero. Y resuelve que Nina, “alter ego” de Ana, no es, tampoco, la persona que quiere ser.
El “yo”
Tras unas escenas finales y el ya conocido fundido a negro que nos permite avanzar junto a Ana en su particular búsqueda interior, el film se cierra tal y como comienza.
O no.
Ana saliendo del portal, Ana/Nina esperándola en la cabina telefónica.
Ana se espera a sí misma, pero desde una posición de ventaja, de valentía. Ya sabe que no quiere ser la Ana abogada con una vida perfecta, pero también sabe que no quiere perder parte de lo que tiene (una escena muy representativa es cuando se sienta a la mesa de la pensión a comer con los distintos inquilinos y los dueños: eso no es una familia, lo que ella ha dejado, esa que se acaba de encontrado feliz en una tienda del centro de Madrid, sí).
Ana se observa. Se auto-observa. Se sonríe. Se sabe poderosa.
Ana ya no es Ana. Pero tampoco es Nina. Ana, simplemente, es.