Sobre el ser humano a través del D’A
Se estima que el organismo del ser humano está compuesto, en un 96%, por los siguientes cuatro elementos: oxígeno, carbono, hidrógeno y nitrógeno, mayoritariamente en forma de agua. Esto es algo comúnmente conocido por la gran mayoría de personas, ya sea por haber sido alumnos atentos en clase de biología o por haber pasado demasiadas noches de Trivial y desenfreno. Dejando de lado la parte más química del asunto, hay ciertas curiosidades sobre nuestro propio cuerpo que la gran mayoría quizás desconoce, como por ejemplo el hecho de que somos tan peludos como un chimpancé. Aunque a simple vista no lo parezca, tenemos una cantidad muy similar de folículos por cada centímetro de nuestro cuerpo. Dato, por otro lado, del todo irrelevante.
Es necesario conocer lo básico de nuestra fisionomía y frecuente ampliar esos conocimientos a medida que crecemos, a saber: dónde está el sacro, por qué existen las muelas del juicio, cuándo hay que hacerse la primera colonoscopia. No obstante, el asunto se complica cuando pasamos del cuerpo físico a otro campo más abstracto que condiciona quiénes somos de forma mucho más específica que todo lo expuesto hasta ahora, y es que todo se vuelve difuso cuando se trata de la mente. ¿De qué están hechos los pensamientos? ¿Qué determina que sintamos de la forma como lo hacemos? ¿Por qué son nuestros riñones tan similares y tan distintas nuestras pasiones? ¿Son, en realidad, tan distintas al fin y al cabo?
Ira, sexualidad, inocencia, amor, miedo. El modo en que estos elementos definen nuestro devenir es, sin duda alguna, un aspecto a tener en cuenta, pero la marabunta de estímulos diarios ajenos a nosotros que nos llega a cada minuto relega muchas veces este análisis vital a un segundo, tercer o inexistente plano. Es una suerte tener rendijas por las que poder, de vez en cuando, detenerse a mirar: esa grieta esplendorosa y brillante que es la cultura y que, al final, se reduce a la transformación en canción, palabra o pintura de aquello que inicialmente fue algo que se reveló en las entrañas de su creador. La última edición del Festival D’A, el festival de cine de autor de Barcelona, ha sido una buena muestra de la sensibilidad necesaria para captar esos matices, imperceptibles por el ojo humano, pero tan palpables para piel, tripas y corazón y convertirlos en horas de metraje.
No hay pasión más visceral que aquella capaz de levantar un movimiento de insurrección. Ramón Lluís Bande dirige Cantares de una revolución (2018) un documental con canciones como esqueleto, a medio camino entre el homenaje y la crítica social acerca de los levantamientos del pueblo asturiano en 1934, cuando el fascismo mostraba sus colmillos y los republicanos entonaban himnos populares y encendían la metralla. Bande se sirve de la presencia y ante todo de la voz del cantautor asturiano por excelencia: Nacho Vegas narra y recita acontecimientos clave que sin duda marcarían la conciencia obrera del momento y de los años venideros, logrando un musical solemne y estático en el que palabras y silencio vibran entre la vida y la muerte. Su estructura formal inflexible permite, sin embargo, que el sentimiento brote a través de la cámara y la sublevación, las heridas y la represión tomen forma mediante planos casi inmóviles y una estética sobria que tiene por objetivo mantener la memoria despierta.
Otra revolución, esta vez sexual, se manifiesta en el primer largometraje de la directora polaca Olga Chajdas. Aquí, la pasión se manifiesta en la piel de Nina, —quien da nombre a la película— una mujer casada incapaz de concebir hijos que ve mermados sus intentos por ser madre cuando conoce a Magda, una joven irreverente y abiertamente lesbiana frente a quien se verá desnuda, no solo de forma literal sino especialmente metafórica. Si bien la intención de la directora está clara y pasa por relegar el plano de la figura masculina en todo aquello relativo a la liberación de la mujer, la trama pone el foco, en diversas ocasiones, en secuencias poco trascendentes, dando lugar a una historia contada desde cierta confusión y alargando la película de forma excesiva. El núcleo actoral formado por las dos actrices protagonistas, Julia Kijowska y Eliza Rycembel —quien recuerda de forma poderosa a Adèle Exarchopoulos en la ya mítica La vida de Adele (La vie d’Adèle, Abdellatif Kechiche, 2013)— otorga al largo el peso necesario para que las más de dos horas de metraje se sostengan, dotando de ritmo a un guion con fisuras palpables.
El despertar sexual todavía no se ha producido en Paula, adolescente protagonista de Ojos Negros (Ivet Castelo, Marta Lallana, 2018), a quien le viene la regla apenas al inicio de la película. Este otro debut pertenece a dos jóvenes directoras que rodaron el material como trabajo de fin de carrera y ya han cosechado varios premios, entre ellos en el Festival de Málaga. Este tándem femenino nos lleva con infinito acierto tanto formal como narrativo a uno de esos veranos atemporales en el pueblo en los que el aburrimiento asfixiante será nostalgia efervescente pasados los años —como ocurría en Verano 1993 (Estiu 1993, Carla Simón, 2017)— y cuya banda original corre a cargo de Raúl Refree, que ya colaboró en la aclamada Entre dos aguas (Isaki Lacuesta, 2018). El uso del silencio es un recurso potente en la película, de guion sutil y mirada gestual cuya potencia reside en la torpeza inocente y el miedo casi adulto de su protagonista y todo aquello que le es desconocido pese a pertenecerle: su abuela moribunda, su habitación fantasmal, su cuerpo cambiante.
¿Hay cambio físico más trascendente que el que alberga una vida en su interior? El último filme de Carlos Marqués-Marcet da respuesta a este interrogante de la forma más verdadera posible. El director de 10.000 km. (2014) y Tierra Firme (Anchor and Hope, 2017) presenta ahora un trabajo en forma de embarazo real, el de Vir y Lluís —María Soto y David Verdaguer, pareja también fuera de la ficción— quienes ven su rutina truncada debido a un embarazo inesperado. Els dies que vindrán se sirve de la piel como elemento primario para la evolución de un filme que explora las figuras paterna y materna desde una óptica intimista y cercana, donde el el sexo, la ira y la desazón, pero también el humor, la certidumbre y la contidianeidad más profunda y certera traspasan la pantalla sin esfuerzo, de la mano de Maria Arnal y Marcel Bagés a la banda sonora, regalando al espectador algunas de las escenas más bellas rodadas en el cine español reciente.
Cruzando fronteras desde nuestro cine aterrizamos en Japón, país de origen de Ryûsuke Hamaguchi, director de Asako I & II, cuyo título original, Netemo Sametemo —que vendría a significar algo así como “estar dormido o despierto”— , se torna mucho más revelador. Hamaguchi enfoca el amor como una dualidad existencial que se le presenta a Asako, protagonista que se enamora de alguien que desaparecerá repentinamente de su vida para encontrar, años más tarde, un nuevo amor con su mismo rostro. Más allá del drama romántico-juvenil de la superficie, Asako I & II entra con sutileza en el mundo del inconsciente, juega con el poder de la memoria y torna vivos los recuerdos de un pasado que se nos planta de frente. El largo conforma una suerte de poesía extraña y deliciosa que mantiene un ritmo constante a fuerza de golpes de guion y exquisitez fotográfica.
¿Qué es, por lo tanto, el ser humano, más allá de huesos y carne?
Es historia política, es sexualidad hirviente e ingenuidad pura; es cambio constante, es resentimiento y dolor físico y punzante; es todo aquello que va de la vida a la tumba y que podemos experimentar, aunque no nos toque de cerca, a través de la magia de una sala de cine que no es más que un cristal moldeable que separa, con el único fin de unirse, cientos de vidas individuales tan distintas entre sí que no pueden más que parecerse.