La voz que habito
El tercer largometraje de Carlos Vermut convence sin entusiasmar. Quizás porque recuerde a muchas cosas, quizás porque se aleje de un estilo distintivo —y forjado únicamente en dos películas— que una legión de fans habíamos celebrado y alabado hasta la extenuación.
En definitiva, el peor enemigo de Quién te cantará es la memoria cinéfila. Esa que Vermut también tiene y que aquí despliega sin rubor.
Rota, actualidad. La cantante e idol total Lila Cassen está a punto de retomar su carrera tras una década de ostracismo voluntario. Su esperado regreso se ve prologado por un extraño episodio muy de prensa del corazón: ¿una tentativa de suicidio o un episodio de desorientación frente al mar?
El caso es que la ex-estrella no recuerda mucho. Ni sobre sí misma ni sobre su propia leyenda. Una circunstancia que puede acabar frustrando el multimillonario negocio de la nostalgia y que no piensa tolerar Blanca, su consejera, contable, casera y madre a tiempo parcial.
Y ahí es donde el destino le tiene reservada la actuación de su vida a Violeta, curranta en karaoke nostálgico, madre soltera y arrebatada admiradora, precisamente, de Lila Cassen. Tantos años de idolatría obtienen su recompensa: Blanca le pedirá que le (re)enseñe a Lila su propio arte, que la vuelva a poner a tono para ese comeback del que parecen depender tantas cosas.
Un argumento cerrado, mínimo, que no se permite saltos mortales ni fugas gratuitas. En esa búsqueda de lo esencial, Vermut sacrifica parte de su firma —de sus tics, diréis algunos—: su humor más gamberro, su apología de la cultura freak, incluso sus giros más sorpresivos y gratuitos. Aunque siguen habiendo danzas macabras.
Pero sorprende, y mucho, la domesticación de las formas y la pretendida destilación de los fundamentos del drama hasta llegar a esta sobreexplotación de la conspicua dualidad. Dualidades, porque el juego de espejos es múltiple: Lila / Violeta, el sacrificio materno / filial, pureza / cálculo, karaoke / videoclip, fama / don Nadie… los reflejos son tan numerosos que el espectador se puede sentir “machacado” por un simbolismo bastante evidente.
Vayamos por partes. Me gusta el homenaje cinéfilo a casi todo lo que se te pueda ocurrir. No me extenderé con Persona (Ingmar Bergman, 1966), porque parece que cuando la película se convierte en un tête à tête entre dos personajes femeninos acabemos siempre en el sueco. Me gusta el momentazo Vértigo (De entre los muertos) (1958), completando la transformación / transfiguración con idéntico travelling circular. Y me gusta, para qué negarlo, esos guiños al otro demiurgo de las dualidades: el señor David Lynch y, más concretamente, su Carretera Perdida (1997) (¡si hasta se permite una invitación a llamarse a sí misma entre las dos protagonistas!).
Por contra, el principal ‘pero’ referencial será visto por muchos como su mayor logro: el almodovarismo militante que rezuman las escenas más memorables de la película. Ecos de Hable con ella (2002), Los abrazos rotos (2009), La piel que habito (2011), reforzados todos ellos por la banda sonora firmada por Alberto Iglesias. Hasta tal punto que cuando irrumpen las distorsiones Vermut (esa música estridente que acompaña al paseo de la hija hasta el extremo mismo de los cristales rotos, ese clímax estiradísimo en el duelo madre-hija…) la cosa chirría.
Y es que el drama en estado puro nos depara pocas sorpresas, como si Carlos Vermut se hubiese autoimpuesto, a manera de penitencia, no tirar de una serie de recursos que quizás el entendiese que podían distraer la atención del espectador. Logra que nos queden claras cuales son las escenas importantes, alargándolas sin la tensión dramático-esperpéntica que rezumaban Diamond Flash (2011) o Magical Girl (2014). Hay habilidad —incluso atisbos de maestría—, pero el resultado no alcanza las cotas de originalidad de sus propuestas anteriores.
Donde más esquemático y trillado se queda el asunto es en la representación de la nini, la hija de Violeta. Carlos, hemos visto mucha telebasura y sus brotes esquizoides, crueldad mental y violencia destructora nos recuerdan a un adelanto de la nueva temporada de Hermano mayor. Su función catártica dentro de la trama es demasiado evidente y su crisis de conciencia post-robo, incomprensible.
Pero a fin de cuentas el que Carlos Vermut parezca vampirizado por el estilo de Pedro Almodóvar también tiene su lógica dentro de ese microuniverso de personajes hieráticos, esperando volver a la arena pública (a la vida) sin ni siquiera necesitarlo. E imitando a otros que dicen parecerse a ellos para volver a ser ellos mismos o, por decirlo sin crueldad alguna, vendiéndole a la original la copia de su propio show.
Así, mientras Lila mató a la madre para evitarse testigos incómodos (la madre que había compuesto todas sus canciones), Violeta se verá empujada a una coyuntura similar con su hija como principal contrapartida. Ambas son Saturnos que devoran lo que tienen más a mano, quizás porque ambas no se atreven a reconocer hasta qué punto necesitan afirmarse a través de la admiración que despiertan en los que están ahí abajo, a pie de escenario.
Tras los fastos, las luces y las lentejuelas, la Gran Vía madrileña escupirá a Violeta de vuelta a su realidad. Ha nacido una estrella anónima de entre las cenizas de otra, aunque ambas acaben ahogadas por fantasmas del pasado… o del presente más inmediato, esperando en el comedor de casa.
Quizás para disfrutarla plenamente haya que ser un poco amnésico y gozar así como si fuera la primera vez de recursos, intuiciones, guiños y homenajes. Vermut, para bien o para mal, ha dejado de jugar al amateur y se adentra con Quién te cantará en las grandes ligas, en pos de un público más amplio, menos especializado y quizás también… ¿menos injusto?