Lazzaro feliz, de Alice Rohrwacher

Levántate y corre

Arcadia

Arranca esta fábula triste en un incierto mundo rural, emparentado con la sociedad campesina de Padre patrón (Padre padrone, Vittorio Taviani y Paolo Taviani, 1977), de El árbol de los zuecos (L’albero degli zoccoli, Ermano Olmi, 1978) o, tal vez, de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976). Mundos aislados, empobrecidos y tiranizados por nobles ausentes cuya alargada sombra imprime carácter opresivo a sus representantes. Más cercanos, ciertamente, a Passolini que a Visconti. Feos, sucios, aunque no malos. Seres humildes, desorientados sufridores, resignados jornaleros, que sobreviven en un mundo que les maltrata y al que, sin embargo, quieren. Sea por compartir su propia naturaleza con la del entorno, sea por que es la única bondad que puedan compartir o sea por qué no conocen alternativa posible. Hay en Lazzaro feliz, por otro lado, una suerte de conexión con el ilusionismo de Fellini, de su mirada lunática, de realismo mágico, como sucede en cierto cine “rural” italiano en esta década. La anterior obra de Alice Rohrwacher, El país de las maravillas (Le meraviglie, 2014) en primer lugar. Pero también sería el caso de un par de obras más humildes, aunque no menos atractivas, como son Bella y perdida (Pietro Marcello, 2015) o Le quattro volte (Michelangelo Frammartino, 2010), dos muy particulares miradas a la naturaleza más próxima, la primera desde un prisma fantástico, la segunda con la precisión del documental.

Lazzaro feliz se emparenta con todas ellas. Por su mirada, tierna y ácida a la vez, pero también, muy especialmente, con las obras de Fellini en las que los personajes transitaban entre la realidad y la fantasía. Y, tal vez, de todas ellas, aquellas en las que no sólo el entorno sino el propio personaje principal salía de lo normal, la Giuletta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965) o el Salvini de La voz de la luna (La voce de la luna, 1990), seres que habitaban con dificultad este mundo. Lazzaro, a diferencia de ellos, no sufre, no se angustia en exceso (tal vez un tanto para satisfacer al conde de quien cree ser medio hermano, pero poco más). Lazzaro es lo que se llamaría un “bendito”. En todos los sentidos. Un ser simple, sí; pero a la par, un alma noble, beatífica. Un ser bondadoso que no verá el mal a su alrededor, alguien que confía plena, ciegamente, en sus congéneres. Un “plácido”, un buen salvaje, que, precisamente por serlo, no encaja en un mundo cruel y egoísta y es abusado por familiares, vecinos y desconocidos.

Rohrwacher arranca su obra despertando a los moradores de Inviolata, el pequeño caserío dónde se desarrolla la acción durante la primera mitad de la película. Como en El mundo de las maravillas, un montón de niños y adolescentes se levantan de la cama durante la noche, en esta ocasión, al son de la música. En poco rato, ancianos, adultos y niños están reunidos celebrando un noviazgo, compartiendo el poco marsala que queda y unas escasas anchoas, a la luz de una bombilla también compartida y transferida de una habitación a otra. Rohrwacher nos emociona con el testimonio de un mundo rural, miserable y entrañable a la par, retratado con naturalidad y encarnado por auténticos campesinos (algo que nos lleva directamente al cine passoliniano). Hay dos diferencias claves respecto a la obra anterior de Alicia Rohrwacher. Si en El país de las maravillas toda la familia aceptaba el aislamiento (o la independencia) marcados por el padre de la peculiar comunidad, en Inviolata los vecinos están sometidos (en su ignorancia) a un aislamiento forzado, en tiempo y espacio, en una suerte de esclavismo por parte de una marquesa, que les mantiene como siervos de la gleba en una zona montañosa cultivando tabaco. Por otra parte, si, en la película anterior, Gelsomina encarnaba cierta independencia en el seno familiar que nos guiaría por peculiares caminos, Lazzaro es un personaje sujeto a los deseos de todos los demás, símbolo a la vez de la bondad salvaje y evidencia de los males (egoísmo, pereza, avaricia, soberbia…) de la humanidad que se vuelcan contra él, ante su aparente indiferencia.

Rohrwacher se toma un buen tiempo en revelar, muy sutilmente, en qué época se desarrolla la acción de modo que la trama puede ser, en su singularidad, absolutamente contemporánea, aunque evoque los dramas y comedias costumbristas del neorrealismo, Milagro en Milán (Miracolo a Milano, Vittorio de Sica, 1951) a la cabeza. Pero será con la aparición del capataz, su hija, la marquesa y el heredero, personajes tan repulsivos como dominantes cuándo nos acerquemos a la cruda realidad, bien próxima a nosotros. En este momento, Lazzaro desconecta, momentáneamente, de su peculiar familia. En la aglomerada comunidad, cuyos lazos familiares difícilmente distinguimos, Lazzaro es hijo de todos, pero, según dice, hijo de nadie. Sólo sabe que tiene abuela En los caprichos del conde heredero, Lazzaro cree verse como hermano del cínico y caprichoso aristócrata. Es entonces cuando Alicia Rohrwacher opta por romper el sueño arcádico, romper la línea argumental y trasladar acción y personajes a otro mundo, literalmente. Así se plantea mostrar cómo la naturaleza y los hombres son siempre, en todas las épocas, explotados por otros hombres y mujeres. Y hasta qué punto la pureza y la honestidad encarnadas en Lazzaro son violadas por los personajes de los dos niveles sociales en toda ocasión.

El averno

Tomando como referencia la leyenda del santo y el lobo al que iba a buscar, la directora rompe la bola de cristal en la que Inviolata, sus habitantes y, en particular, Lazzaro vivían encerrados y les proyecta al mundo real… que no será, ni mucho menos, mejor que el peculiar limbo en el que habitaban. Así pues, a mitad de metraje, Lazzaro muere y resucita para, como un Truman italiano, salir de sus límites y buscar a su familia. Manteniendo el tono fantástico que las imágenes de la vida en Inviolata desprendían, Rohrwacher lleva a Lazzaro a la periferia de una gran urbe (Milán y/o Turín), aunque con la peculiaridad de propulsarle en el futuro.

De la luminosa y bulliciosa Arcadia en la que vivía, Lazzaro llega a un mundo gris, de tonos apagados y habitado por personajes tristes y decadentes. El viento amenazador que susurrara en algunas ocasiones en Inviolata sigue presente en la ciudad actual. Lazzaro, activo, ansioso por reencontrarse con su desaparecida familia se adentrará en círculos siniestros, llenos de una suciedad y miseria equivalentes a las que había estado sometido, pero ahora desprovistos del atractivo, del lustre, que la naturaleza otorgaba al ambiente rural. Ladrones de medio pelo, vagabundos, explotadores de inmigrantes y parados o estafadores desfilarán ante un desconcertado Lazzaro que no consigue conectar con este mundo. Su persistencia le llevará junto a Antonia y los ecos familiares de Inviolata, permitiéndole, una vez más, exhibir su bonhomía. Lazzaro, sin embargo, jugará en terreno opuesto. Campos y fuentes se transforman aquí en descampados y callejones sucios. La cueva en la que Lazzaro descansaba brevemente tiene una mala traslación en el depósito vacío en el que vive Antonia y su familia. El villorrio es sustituido por una ciudad hostil. De manera discreta, Lazzaro conseguirá transferir su buen hacer a Último enseñando las propiedades culinarias de plantas silvestres o hará que Antonia lleve a cabo una obra generosa. Pero, finalmente, Rohrwacher se manifiesta pesimista en cuanto a nuestras posibilidades en la vida urbana: el hombre es más lobo que el propio lobo.

Me he referido a una serie de clásicos italianos. No tanto por compararlos con la obra de Alice Rohrwacher ni por señalar una actitud de copista cómo por vincular la creación de la cineasta a una tradición narrativa. La joven directora demuestra su capacidad de destilar toda una línea autoral para crear una obra auténticamente nueva. Lazzaro feliz bebe, ciertamente, de múltiples leyendas y famosas fuentes, pero el resultado es una película innovadora. Su ternura no resulta anticuada ni su discurso precisa subrayados. La película en sí misma es, como su personaje principal, una suerte de Rip van Winkle cinematográfico que recupera un espíritu ancestral para reflexionar, con una narrativa quebrada, propia del cine del siglo XXI, sobre nuestra sociedad y nuestro futuro. Lazzaro feliz es, en definitiva, una fábula triste que habla de nuestros días como si fueran pasados y de nosotros como si, tal vez, hubiera habido un tiempo en que estuviésemos llenos de bondad.