Berlinale 2019. Crónica 2

Mi llegada a la capital alemana no pudo ser más propicia, saludado por el último film de Rita Azevedo Gomes que ya glosara Xavier Montoriol en nuestra anterior entrega de estas crónicas berlinesas. A Portuguesa iluminará, o quizás hará palidecer, el resto de la programación. Sin embargo, la Retrospectiva de este año, dedicada a la obra de directoras alemanas desde 1968, aguantaba el tirón sobradamente recuperando un film de Helke Sander que también protagoniza una madre «sola» mediatizada por su coyuntura histórica: Die allseitig reduzierte Persönlichkeit – Redupers.

Berlín, 1977. Una ciudad dividida en términos físicos que también crea una suerte de esquizofrenia en sus habitantes. Al menos en aquellos que se empeñan en pensarla. La realidad se filtra en términos ideológico-políticos y en esa criba se queda parte de la propia realidad, con la cual conviven diariamente los habitantes al tiempo que están invitados a ignorarla. La fotógrafa que interpreta la misma directora también vive dividida entre su pulsión creadora, expresiva y moral, y las servidumbres materiales inherentes a la necesidad de ganarse la vida, especialmente con una hija a cargo. El objetivo de su cámara busca las similitudes entre ambos lados de la ciudad, las ventanas de comunicación, de alguna manera la forma de derribar conceptualmente ese muro, pero es un mensaje potencialmente poco popular entre las autoridades. Berlín es una presencia constante, fotografiada en un blanco y negro que se siente desnudo y esencial. La puesta en escena refuerza la sensación de fragmentación, como si faltase continuidad entre escenas, como si Sander trazase un bosquejo de su protagonista que ese contexto frustrase a la hora de definir en todas sus formas.

Die allseitig reduzierte Persönlichkeit – Redupers (Helke Sander, 1978)

Sander atrapaba los espacios y sonidos de su lugar y su momento, mientras que Jonah Hill intenta recuperar en su ópera prima una estética pretérita en Mid90s, la de su juventud, hacer de ella un leitmotiv visual que, sinceramente, corre el riesgo de caer en la mitomanía nostálgica y de mediatizar el contenido a base de elementos escénicos coyunturales. Sin embargo, finalmente consigue llevar a buen puerto la historia iniciática de un adolescente que encuentra en un grupo de skaters mayores un sentido de la pertenencia e identificación que le falta en su casa, donde tiene que sufrir a un hermano mayor un tanto abusivo al tiempo que carece de figura paterna. El grupo, refugio de todos en el fondo, se convierte así en el referente educador principal de este joven. Que la situación sea problemática no significa que Hill caiga en la moralina. No demoniza los comportamientos más negativos, igual que puede abrirse a la dulzura sin necesidad de edulcorar, y de hecho muestra interés humano por cada personaje, vacunándose así de sus pretensiones más cool.

También en la sección Panorama descubríamos otro grupo de chavales educándose de manera disfuncional, por decirlo suavemente. Dirigida por Alejandro Landes, los Monos que rezan en su título son un puñado de aprendices de guerrillero que tienen como misión custodiar a una médico norteamericana secuestrada. La expurgación de cualquier relación con su pasado familiar, totalmente ausente de la película, se completa con los motes con los que se autodenominan. La perversión pedagógica en las enseñanzas humanas que reciben se manifiesta progresivamente en una deriva que, ya metidos de lleno en escenarios selváticos, recuerda ciertos elementos de Apocalypse Now! Ellos son las primeras víctimas, claro, tan faltos de atención, tan invisibles, tan desprovistos de identidad, y por tanto de derechos, que hasta una chica es capaz de pasarse groseramente por chico sin que nadie repare ello. Lástima que Landes se deje llevar por cierto efectismo en la realización, por la necesidad de impactar de cuando en cuando, y termine también él enterrando un poco más a sus protagonistas bajo el aparato audiovisual.

Erde (Nikolaus Geryhalter, 2019)

Ante estas visiones necesariamente parciales y localizadas, llegaba la experiencia totalizadora de Nikolaus Geyrhalter en Erde (apropiadamente, «Tierra» en alemán). El documentalista austríaco vuelve a incidir en los excesos de la mano del hombre que ya mostrara en esa galería de construcciones abandonadas que era Homo sapiens, reflejando ahora el brutal impacto geoambiental del que es capaz el ser humano. Son un puñado de ejemplos señeros alrededor del mundo, explotaciones económicas que tienen al paisaje y a la naturaleza como sus primeras y más evidentes víctimas. Geyrhalter nos ofrece imágenes espectaculares, imágenes de impacto en ocasiones, buscando transmitir toda la dimensión y violencia de la problemática que trata. Desgraciadamente la película se termina haciendo demasiado redundante dentro de lo que es un mensaje muy transparente y diáfano, que no deja al espectador demasiado espacio a su interpretación. El episodio de la mina de sal reconvertida en fallido cementerio nuclear sí proporciona un ángulo un tanto diferente en el discurso del film: si bien el hombre es capaz de alterar dramáticamente y en poco tiempo la labor de millones de años de la naturaleza, su pretensión de poder controlar magnitudes geotemporales de una mínima dimensión se antoja tan arrogante como ilusoria. En cualquier caso, la gran mayoría de los testimonios recabados de los trabajadores de estas obras monstruosas reiteran el mismo mensaje, la inevitabilidad de la actividad que realizan dentro del desarrollo de la sociedad humana, como si estuvieran imbuidos en una suerte de determinismo capitalista. Pero es evidente que no dejan de ser asalariados defendiendo su medio de vida. Las opiniones alternativas tampoco aportan excesiva sutileza, y se termina echando quizás en falta la elocuencia del silencio humano de su film previo.