Pokemon y hacer nuestros sueños realidad
De niños —hace ya bastante de eso—, parte de nuestra generación vivía absorta en el universo Pokémon: nos levantábamos viendo la serie de animación japonesa, nos juntábamos en el patio del colegio para intercambiar las cartas coleccionables, quedábamos con los amigos para combatir con nuestras consolas Nintendo y nos quedábamos dormidos tratando de completar la Pokedex. Quizás eso era lo que provocaba que muchos soñásemos con un mundo real en el que Pokémon y humanos conviviesen en armonía, en el que en vez de un perro tuviésemos un Charmander. Ese estilo de vida tan infantil e ingenuo del que entonces respirábamos, tan simple pero acogedor, se fue haciendo cada vez más rebosante e inabarcable. Con cada nuevo videojuego aparecían cientos de Pokémon más que aprenderse, la serie de televisión se hacía más y más reiterativa, y aparecían otros pasatiempos que en aquél entonces nos atraían más porque eran distintos y nos hacían creer mayores de lo que éramos. Así, poco a poco, todos fuimos dejando de lado nuestra fantasía Pokémon.
Pero del mismo modo que John Wick sabía tanto de la mafia que ya no podía huir de ella, nosotros tampoco somos capaces de desprendernos de Pikachu y compañía: una vez te conviertes entrenador Pokémon nunca dejas de serlo. Por eso, hace tres años paseamos nuestros móviles por los parques mientras jugábamos a Pokémon Go; por eso, en vez de acordarnos de las tablas de multiplicar aún nos sabemos la lista de los 151 Pokémon iniciales de arriba a bajo —y la recitamos mitad con orgullo mitad con vergüenza—; y, por eso, Warner ha producido y estrenado Pokémon: Detective Pikachu (íd., Rob Letterman, 2019), una adaptación libre del videojuego homónimo de aventuras e investigación para Nintendo 3DS; por nostalgia.
Con un argumento que se desencadena por la desaparición del padre del protagonista (Justice Smith) y su posterior encuentro con un Pikachu parlante (Ryan Reynolds), la película, escrita por seis personas —lo que ya da pocas garantías—, parece dar cobijo en el universo Pokémon a otros largometrajes con animación o CGI. Detective Pikachu es un sándwich mixto de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988) y Zootrópolis (Zootopia, Byron Howard, Rich Moore, Jared Bush, 2016) rebozado de la estética de Ghost In The Shell (íd., Rupers Sanders, 2017). De la primera recoge su ambientación noir y su concepto de buddy movie de investigación en clave interacción dibujo-humano, pero los diálogos entre la pareja resultan mucho más insulsos porque son excesivamente blancos y cursis. De la segunda toma su concepto de ciudad llena de vida, con tantos detalles en el diseño de transeúntes que dan ganas de quedarse a vivir en ella, y, ya de paso, de olvidarse de sus protagonistas. Por último, de la tercera rescata su diseño ciberpunk inspirado en Blade Runner (íd., Ridley Scott, 1982), pero aquí es mucho más soleado y menos tenebroso, infantil. Hay neones, garitos y locales de peleas ilegales, como en Ghost In The Shell, pero por mucha niebla que flote por el ambiente, la película de Pokémon nunca resulta sombría, sino candorosa.
La estructura del filme bebe mucho del medio del videojuego: funciona como una constante resolución de misiones principales para poder vencer al jefe final. En este caso, el objetivo último es desvelar el misterio, pero Detective Pikachu avanza con una prisa angustiosa. El guion parece optar por el frenetismo de quien quiere pasarse el juego en el menor tiempo posible, y se olvida de que, a menudo, en la calma de las misiones secundarias se encuentra la parte más gozosa de la partida. Cuando trata de introducirnos en su rocambolesca y acelerada historia, llena de forzados giros estrambóticos, de pócimas agitadoras y de agujeros de guion insalvables, logra el efecto contrario: resulta un visionado poco interesante y coherente. Solo en los escasos momentos en que la película se detiene con sencillez y honestidad es cuando todo parece cobrar sentido. La escena del Mr. Mime es hilarante —se echan en falta más así—, el inesperado dúo cómico entre Psyduck y Pikachu tiene monólogos geniales y los guiños al fan del universo Pokémon son armoniosos.
Y es que reconocer melodías en la banda sonora que ya teníamos interiorizadas e identificar a todas las criaturas que aparecen en pantalla resulta cálidamente reconfortante, porque el trabajo de integrar animación en acción real es envidiable, con un aspecto sorprendentemente estético y fiel al de las criaturas que todos recordamos de los videojuegos. El hiperrealismo con el que el estudio ha llevado a los Pokémon a la pantalla grande encaja perfectamente y supera en todo momento el temido “valle inquietante”. Con relación a esto, el nivel de detalle en las facciones y en los gestos de Pikachu es lo más, aunque por desgracia están desaprovechados. Se intuye que detrás del achuchable Pokémon está Ryan Reynolds, pero no se le acaba de reconocer porque el contraste entre su trabajo en Deadpool (íd., Tim Miller, 2016) y en Detective Pikachu es enorme. Si en la primera su actuación —gracias a los sarcásticos diálogos— era manifiestamente brillante, aquí su interpretación se queda a medias entre irónico o adorable, y acaba por resultar simplemente simpático. Tampoco ayuda su nada carismático compañero Justice Smith y que ambos deban recitar algunas de las frases más ridículas que uno ha escuchado en el cine recientemente.
El Hollywood actual ha hecho de la tendencia una norma al explotar casi de forma sistemática la nostalgia. Conseguir que bases de fans del mundo de videojuegos acudan a las salas de exhibición parece un juego de niños para las grandes productoras, solo hace falta ver el amplio éxito en taquilla de las adaptaciones de Warcraft, Prince of Persia, Tomb Raider y la saga Resident Evil —y ya están en marcha las de Mario y Sonic—. Todos son excelentes videojuegos, pero adaptados al cine de forma mediocre, y Detective Pikachu no parece ser la excepción a la regla. Los nostálgicos de la Pokédex podemos ir reinstalando Pokémon Go y conformándonos con seguir soñando con un mundo en que Pokémon y humanos convivan realmente en armonía, porque imaginar una industria de Hollywood que depure un poco más los guiones de sus adaptaciones —nostálgicas y puramente comerciales— de videojuegos parece una quimera.