Mujeres que crían, mujeres ausentes
Resulta difícil que en los festivales de cine se alce una opinión unánime acerca de la película triunfadora, es más normal que las críticas disciernan convirtiéndose esto en síntoma de la buena salud de la programación. Contra todo pronóstico, la edición número 75 del festival de Venecia, ha sido una excepción. A pesar de la calidad de los filmes programados, La Mostra tuvo una evidente favorita desde el primer día: el retrato de la sociedad mexicana en la Roma de Alfonso Cuarón. Durante los últimos años el director había explorado temas que le eran ajenos: una mujer sola en el espacio, un drama futurista o la tercera entrega de una conocida saga infantil. Hacía ya más de una década que el autor no se volvía hacia la propia experiencia como hizo una vez con su obra más conocida, Y tu mamá también (2001), por lo que no debe sorprendernos que su nuevo filme, Roma —a la cual define como autobiográfica— lograse despertar el interés de público y crítica. En la colonia Roma de Ciudad de México, un viejo barrio burgués creado a principios de los años XX, vive Cleo, una joven indígena que trabaja como empleada doméstica en el chalé de la Sra. Sofía, su marido y sus cuatro criaturas. En este microcosmos los recuerdos de Cuarón se entrelazan con los de estos niños que vivieron al abrigo de empleadas domésticas en casas ostentosas con padres ausentes.
Roma es una historia compartimentada en espacios: el interior de la casa, donde ocurre la historia en minúsculas y el exterior, donde se despliega la historia en mayúsculas. Ambas, evidentemente, interrelacionadas. Dentro del “hogar” la vida también se desdobla en dos: la zona de los ricos (el salón, las habitaciones) y la zona de las empleadas, los lugares de paso para los demás (la entrada, la cocina, la escalera que sube hacia las habitaciones del servicio, la azotea…). Los miembros de un grupo no pueden pasar mucho tiempo en el espacio del otro si no son invitados. Así, cuando Cleo penetra en el espacio-tiempo familiar sentándose a ver la tele con los niños, enseguida es requerida para realizar alguna labor doméstica recordándonos que no pertenece a esa familia o a ese ocio. Días más tarde, cuando los niños suben a la azotea donde hacen la colada Cleo y Adela, éstas se ponen nerviosas, “os va a reñir vuestra mamá” dicen. Al fondo, decenas de azoteas y cientos de mujeres tendiendo la ropa reconectan este relato familiar a la historia de un México dividido.
Roma narra un ciclo anual en la vida de una familia rica a principios de los setenta, aunque también podría narrar el ciclo de un embarazo, desde los comienzos del noviazgo hasta la sanación posparto. Nuestra protagonista, una serenísima Yalitza Aparicio —actriz no profesional sin la que Cleo no podría existir— afronta los acontecimientos con resignación y buen humor. Si la denigran responde con una sonrisa e ironía: cuando ella y su compañera, Adela, se dan cuenta de que Sofía, madre de la casa, está espiándolas, Adela dirá “está cuidándonos” y Cleo contestará divertida “Sí, cuidando que no gastemos luz”. Cleo no es ajena a su papel en la sociedad y, a pesar de su cercanía y aguante, no se siente parte del núcleo familiar. Quizás es por esto por lo que la crítica ha tachado la única escena en la que Cleo pierde los nervios como “perturbadora” y “fuera de lugar”. Sin embargo, las dos catarsis que confluyen en la secuencia —pública, en las protestas universitarias, y privada, en el paritorio— nos dan una idea del estado de un país y una mujer que no pueden soportar más. Como lo define Cuarón “Roma es acerca de un momento de la vida que me formó pero que también dio forma a mi país. Fue el inicio de una larga transición tanto personal como en México” Roma es un filme personal pero también político.
Además de una historia de clase y raza, Roma también busca retratar la vida de dos mujeres. El peso de las vivencias recae sobre Cleo y la Sra. Sofía que viven dos rupturas paralelas con consecuencias distintas: para una, significa el fin de su niñez y la necesidad de repensarse a sí misma como madre. Para otra, supone la fractura de una vida montada en torno a una familia ficticia. Aunque las experiencias son afines, la clase social y la raza colisionan con ellas y parece imposible que ambos personajes se puedan llegar a comprender. “Las mujeres siempre estamos solas” le confiesa una Sofía borracha a Cleo después de que la abandone su marido. A pesar de la certera síntesis de la frase, Sofía no es capaz de darse cuenta de que ella también participa de la opresión de la joven indígena.
La narración visual de las vidas de Cleo y Sofía no se puede describir de otra manera que no sea magistral. La cámara de Cuarón no quiere intervenir en la imagen, se queda al margen y nos permite observar los mencionados espacios domésticos y reflexionar sobre ellos a través de suaves paneos. La película, sin embargo, no carece de punto de vista: la imagen se queda con Cleo y con su perspectiva de la vida. Cuarón utiliza cámaras a la altura del suelo, dimensión en la que la empleada juega con los niños. Así, ellos serán los únicos en plano durante la fiesta de fin de año, mientras la cámara corta a los adultos de los que sólo vemos las piernas mientras salen de la sala bailando la conga. La lente también acompaña a Cleo en su visión del padre de familia, alguien a quien —en contraposición a la madre— rara vez vemos al no ser él quien se encarga del cuidado de la casa. Oímos su voz, sus peticiones, sus manías, pero él siempre quedará fuera de campo. Mientras que el interior del hogar se narra con suavidad, en los exteriores de la casa, la cámara se vuelve móvil y persigue con travellings laterales a Adela y Cleo mientras hacen una carrera hacia el cine. La idea es la misma: Cuarón nos deja entrever destellos de su visión de México con sus gentes y sus locales, sus dinámicas y sus rutinas.
La relación de aspecto escogida por Cuarón para su filme, un grandioso y panorámico 2.35:1, fomentan esta vertiente observacional. Cuesta comprender por qué el director mexicano firmó con Netflix la producción de una película que se caracteriza por su detalle visual siendo la plataforma americana conocida por las trabas que impone a la exhibición en salas de cine. Otro de los logros fílmicos del mexicano es que su decisión de grabar el relato en blanco y negro no romantiza la narración: Cuarón no se regodea en esta característica asociada al analógico para hacernos creer que la historia pertenece al pasado, sino que la vuelve luminosa y actual y nos permite reflexionar sobre ella como representante de un conflicto vivo. Quizás, el único “pero” posible a Roma sea que la certeza de su puesta en escena y el esmero del trabajo de cámara no nos permiten olvidar que nos encontramos frente a una pieza perfecta de la maquinaria cinematográfica, la educada y formal pluma del director es demasiado evidente en un drama que pretendía ser naturalista
Resulta difícil aventurar la razón del más que evidente triunfo de Roma en una edición del festival de Venecia que contaba con joyas como The Favourite (Yorgos Lanthimos), The Nightingale (Jennifer Kent), The Sisters Brothers (Jacques Audiard) o Sunset (Laszlo Nemes). ¿Es esta dimensión autobiográfica lo que fascina a la crítica que se siente voyeur de un fragmento de la vida del director? ¿O es el retorno de un artista consolidado al intimismo de sus orígenes? Sea como sea, la precisa coreografía en la que Cuarón ha convertido su último filme nos permite calificarla como una de las obras más redondas de este último festival de Venecia.