Un cine imaginado
Las historias que contaron los realizadores presentes en el 63 Festival Internacional de Cine de Valladolid (Seminci) brillaron por la fuerza de lo que sucedía fuera de campo, de las historias que tanto el espectador como los personajes intuyen pero nunca ven con sus propios ojos.
En Una tierra imaginada (A Land Imagined, Yeo Siew Hua, 2018), el personaje principal —un migrante chino que trabaja en condiciones precarias como peón en una empresa de construcción— desaparece tras sufrir un accidente laboral y desenterrar el misterio será una misión imposible para el policía encargado del caso. Las luces de neón que dominan la vibrante fotografía —premiada por el jurado de la Sección Oficial— ciegan los ojos del investigador y, deliberadamente, también los de un público que puede oler la dura crítica que hace la película a la represión reinante en un Estado concreto, el singapurense, disfrazándola como crítica a la explotación laboral, también real e igualmente triste. Es una forma de matar dos pájaros de un tiro, al retratar de paso la precariedad de los miles de empleados sin papeles provenientes de países como China, Bangladesh, Indonesia o Malasia, y cuestionar el desarrollo real de un país que se autopromociona como próspero, tomando como exponente una de sus políticas más notorias: las obras para extender su territorio, ganándole terreno al mar con arena importada de países vecinos. Una tierra imaginada para la que Yeo Siew Hua propone una electrizante fusión entre un contenido realista, una narrativa abstracta y desordenada y una forma cinematográfica que coquetea con el surrealismo y la fantasía steampunk, al mismo tiempo que plantea el amor y la individualidad como única vía de escape.
La acción de A la vuelta de la esquina (In den Gängen, Thomas Stuber, 2018), galardonada en la Seminci con la Espiga de Plata, se desarrolla entre las estanterías del supermercado donde trabajan los protagonistas, pero el drama sucede ahí fuera, en sus hogares, fuera de cámara. Stuber prefiere mantenernos dentro de la gran nave comercial donde los clientes acuden a comprar chocolatinas, rodeados de inocentes adornos de Navidad. La vida empieza y acaba en el trabajo, parece querer decirnos, y es difuso distinguir a veces si el realizador cree que eso sea algo malo o algo bueno; ¿es la vida en esa especie de Ikea de ultramarinos esclavitud o comunidad?, nos pregunta mientras de fondo suena una canción góspel —Grinnin’ in your Face, de Son House—, y también, ¿cómo era la vida de estas pobres almas antes de encontrarse en este momento y en este lugar, antes de acabar conduciendo carretillas y reponiendo bebidas con gas? La respuesta es sorprendentemente emotiva, solo rota innecesariamente las veces en las que el director decide sacarnos del supermercado directo a las casas de los implicados, creando situaciones dramáticas algo forzadas.
Ága (2018) es una obra minimalista en la que el búlgaro Milko Lazarov —ganador del premio Pilar Miró al mejor nuevo director— se adentra en el silencioso y arduo día a día de una pareja de esquimales en el Polo Norte. Nannook y Sedna son los últimos hijos de Adán y Eva, los ecos de una vida profundamente ligada a la naturaleza que lleva reproduciendo las mismas costumbres desde el principio de los tiempos. Y que ahora llega a su fin. El director juega a contar dos historias: la primera es la que vemos dentro de plano, la de la tristeza de los protagonistas por presenciar cómo su estilo de vida muere lentamente con ellos; y la segunda es la que tenemos que imaginar, la relacionada con por qué Ága, la hija de ambos, se marchó. Sin estar presente en —casi— ningún momento, ella es el verdadero centro del film y quién le pone título, la fuente de la melancolía de la pareja y la protagonista del final abierto, que ahonda en el ejercicio activo por completar esa segunda película. Acompañando este juego está la espectacular fotografía panorámica con bordes redondeados de Kaloyan Bozhilov, con la que Lazarov tiene una voluntad tanto documental, de dejar constancia de una realidad en peligro de extinción, como poética, de recrearse en la pureza de los gélidos paisajes.
Este ejercicio imaginativo es un elemento central en The Guilty (Den skyldige, Gustav Möller, 2018), premio al mejor guion y un thriller trepidante y violento ambientado en un solo espacio, al estilo de Enterrado (Buried, Rodrigo Cortés, 2010), pero en este caso en una oficina de recepción de llamadas de emergencia. La verdadera acción —el secuestro de una mujer— se está desarrollando ahí fuera y nosotros solo sabemos lo que ocurre por lo que el protagonista, un policía al que han relegado a ese puesto, escucha por teléfono, dejando para nuestra libre creación la construcción de las imágenes que corresponden a los sonidos al otro lado de la línea. El film es un entretenido y solvente experimento audiovisual que peca, sin embargo, de forzar la máquina con agujeros de guion para mantener la tensión, por no hablar de algunas flacas decisiones argumentales en torno a la violencia machista y sus consecuencias que, aunque están hechas más al servicio del plot twist barato que para generar debate, parecen querer cuestionar el impacto de movimientos como el #MeeToo. En The Guilty, a diferencia de en Ága, la puesta en escena cruda y estática no acompaña al juego imaginativo; tan solo se permite jugar de vez en cuando con la iluminación. El director parece querer subrayar así lo radical de su propuesta narrativa, desnudando a la película de todo lo demás, pero acaba perdiendo la oportunidad de dotar al film de una mayor profundidad formal y empaque estético.
Finalmente, una de las grandes películas que dejó sin respiración al Teatro Calderón fue Utoya. 22 de julio (Utøya 22. juli, Erik Poppe, 2018) el film sobre el atentado contra un campamento político juvenil en Noruega en 2011. En la película, rodada en un único y trepidante plano secuencia, el horror sucede en el fuera de campo. Nunca vemos al terrorista, salvando una única excepción, siempre estamos con los jóvenes y los acompañamos en sus desesperados intentos por sobrevivir —en concreto, con el personaje ficticio de Kaja, interpretado con fuerza y sensibilidad por la debutante Andrea Berntzen—. El film consigue así alejarse del amarillismo fácil, al tratar a las víctimas como héroes y no como extras de videojuego, y al negarse a filmar al asesino en una posición de relevancia, algo que sí ocurre en la otra adaptación de este año sobre el suceso, la hollywoodiense 22 de julio (22 July, Paul Greengrass, 2018), distribuida por Netflix. La versión de Poppe es terrorífica —cómo no serlo— pero al realizador le interesa también capturar momentos de intimidad, reflexión e incluso de belleza: la escena del acompañamiento a una de las víctimas en los últimos instantes de vida; el momento musical; el humor que surge involuntariamente con la angustia; el mosquito posándose en el brazo de la protagonista. La violencia está presente pero, una vez más, fuera de campo, y es el subconsciente del público quien debe completar en su mente lo que está sucediendo fuera del encuadre. Así es como Utoya. 22 de julio da con la forma más respetuosa de afrontar la adaptación cinematográfica de la tragedia. ¿Algún apunte negativo? Que sí, tal vez es demasiado pronto.