Quentin Tarantino. Apropiación cultural

Robar y compartir

No sé si será porque su madre le dio de mamar películas de Alfred Hitchcock, Robert Aldrich y Jean-Luc Godard o porque le bautizaron en un cine y en lugar de echarle agua en la cabeza le estrellaron contra la pantalla, porque de pequeño se cayó en una olla llena de celuloide hirviendo o porque se pasaba el día entero en un videoclub de Manhattan Beach en sus años mozos, pero lo que es innegable es que el cine corre por las venas y el sistema nervioso de Quentin Tarantino. Al principio, cuando se estrenó Reservoir Dogs (1992) eran pocos los que decían que lo único que había hecho era copiar una película mala de Ringo Lam y una inmensa mayoría la que le calificaba de enfant terrible, que eso siempre ha quedado muy bien. Ahora, con veintisiete años más y nueve obras maestras a sus espaldas —que componen su filmografía al margen de su cortometraje My Best Friend’s Birthday (1987), la TV (un capítulo de Urgencias y otro de CSI), un segmento en el film por episodios Four Rooms (1995), y una secuencia de Sin City (2005)—, lo que se puede decir es que es un realizador con estilo propio, con clase, y con savoir faire, por seguir con el francés, que ya he dicho que siempre va muy bien. Pero tiene muchos más detractores que al principio y las causas la mayor parte de las veces suelen ser sus excesos con las citas, referencias y homenajes que en ocasiones suelen confundirse con falta de personalidad. Yo lo llamaría apropiación cultural, y aun así le han dado de castañas a una que yo me sé por algo parecido. Las otras causas por las que Tarantino  se ha ganado haters de esos son totalmente extracinematográficas, exceden los límites de este artículo y además no merecen el más mínimo comentario.

Reservoir Dogs

Reservoir Dogs (íd., 1992)

¿Es correcto hablar de estilo propio? ¿En alguien a quien en su día la imdb acreditaba casi seiscientas referencias explícitas a otras películas en sus siete primeros films? Eso de por sí ya es un estilo, al margen de su forma de rodar, que por supuesto se la debe a sus maestros, los directores clásicos y modernos de los que ha bebido desde siempre, porque ¿qué necesidad hay de inventar si se puede reutilizar el conocimiento para ofrecer cosas nuevas? Pero, ¿son nuevas? El reciclaje que Tarantino efectúa en casi cada plano que rueda se integra siempre en sus narraciones de una forma natural donde lo importante es la historia que nos está contando y no el homenaje, que en su mayor parte pasa desapercibido incluso para los más cinéfagos, y que siempre se puede consultar en cualquier lista como mera curiosidad. A veces es solo un inserto de un dedo pulsando un timbre, otras es una canción, otras un póster en la pared, o el nombre de un personaje, y otras también, sí, un plano entero con muy leves variaciones, pero siempre con discreción y con respeto hacia el homenajeado. De momento, y cruzaremos los dedos, nunca se ha dedicado a hacer esos remakes que cada fin de semana aparecen en nuestras carteleras denotando una alarmante falta de ideas en la industria cinematográfica, principalmente en la estadounidense aunque no sea la única, pero cuando lo haga, podremos estar seguros de que se pasará el original por el forro de sus glándulas seminales; quizá podremos comprobarlo si algún día se materializa ese proyecto de Star Trek que se le atribuye desde hace años. Las películas de Tarantino pueden remitir a Kurosawa, Huston o a su amigo Robert Rodríguez, podemos reconocer en ellas el blaxploitation, el cine bélico de toda la vida, un western de Leone, de Hawks o de Peckinpah, las cintas de artes marciales de Hong-Kong inscritas en un drama con chicha de Truffaut, o las pelis de accidentes de coches de las que casi nadie había oído hablar hasta Death Proof (2007), pero rara vez sentiremos un dejà vu, o diremos: “Ya sé lo que va a pasar ahora”. No es tan sencillo como eso.

No es contradictorio hablar de discreción aunque por ejemplo el director de Knoxville cite a Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) en dos de sus películas. No sería discreto si se limitase a plagiar de forma chusca la escena de la ducha o se dedicase a hacer un remake plano a plano, que hay gente para todo, pero ese, afortunadamente, no es el caso.

Kill Bill Vol. 2

Kill Bill Vol. 2 (íd., 2004)

El reciclaje o la reutilización que Tarantino hace de los clásicos sirve para pasar un muy buen rato y para que quien quiera y no lo sepa todo ya, aunque cada vez escasee más este perfil entre tanto cuñado erudito, pueda indagar en el pasado del cine. Por un lado nos ofrece un entretenimiento de alto nivel que se exponencia en películas como Kill Bill Vol. 1 (2003) ó Pulp Fiction (1994), que despiertan en el espectador esa sensación de aventura sin fin que tan pocas veces encontramos en la gran pantalla, esa película que queremos que nunca termine en la que los acontecimientos se suceden vertiginosos, y mientras intentamos atar los cabos que su fragmentada narración —que a pesar de ser un recurso muy sobado destaca por su impecable ejecución— disemina con mimo no podemos eliminar la sonrisa, la mueca de asquito o simplemente el agarrar el borde del asiento y dejarnos llevar a una matanza en una enorme casa de té o a un sórdido sótano donde no sabemos qué vamos a encontrar pero al que estamos deseando acceder como espectadores privilegiados. De la misma forma, cintas tan disfrutables como Reservoir Dogs, Jackie Brown (1997) o Los odiosos ocho (Hateful Eight, 2015) hacen que queramos volver a ver Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956) y descubrir (o redescubrir, los que ya se lo sepan) todo el cine negro de los cuarenta y los cincuenta, o que queramos averiguar qué nos estamos perdiendo del blaxploitation, todo ese universo cinematográfico de negros y tiros de los setenta más allá de Shaft (Gordon Parks, 1971), o esos westerns no tan populares hasta que llegó su hora… aquella en que Tarantino comenzó a reivindicarlos.

Pero el director de Django desencadenado (Django Unchained, 2012) no solo recicla del cine, también recoge todo lo que puede de la cultura popular, de la música que le gusta y de nuevo lo pasa por su thermomix, obteniendo esos diálogos tan característicos donde los personajes se pueden pasar diez minutos hablando con la cámara dando vueltas a su alrededor y mientras nosotros podríamos estar diez horas escuchando por qué Like a Virgin de Madonna habla de las pollas grandes, en qué se parecen los judíos a las ratas, o por qué un masaje en los pies es la infidelidad más grande que se puede cometer; también esas bandas sonoras donde descubrir o redescubrir clásicos que inmediatamente se convierten en modernos, pues pese a quien pese es Tarantino y no otro quien puso de moda canciones que destilan innegable talento como Misirlou (1963, al menos su versión moderna) o Hooked on a Feeling (1968), por citar solo dos ejemplos de una larga lista.

Los odiosos ocho

Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015)

Y por supuesto, al margen de que su cine sea siempre divertido, necesita de la violencia como el cura al monaguillo o el drogadicto a su dosis, y cuando encuentra esta violencia, puede ser cruda y realista, sin disfraces, como cuando Chris Penn mata al policía en Reservoir Dogs o los bastardos arrancan cabelleras en su regeneración de la segunda guerra mundial —cabría hablar de esa revisión histórica, esa justicia poética imaginada en su última etapa, que por supuesto también tiene sus detractores—, o inmersa en el propio divertimento, lúdica y desdramatizadamente, como ocurre en Kill Bill Vol.1 durante la matanza del quinto y último capítulo, un auténtico festín de violencia pura y sanamente disfrutable. Pero de una forma u otra, siempre está ahí. Y también por eso nos gusta su cine a los fanáticos. Y también, compañeros y compañeras, por su dirección de actores y actrices. Uma, Harvey, Lucy, Brad, Daryl, Samuel, Rosario, John, Vanessa, Tim, Rose, Michael, Steve, Pam, Robert, Kurt, Christoph, Daniel (¡si es que hasta el carapalo de Daniel Brühl está bien!), Jamie, Jennifer, Margot, Brad, Leo y compañía. Y por la sangre. Y por el color. Y por las hostias. Y por la música. Y por los tiros. Y por el montaje —con Sally, q.e.p.d., pero también con Fred—. Y por los planos secuencia. Y por el espectáculo. Y por los insertos. Y por los diálogos. Y por los monólogos. Y los tacos. Y los pies desnudos. Y por la imagen en movimiento. Cine, por definición.

¿Qué nos puede quedar?,
¿Qué más puedo decir?,
¿Qué te puedo contar?

Robar y compartir (Tachenko)

Artículo revisado sobre el original, publicado inicialmente en el libro colectivo Cien Miradas de Cine (Macnulti Editores, 2011)