En la 63 Seminci, el director quebequés Denys Arcand jugó en su nueva película, La caída del imperio americano (La chute de l’empire americain, Denis Arcand, 2018), a vender una continuidad de sus anteriores El declive del imperio americano (Le declin de l’empire americain, 1986) y Las invasiones bárbaras (Les invasions barbares, 2003). Lo único que queda de ellas en 2018, sin embargo, es el tono cómico y un título que es más una decisión de marketing que una opción artística. La caída del imperio americano no sigue con los personajes o los temas de sus “predecesoras”: si la película de los ochenta hablaba, hablaba y hablaba sin parar, al más puro estilo Woody Allen, de las relaciones afectivas y sexuales entre miembros de la clase alta e intelectual de la Canadá nacida y criada en la segunda mitad del siglo XX, y la secuela de los 2000, diseccionaba la amistad, el paso del tiempo, la muerte y el sistema sanitario canadiense, La caída del imperio americano trata las distintas (y perversas) formas que adopta el capitalismo para alienar al individuo. Arcand equipara el trabajo mecánico con la prostitución, la extorsión, el robo o el blanqueo de capitales y se ríe y humaniza todos ellos. La película funciona como comedia de situación, entre cínica y esperanzadora, pero carece de la profundidad de las anteriores.
Hasta la Islandia profunda nos trasladó la segunda película del director Benedikt Erlingsson, La mujer de la montaña (Kona fer í stríð, 2018), ganadora en Valladolid del premio a la Mejor Actriz. Erlingsson hizo uso del mismo discurso humorístico y autoconsciente de su ópera prima, la entrañable comedia negra De caballos y hombres (Hross í oss, 2013) sobre la población islandesa rural que vive al cuidado de sus équidos. En La mujer de la montaña, el realizador viaja a la ciudad para hacer un fuerte alegato a la defensa del medio ambiente. Una de las sensaciones más placenteras al visualizar el film es, por un lado, el juego con la banda sonora, a la que le da una vuelta de tuerca para que sea siempre diegética —integrada, a tiempo real, en la trama—, y, por otro lado, los guiños a De caballos y hombres, que se suceden cuando Halla, la carismática protagonista, realiza su activismo contra la industria del aluminio en los mismos escenarios naturales del anterior film, cruzándose con viejos conocidos del espectador. Desde luego, si Erlingsson decide no abandonar esa autorreferencialidad en sus próximos proyectos, puede convertirse en un creador juguetón al que seguirle la pista.
En Dogman (íd., Matteo Garrone, 2018), una suerte de retorcida, macabra y maleante versión del cuento de La cigarra y la hormiga, el gris es color dominante en la vida de la pareja de amigos protagonista. Esto se plasma en el cielo que los amenaza, siempre nublado. También en las descascarilladas paredes de la urbanización obrera donde viven —una localización tan particular, decadente y fascinante como la de su anterior Reality (íd., 2012), aunque esta vez se trate, en lugar de un antiguo palacio, de una bahía que parece no tener salida—, y en la atmósfera opresiva de la peluquería canina que regenta Marcello, amenazado por su amigo matón Simone. Matteo Garrone dirige con gran pulso un desesperante descenso a los infiernos, donde la tragedia se masca desde el minuto uno pero no estalla hasta el tercer acto, en un desenlace demencial donde odio y amor se arrancan a bailar.
Finalmente, Djon Africa (íd., 2018), de los realizadores portugueses João Miller Guerra y Filipa Reis, es todo intenciones. La premisa de la película tiene todos los ingredientes para ser una obra conmovedora, como mínimo: Tibars, un joven portugués negro, viaja hasta Cabo Verde, de donde proceden sus ancestros, para buscar al padre que nunca conoció. Sin embargo, los esfuerzos de Guerra y Reis se quedan ahí, en las intenciones, y en una fotografía sugerente en la exploración de los colores, voces y encuentros esporádicos que conforman los recuerdos y la propia identidad. El repetitivo guion no ofrece respuestas y tampoco hace preguntas: gira sobre sí mismo sin llegar a construir siquiera un esbozo de discurso sobre la necesidad del ser humano por sentirse completo. Se salvan un par de (psicotrópicas) pinceladas al final, donde se nos ofrecen varias posibles soluciones al ¿enigma? de quién es el padre del joven, además de la certeza, cada vez más dolorosa, de que aquel no es su hogar y nunca lo fue, pues la sangre de Tibars es ya más portuguesa que africana. La película podría haberse salvado si al menos se hubiera apoyado en el carisma de su actor protagonista a la hora de desenvolverse en ese nuevo mundo suyo. Es lo que sucedía cuando American Honey (íd., 2016), la obra maestra de Andrea Arnold —que comparte no pocos temas con Djon Africa, así como la desinhibición narrativa y las puestas en escena improvisadas—, bajaba el nivel y se estancaba en algunos pasajes: que la omnipresente y feroz Sasha Lane se ocupaba de que la fiesta no decayera. Sin embargo, el trabajo interpretativo de Miguel Moreira brilla por su ausencia y su anodina presencia ahuyenta aún más a un espectador que no llega a sentir un interés real por las desavenencias de su destino.