Una vez que tanto el universo cinematográfico de Marvel como el espectador han superado la anterior entrega de la franquicia —o quizás no tanto, pues Vengadores: Endgame (Avengers Endgame, Anthony Russo, Joe Russo, 2019) se reestrena el fin de semana previo a Spider-Man: Lejos de casa (Spider-Man: Far from home, Jon Watts, 2019)—, la nueva aventura del trepamuros llega a nuestras pantallas como el ansiado viaje de fin de curso, como esa semana que no aparece en el calendario académico pero que los estudiantes reciben como agua de mayo. Lejos de casa es un blockbuster veraniego y refrescante que sirve como colofón al curso finalizado, pero que a la vez permite recargar pilas para encarar los retos venideros.
La película repite la fórmula de su predecesora, Spider-Man: Homecoming (íd., Jon Watts, 2017), con el grado de acierto de quien ya se conoce el examen. Siguiendo con el símil estudiantil, vendría a ser como una de esas asignaturas tan amplias que dábamos en primaria: aúna con gracia disciplinas muy distintas entre sí. Por un lado, es una película de superhéroes fuerte y musculada, pero por otro, es una comedia romántica adolescente desacomplejada, tan imberbe como las de John Hughes. Conviven telarañas y besos acaramelados, balanceos de larga distancia con roces tan cercanos como el darse la mano. De este modo, coexisten tanto en forma como en el propio Peter Parker dos responsabilidades: salvar el mundo por enésima vez y conquistar a la chica de sus sueños.
El desfase de hormonas juvenil funciona porque Jon Watts es tan descarado como el propio Peter. Sin ningún pudor caricaturiza aún más a sus personajes, siendo Ned algo más que el chico en la silla, convirtiendo a Flash en Dulceida, y a MJ —genial Zendaya— en una maestra del sarcasmo. Si en Homecoming ya se intuía que a ella le gustaba Peter Parker, ahora el interés es mutuo, lo que da lugar a una tensión no resuelta inocente pero constante. Las miradas de la compañera de clase dejan a un Peter más tímido y vulnerable que nunca, reforzando así la ya completísima actuación de un Tom Holland que ha nacido para ser Spider-Man. Su personaje de adolescente inocente e impresionable que pese a tener a Tía May necesita a un tutor le viene como anillo al dedo.
Porque pese a que ya no aparezca Robert Downey Jr., la sombra de Tony Stark es omnipresente y dolorosa para él. Y no solo se manifiesta en pequeños guiños visuales, sino literal y metafóricamente en su herencia. Además de tener que cuidar de su legado, ahora Spider-Man, que había rechazado ser un Vengador, lo es por pura necesidad. A la responsabilidad de tener que cuidar de Manhattan se le suma la tarea de tener que combatir supervillanos por todo el mundo, o, quizás, por los varios multiversos —un hecho que los tráilers ya desvelaron, haciendo canon lo planteado por la maravillosa Spider-Man: Un nuevo universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, 2018).
Y lo cierto es que como filme de acción supera el corte. Con el cambio de estatus ya irreversible tras Vengadores: Endgame, el universo cinematográfico de Marvel se muestra tan orgánico e inmenso que incluso da vértigo. El llamado “lapso” —mostrado en un inicio del filme casi tan brillante como sus escenas post-créditos— no ha volatilizado las amenazas que solo los superhéroes pueden combatir, y a Peter le pasa como cuando decimos que “no vamos a llevarnos el portátil de vacaciones”: acabamos trabajando desde el bar del hotel. Si en Homecoming Peter necesitaba volver a tener grandes misiones, ahora lo que busca es paz y monotonía. Pero su viaje estudiantil se ve interrumpido por Nick Furia y compañía, de modo que el lanzarredes cambia sus potentes escenas de riesgo en las calles de Manhattan por un Eurotrip fantástico y flamante, en que los canales de Venecia pasan de simples postales, máscaras de carnaval incluidas, a sets de acción tan potentes como los de Casino Royale (íd., Martin Campbel, 2006) o Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989).
Mención aparte merecen los efectos visuales. La franquicia no ha visto escenas con diseños tan originales y angustiantes desde Doctor Extaño (Doctor Strange, Scott Derrickson, 2016). Lo que no quiere decir que Lejos de casa no se sienta como la película más Spider-Man de todas que se han hecho. Y es que recoge todo lo que Homecoming ya había incluido, lugares tan comunes en el personaje como el humor tanto físico como verbal, el peso de la responsabilidad del traje, la identidad secreta y la incompatibilidad de su vida heroica con la adolescente. Pero esta nueva entrega adquiere y mejora todas las facetas en que flaqueaba su predecesora. El cosquilleo o sentido arácnido se trasladan a la pantalla de forma espectacular, y por fin sentimos el agotamiento de las mejores historias en cómic del trepamuros. La batalla es larga porque no solo implica un viaje interior propio, sino que también se debe entender a un enemigo que parece infranqueable.
De esta manera, Mysterio, personaje clásico que lleva apareciendo por las viñetas de Marvel desde los sesenta, emerge, en un giro de guión menos tenso que el de Homecoming pero igual de predecible, como más moderno que nunca. Compartiendo con El Buitre su odio hacia un Iron Man/Tony Stark idolatrado, la tecnología vuelve a ser la verdadera villana de las películas de Jon Watts. Pero el enemigo esta vez no es un rayo desintegrador, sino objetos tan contemporáneos y propios como drones, proyectores y las fake news. El verdadero miedo ya no es hacia lo desconocido, sino hacia nosotros mismos: no hay nada más aterrador que no poder discernir realidad de ilusión, de estar en Matrix pero sin que sea una distopía. Si en Homecoming lo más temible eran aquellas armas nutridas de materiales alienígenas, en Lejos de casa todo queda —y perdonen la gracia— en casa.